¿Alguna vez te ha parecido que no ganas nada con
serlo? Es importante saber qué nos ofrece la vida cristiana, para no crearse
falsas espectativas y para ir tras lo que sí nos garantiza
Es frecuente
que en momentos de cansancio, frustración o desconsuelo cruce por la cabeza una
pregunta punzante: “Pero entonces, ¿para qué me sirve ser cristiano?”
Se puede
plantear con tonos muy distintos: rebelde, desafiante, desanimado o dolorido.
Puede ser una mera queja, una búsqueda de respuesta, un planteo de fondo o la
declaración enojada de que no sirve para nada…
De tono en que
se haga y de la respuesta que se le dé, dependerá en muchos casos, qué tipo de
cristiano se sea –santo, tibio o frío– o que se deje de serlo del todo…
Desde una
perspectiva quizá utilitarista y desafiante, equivale a la pregunta sobre el
sentido de ser cristiano.
Hay otras
preguntas equivalentes. Por ejemplo: ¿para qué me sirve creer en Dios (o
amarlo, o rezar…)? ¿qué gano con ir a Misa (o si me confieso, casarme por la
Iglesia…)? Y un largo etcétera de otras similares a las que queremos analizar y
responder en este artículo.
Preguntas
planteadas en términos del interés, conveniencia o beneficios que me produciría
ser o vivir como cristiano. Y que justificaría el serlo, de manera que sería
cristiano precisamente para conseguir esas ventajas. Y tendría que dejar de
serlo si se demostrara que “no funciona” porque no reporta los beneficios que
cabría esperar de él.
Una pregunta
importante, que va a la raíz de la propia identidad cristiana: ¿para qué soy
cristiano? ¿Qué espero del cristianismo? ¿Qué me ofrece?
Una primera
respuesta rápida:
Cara a esta
vida, y en clave materialista, posiblemente ser cristiano sirva de poco.
Nosotros
esperamos otra cosa mucho más grande: la felicidad perfecta en la vida eterna.
Ser cristiano,
en principio, no nos proporciona más salud, ni más dinero, ni mejor carácter,
ni se nos garantiza el éxito profesional o deportivo o familiar…
Obviamente
vivir como Dios nos pide –precisamente porque responde a las exigencias de la
naturaleza humana– nos hará mucho bien. Pero no radica en esos bienes la razón
del ser cristiano.
El asunto del
fin último
Quien busca,
por encima de todo, como objetivo de su vida, cuestiones que ocurrirán antes de
su muerte (ser valorados, triunfar profesionalmente, ganar plata, pasarla bien,
disfrutar de bienestar… o cualquier otra cosa del estilo) posiblemente
encontrará en el cristianismo un peso; y fácilmente lo considerará como un
obstáculo para sus objetivos (porque nos “saca” tiempo, exige ser generosos,
honestos, sinceros…).
Pero los
cristianos (si hemos entendido bien qué es el cristianismo) no somos cristianos
con expectativas solamente terrenales; es decir, para conseguir beneficios
materiales o simplemente temporales.
Con San Pablo
estamos convencidos que “si sólo para esta vida tenemos puesta la esperanza en
Cristo, somos los más desgraciados de todos los hombres” (1 Cor 14,19). Es
decir, que seríamos muy tontos si fuéramos cristianos primariamente con la
esperanza de ventajas para aquí abajo.
Promesa de vida
eterna.
Las cosas
claras de entrada. Cristo no es un Mesías temporal: promete la vida eterna.
Esta es la razón que impidió a los fariseos reconocerlo y aceptarlo. A los
Apóstoles les costó mucho desprenderse de esta visión temporalista del Reino.
En su amor a Jesús se mezclaban las mejores intenciones con ambiciones
terrenales imbuidas de egoísmo (¡esas discusiones sobre quién sería el mayor
cuando por fin se instaurara el Reino!).
El cristianismo
es una gran promesa: pero no una promesa chiquitita sino una promesa divina: de
plenitud, de gloria, de unión con Dios, de divinización en la participación de
la misma vida divina. Una promesa que trasciende absolutamente esta vida.
Jesús lo repite
una y otra vez en el Evangelio: “la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al
Hijo y cree en él tenga vida eterna; y yo lo resucitaré en el último día” (Jn
6,40); “Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna; y yo lo
resucitaré en el último día” (Jn 6,54); “Quien cree en el Hijo tiene vida
eterna” (Jn 3,36).
El camino no es
fácil: la senda es estrecha, la puerta angosta; hay que llevar la cruz no de
vez en cuando, sino cada día. Requiere entrega, es exigente… pero al final nos
espera la gloria. Y estamos convencidos de que vale la pena. Bien experimentado
lo tenía San Pablo –quien sufrió mucho en su vida–: “considero que los
padecimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de
manifestar en nosotros” (Rom 8,18).
El Reino que
Jesús predica es el Reino de los cielos. El mismo día de su muerte Jesús tiene
que aclararle a Pilato que su reino no es de este mundo (cfr. Jn 18, 36).
Aquí no hay
engaño: no son ventajas temporales lo que se nos ofrece.
El cristiano no
busca de Dios primariamente bienes temporales, de los que –para empezar–hay que
estar desprendidos para seguir a Cristo.
Esto resulta
patente cuando los judíos admirados y felices por haber comido gracias al
milagro de la multiplicación de los panes lo buscan para hacerlo rey (con un
rey así ¡qué vida maravillosa nos podemos dar!), Jesús desaparece y corrige su
entusiasmo: “trabajad no por el alimento que perece, sino por el que dura hasta
la vida eterna” (Jn 6,27).
El mismo Jesús
que cura algunos enfermos, nos dice “no temáis a los que matan el cuerpo pero
no pueden matar el alma” (Mt 10,28). Lo corporal no es el principal asunto.
Los bienes
temporales no deberían ocupar el primer sitio en nuestras peticiones e
intereses. Y cuando los pedimos y buscamos, lo hacemos siempre subordinados a
los bienes espirituales y eternos.
La eternidad
llena de contenido esta vida
La vida del
cristiano aquí en la tierra está tejida de sucesos temporales y eternos.
Nuestra vida transcurre en el tiempo, pero lo trasciende: se “mete” en la
eternidad.
La esperanza de
la vida eterna no pone la mirada en un futuro lejano, sino que impregna la vida
cotidiana. No es una huida de los problemas de esta vida, refugiándose en un
posible mundo futuro, en el que se encuentra un relativo consuelo. No lleva a
despreocuparse de las cosas de la tierra, sino que nos ocupemos de ellas por un
motivo más elevado.
Nos impulsa a
la conquista de ese Reino que no es de este mundo, precisamente en las
vicisitudes de aquí abajo.
De manera que
la vida terrenal necesita la referencia a la eterna. Sin ella se quedaría
vacía. Y la vida eterna se consigue con el compromiso en esta vida.
El Card.
Ratzinger explicaba a un grupo de universitarios en España: “Si perdemos
completamente de vista lo eterno, entonces también lo intramundano pierde su
valor, porque se agota en ese breve período en el que vivimos. Por tanto,
también desde un punto de vista humano es necesario abrirse a la eternidad y
abrirse a Dios. Ahora bien, si a partir de ahí se descuida lo terreno, entonces
se ha entendido de forma equivocada a Dios y a la eternidad, porque
precisamente la fe en Dios y la fe en la eternidad lleva a reforzar la
responsabilidad por lo terreno, porque en cada momento de mi vida yo voy
creando eternidad y si descuido ese devenir terreno, ese hacer eternidad en lo
temporal, entro en una contradicción conmigo mismo. Me parece que eso es lo que
tenemos que aprender: que sin la eternidad no se puede vivir porque el tiempo
se queda vacío, pero que sólo si ese saber de la eternidad llega a llenar
plenamente este tiempo, entonces eso adquiere sentido” .
Es un ida y
vuelta de referencias.
Hemos sido
creados para amar, para alcanzar una plenitud a la que se llega por la entrega
de sí. Y en nuestra existencia se verifica la paradoja de que quien busca
egoístamente su felicidad no la encontrará nunca.
Por: Eduardo
María Volpacchio
Fuente:
Catholic.net






