El papa Francisco presidió en la tarde del 31 de
diciembre de 2016, el Te Deum y el canto de las Vísperas de la Solemnidad
de María Santísima Madre de Dios
En su homilía el Papa pidió
que mirando el pesebre se vuelve necesario aceptar la lógica de Dios que
se vuelve un niño, rechazar el amiguismo y los privilegios que generan
exclusión. En particular se refirió a los jóvenes y pidió que no hagamos con
ellos como el Posadero de Belén que decía “aquí no hay lugar”. Invitó por ello
a darles oportunidades y a integrarlos.
A continuación el texto
completo:
«Cuando se cumplió el tiempo
establecido, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer y sujeto a la ley, para
redimir a los que estaban sometidos a la ley y hacernos hijos adoptivos» (Ga 4,
4-5). Resuenan con fuerza estas palabras de san Pablo.
De manera breve y concisa nos
introducen en el proyecto que Dios tiene para con nosotros: que vivamos como
hijos. Toda la historia de salvación encuentra eco aquí: el que no estaba
sujeto a la ley, decidió por amor, perder todo tipo de privilegio (privus
legis) y entrar por el lugar menos esperado para liberar a los que sí estábamos
bajo la ley.
Y, la novedad es que decidió
hacerlo en la pequeñez y en la fragilidad de un recién nacido; decidió
acercarse personalmente y en su carne abrazar nuestra carne, en su debilidad
abrazar nuestra debilidad, en su pequeñez cubrir la nuestra.
En Jesucristo, Dios no se
disfrazó de hombre, se hizo hombre y compartió en todo nuestra condición. Lejos
de estar encerrado en un estado de idea o de esencia abstracta, quiso estar
cerca de todos aquellos que se sienten perdidos, avergonzados, heridos,
desahuciados, desconsolados o acorralados. Cercano a todos aquellos que en su
carne llevan el peso de la lejanía y de la soledad, para que el pecado, la
vergüenza, las heridas, el desconsuelo, la exclusión, no tengan la última
palabra en la vida de sus hijos.
El pesebre nos invita a
asumir esta lógica divina. Una lógica que no se centra en el privilegio, en las
concesiones ni en los amiguismos; se trata de la lógica del encuentro, de la
cercanía y la proximidad. El pesebre nos invita a dejar la lógica de las
excepciones para unos y las exclusiones para otros.
Dios viene Él mismo a romper
la cadena del privilegio que siempre genera exclusión, para inaugurar la
caricia de la compasión que genera la inclusión, que hace brillar en cada
persona la dignidad para la que fue creado. Un niño en pañales nos muestra el
poder de Dios interpelante como don, como oferta, como fermento y oportunidad
para crear una cultura del encuentro.
No podemos permitirnos ser
ingenuos. Sabemos que desde varios lados somos tentados para vivir en esta
lógica del privilegio que nos aparta-apartando, que nos excluye-excluyendo, que
nos encierra-encerrando los sueños y la vida de tantos hermanos nuestros.
Hoy frente al niño de Belén
queremos admitir la necesidad de que el Señor nos ilumine, porque no son pocas
las veces que parecemos miopes o quedamos presos de una actitud altamente
integracionista de quien quiere hacer entrar por la fuerza a otros en sus
propios esquemas.
Necesitamos de esa luz que
nos haga aprender de nuestros propios errores e intentos a fin de mejorar y
superarnos; de esa luz que nace de la humilde y valiente conciencia del que se
anima, una y otra vez, a levantarse para volver a empezar.
Al terminar otra vez un año,
nos detenemos frente al pesebre, para dar gracias por todos los signos de la
generosidad divina en nuestra vida y en nuestra historia, que se ha manifestado
de mil maneras en el testimonio de tantos rostros que anónimamente han sabido
arriesgar.
Acción de gracias que no
quiere ser nostalgia estéril o recuerdo vacío del pasado idealizado y
desencarnado, sino memoria viva que ayude a despertar la creatividad personal y
comunitaria porque sabemos que Dios está con nosotros.
Nos detenemos frente al
pesebre para contemplar como Dios se ha hecho presente durante todo este año y
así recordarnos que cada tiempo, cada momento es portador de gracia y de
bendición.
El pesebre nos desafía a no
dar nada ni a nadie por perdido. Mirar el pesebre es animarnos a asumir nuestro
lugar en la historia sin lamentarnos ni amargarnos, sin encerrarnos o
evadirnos, sin buscar atajos que nos privilegien.
Mirar el pesebre entraña
saber que el tiempo que nos espera requiere de iniciativas audaces y
esperanzadoras, así como de renunciar a protagonismos vacíos o a luchas
interminables por figurar.
Mirar el pesebre es descubrir
como Dios se involucra involucrándonos, haciéndonos parte de Su obra,
invitándonos a asumir el futuro que tenemos por delante con valentía y
decisión.
Mirando el pesebre nos
encontramos con los rostros de José y María. Rostros jóvenes cargados de
esperanzas e inquietudes, cargados de preguntas. Rostros jóvenes que miran
hacia delante con la no fácil tarea de ayudar al Niño-Dios a crecer. No se
puede hablar de futuro sin contemplar estos rostros jóvenes y asumir la
responsabilidad que tenemos para con nuestros jóvenes; más que responsabilidad,
la palabra justa es deuda, sí, la deuda que tenemos con ellos.
Hablar de un año que termina
es sentirnos invitados a pensar como estamos encarando el lugar que los jóvenes
tienen en nuestra sociedad.
Hemos creado una cultura que,
por un lado, idolatra la juventud queriéndola hacer eterna pero,
paradójicamente, hemos condenando a nuestros jóvenes a no tener un espacio de
real inserción, ya que lentamente los hemos ido marginando de la vida pública
obligándolos a emigrar o a mendigar por empleos que no existen o no les
permiten proyectarse en un mañana.
Hemos privilegiado la especulación
en lugar de trabajos dignos y genuinos que les permitan ser protagonistas
activos en la vida de nuestra sociedad.
Esperamos y les exigimos que
sean fermento de futuro, pero los discriminamos y «condenamos» a golpear
puertas que en su gran mayoría están cerradas. Somos invitados a no ser como el
posadero de Belén que frente a la joven pareja decía: aquí no hay lugar.
No había lugar para la vida,
para el futuro. Se nos pide asumir el compromiso que cada uno tiene, por poco
que parezca, de ayudar a nuestros jóvenes a recuperar, aquí en su tierra, en su
patria, horizontes concretos de un futuro a construir.
No nos privemos de la fuerza
de sus manos, de sus mentes, de su capacidad de profetizar los sueños de sus
mayores (cf. Jl 3, 1).
Si queremos apuntar a un
futuro que sea digno para ellos, podremos lograrlo sólo apostando por una
verdadera inclusión: esa que da el trabajo digno, libre, creativo,
participativo y solidario (cf. Discurso en ocasión de la entrega del Premio
Carlomagno, 6 de mayo de 2016).
Mirar el pesebre nos desafía
a ayudar a nuestros jóvenes para que no se dejen desilusionar frente a nuestras
inmadureces y estimularlos a que sean capaces de soñar y de luchar por sus
sueños.
Capaces de crecer y volverse
padres de nuestro pueblo. Frente al año que termina qué bien nos hace
contemplar al Niño-Dios. Es una invitación a volver a las fuentes y raíces de
nuestra fe. En Jesús la fe se hace esperanza, se vuelve fermento y bendición:
«Él nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que
nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría» (cf. Exhort.
ap. Evangelii gaudium, 3).
Sergio Mora
Fuente: Zenit