El hombre no puede ser feliz sino por la
religión que le permite conocer adecuadamente a Dios y amarle. Esto se puede
ver con claridad:
1º La inteligencia necesita de la verdad
y de la verdad entera: las partículas de verdad esparcidas por las criaturas no
pueden bastarle; necesita de la verdad infinita, que sólo se halla en Dios.
En consecuencia, ante todas las cosas, la
inteligencia necesita del conocimiento de Dios, su principio y su fin. Pero
como la religión es la única que ofrece soluciones claras, precisas y
plenamente satisfactorias a todas las cuestiones que el hombre no puede ignorar,
debemos concluir que la religión es necesaria. Por eso todos los sabios,
verdaderamente dignos de tal nombre, se han mostrado profundamente religiosos.
La frase de Bacon será siempre la expresión de la verdad: “Poca ciencia aleja
de la religión, mucha ciencia lleva a ella”.
2º El corazón del hombre necesita del
amor de Dios, porque ha sido hecho para Dios, y no puede hallar reposo ni
felicidad sino amando a Dios, su Bien supremo. Ni el oro, ni los placeres, ni
la gloria podrán jamás satisfacer el corazón del hombre: sus deseos son tan
grandes, que no bastan a llenarlos todas estas cosas finitas y pasajeras. Por
eso todos los santos, todos los corazones nobles, todos los hombres hallan en
la religión una alegría, una plenitud de contento que no podrán dar jamás todos
los placeres de los sentidos y todas las alegrías del mundo.
3º La voluntad del hombre necesita de una
regla segura para dirigirse hacia el bien y de motivos capaces de sostener su
valor frente a las pasiones que hay que vencer, a los deberes que hay que
cumplir, a los sacrificios que hay que hacer. Pues bien, sólo la religión puede
dar a la voluntad esta firmeza, esta energía soberana, mostrándole a Dios como
el remunerador de la virtud y castigador del crimen. A no ser por el freno
saludable del temor de Dios, el hombre se abandonaría a todas las pasiones y se
precipitaría en un abismo de miserias.
4º Finalmente, la religión nos
proporciona en la oración un consuelo, en la esperanza un remedio, en el amor
de Dios una alegría, en la resignación un socorro y una fuerza; y, además, nos
hace entrever, después de esta vida, una felicidad completa y sin fin. El
hombre religioso es siempre el más feliz, o, por lo menos, el más consolado.
En cambio, el hombre sin religión es un
gran desgraciado aun en este mundo.
La religión es también necesaria a la
sociedad. Pues toda sociedad necesita:
1º en los que gobiernan, justicia y
pronta disposición a servir y favorecer a los demás;
2º en los súbditos, obediencia a las
leyes;
3º en todos los asociados, virtudes
sociales. Ahora bien, sólo la religión, puede inspirar: a los superiores, la
justicia y la disposición a sacrificarse en bien de los súbditos; a éstos, el
respeto al poder y la obediencia; a todos, las virtudes sociales, la justicia,
la caridad, la unión, la concordia y el espíritu de sacrificio por el bien de
los demás. Por tanto, la religión es necesaria a la sociedad.
El fundamento, la base de toda sociedad,
es el derecho de mandar en aquellos que gobiernan, y el deber de obedecer en
aquellos que son gobernados. Lo reconocía el mismo impío Voltaire: “Yo no
quisiera tener que ver con un príncipe ateo, que hallara su interés en hacerme
machacar en un mortero; estaría seguro de ser machacado...” Y añade: “Si el
mundo fuera gobernado por ateos, sería lo mismo que hallarse bajo el imperio de
los espíritus infernales que nos pintan cebándose en sus víctimas”.
De hecho, hoy en día, en muchos países
gobernados por ateos, se cumple la observación volteriana. ¿De dónde viene este
derecho de mandar, que constituye la autoridad social? No puede venir del
hombre, aun tomado colectivamente, puesto que todos los hombres son iguales por
naturaleza, nadie es superior a sus semejantes. Este derecho no puede venir
sino de Dios, que, creando al hombre sociable, ha creado de hecho la sociedad.
Por tanto para justificar este derecho,
hay que remontarse hasta Dios, autoridad suprema, de la cual dimana toda
autoridad. “El hombre sin religión es un animal salvaje, que no siente su
fuerza sino cuando muerde y devora”, escribe Montesquieu. Y el incrédulo
Rousseau confiesa: “Yo no acierto a comprender cómo se pueda ser virtuoso sin religión;
he profesado durante mucho tiempo esta falsa opinión, de la que me he
desengañado”.
Y además, la necesidad de la religión lo
prueba nuestra misma experiencia. “En todas las edades de la historia, dice Le
Play, se ha notado que los pueblos penetrados de las más firmes creencias en
Dios y en la vida futura se han elevado rápidamente sobre los otros, así por la
virtud y el talento como por el poderío y la riqueza”.
Los crímenes se multiplican en una nación
a medida que la religión disminuye. Por esto, los que tratan de destruir la
religión en un Pueblo son los peores enemigos de la sociedad, cuyos fundamentos
socavan. “Sería más fácil construir una ciudad en los aires, que constituir una
sociedad sin templos, sin altares, sin Dios”, decía Plutarco. Y Platón: “Aquel
que destruye la religión, destruye los fundamentos de toda sociedad humana,
porque sin religión no hay sociedad posible”. Y el mismo Napoleón I decía: “Sin
religión, los hombres se degollarían por cualquier insignificancia”. Dicho y
hecho: miremos, si no, las nuevas sociedades irreligiosas... y cuidemos
nuestras espaldas.
Por esto todos los pueblos han reconocido
la necesidad de la religión. Todos los pueblos han tenido templos y altares en
todos los tiempos. Como decía el nada sospechoso Hume: “Jamás se fundó un
Estado sin que la religión le sirviera de base. Buscad un pueblo sin religión,
y si lo encontráis, podéis estar seguros de que no se diferencia de los
animales”.
Por: P. Miguel Ángel Fuentes, IVE