Eucaristía y ecumenismo
El sacramento de la
Eucaristía ha sido instituido por nuestro Señor en la Última Cena para dar su
forma definitiva a la unidad de sus discípulos con Él, ofreciéndoles una
participación en su humanidad, en su Cuerpo y en su Sangre, que sobrepasa las
capacidades del amor y del entendimiento humano.
El Señor Jesús llevó a cabo
en la cruz y en la resurrección este misterio de comunión con los hombres,
prefigurado en la Última Cena, haciendo posible, por el don de su Espíritu, que
todas las generaciones puedan celebrar este sacramento y, por Él, con Él y en
Él, dar gloria al Padre unidos en un solo Cuerpo.
De esta manera, desde el
inicio y para siempre, con la entrega de Sí mismo en los dones eucarísticos, el
Señor conduce a sus discípulos a la fe plena, les hace posible la íntima unión
con su Persona, la participación en su misión, cumplida en su oblación pascual.
Por ello, no será posible
nunca separar la Eucaristía del Evangelio: la escucha de la Palabra de Dios no
alcanza sus dimensiones verdaderas sin la acogida de su Encarnación, de la
comunicación de sí que ofrece gratuitamente Jesús en el don de su Cuerpo y de
su Sangre; y, del mismo modo, la Eucaristía es verdadera y legítima sólo como
presencia y celebración del único Señor que se entregó en la cruz, como
sacramento de la única comunión fundada por Cristo con los suyos, como
expresión del único Evangelio predicado por los apóstoles.
Así pues, la Eucaristía es
la expresión sacramental suprema de la fe en Jesucristo, de la unidad de los
fieles en la verdad del único Evangelio, unidad visible, fundamentada en la
iniciativa y la entrega por Cristo de sí mismo y del propio Espíritu, y a cuyo
servicio envió a los apóstoles como pastores.
Por el contrario, la
celebración eucarística dejaría de ser fuente y culmen de la unidad de los
cristianos si en ella se separase el sacramento de la fe; es decir, si no fuese
recibida como el don sustancial de sí realizado y ofrecido por Cristo a los
suyos y para siempre, o bien si se la comprendiese como algo ajeno a la única
comunión con los discípulos generada por Cristo, encomendada a Pedro y siempre
permanente en la historia por obra de su Espíritu.
Una celebración que no
significase la plena confesión de la propia fe no sería signo de acogida
creyente y respetuosa del misterio eucarístico, de la unidad por la que Cristo
se entregó y que el sacramento expresa y hace presente, sino que pondría de
manifiesto la pretensión de realizar la comunión sobre base diferente que la
común fe en la obra y en la presencia del Señor, y, por tanto, la
obstaculizaría.
Una «intercomunión»
semejante expresaría quizá los buenos deseos de los participantes, pero no la
fe y la esperanza común en el don de la Eucaristía, como signo e instrumento de
unidad de los cristianos en el único Cuerpo y en el único Espíritu del Señor.
Por el contrario, la
acogida creyente del misterio de la Eucaristía, su salvaguarda celosa como
expresión del corazón mismo de la propia fe, el deseo de vivirla y celebrarla
en toda la verdad del Evangelio transmitido por los apóstoles, será sin duda
siempre vía segura para el crecimiento de los cristianos en la unidad.
Pues el Espíritu no rehúsa
servirse de aquellos dones que provienen de Cristo y pertenecen a su Iglesia,
impulsando así a los cristianos hacia la unidad católica.
Y cuando hayamos recuperado
esa unidad entre todos los que creemos en Cristo, entonces podremos sentarnos
en la misma mesa y comer juntos esa Víctima inmolada y santa, que es Cristo.
Que se remuevan todos los
obstáculos que impiden esa unidad, para que formemos un solo rebaño bajo un
único pastor, como quiso Cristo justamente en la Oración sacerdotal, en el
contexto de la Última Cena.
Por: P. Antonio Rivero LC
Fuente: Catholic.net






