Hay un
sacrificio en particular que duele: entregar cada día la voluntad a Dios
Confía en el Señor de todo
corazón, y no en tu propia inteligencia. Reconócelo en todos tus caminos,
y Él allanará tus sendas.
—Proverbios 3:5-6
—Proverbios 3:5-6
Sí, Padre, porque esa fue tu buena
voluntad.
—Mateo 11:26
—Mateo 11:26
Siempre me resulta increíble escuchar
alegatos que sostienen que el cristianismo es un invento humano para
reconfortar a las almas débiles. Sin duda, existe dicha y paz en seguir a
Jesús, una paz que el mundo no puede otorgar. Pero hay una razón para que los
seguidores de Cristo lleven una cruz: aquellos
que seguimos al Dios crucificado estamos llamados a sacrificar nuestras vidas
diariamente.
Si caminas junto a las vidrieras y
estatuas de innumerables iglesias, tan hermosas como antiguas, verás constantes
ejemplos de hombres y mujeres cuya fe les llevó a la hoguera, la decapitación,
la tortura o el descuartizamiento. Todavía hoy en día, los marcados con la cruz
corren el riesgo de ser crucificados.
Es poco probable que tú y yo nos
enfrentemos a una persecución así. En
Occidente estamos a salvo, hasta cierto punto. Porque la cruz salvadora es de
todo menos un lugar seguro.
Algunos de nosotros arriesgaremos nuestra
subsistencia cuando amoldemos nuestras vidas a las enseñanzas de la Iglesia de
Cristo. Puede que perdamos relaciones. Ciertamente saldremos perdiendo en
placeres.
Pregunta a cualquiera que haya seguido la
senda del Señor durante un tiempo y descubrirás que, por mucho que palidezca en
comparación a la dicha del Evangelio, ha tenido sus sacrificios.
Para mí, hay un sacrificio en particular
que duele. A ver, me encanta el beicon, pero puedo
pasar los viernes sin carne sin problemas. Y de todas formas, no querría ir
acostándome por ahí con extraños. Mi reto no está en la doctrina moral o en la
disciplina de la Iglesia; incluso cuando me siento tentada, hay un camino claro
a seguir y estoy dispuesta a respetarlo a pies juntillas.
No, no son las grandes batallas. Es el pequeño esfuerzo diario por
entregar la voluntad en las manos de Dios. Es el permanecer en la sombra de un
sueño roto y decir “Sí, Padre”. Es aceptar la voluntad de Dios en su gracia
cuando nos parezca que únicamente nos dice no.
Es entregarle no solo mi monedero y mi
dormitorio y mis domingos por la mañana y mis sábados por la noche, sino
también mi corazón, escribir
un cheque en blanco con mi vida y prometer que seré Suya cueste lo que cueste.
Aquí está mi reto: cargar la cruz no es
una cuestión de aceptar una dificultad o una serie de problemas. Es permitir que sus manos perforadas
abran tus dedos, se aferren a tu voluntad y te ofrezcan
bondadosamente intercambiar tu voluntad por la Suya. Está en mirar a una vida
que no escogiste y a veces aceptar que seguirías sin escogerla, pero aun así dices “Sí, Padre”.
Quizás sea una cruz de Primer Mundo, pero
es mi cruz: el
sacrificio de mi voluntad en cada comida, cada libro, cada madrugada o cada
mañana. Y me parece que es la cruz de todo discípulo de
Jesucristo, la cruz que Adán y Eva se negaron a cargar sobre sus hombros y la
cruz que más pesa en los más heroicos cristianos.
Pregunta a cualquier hermana o cualquier
fraile qué voto es el más duro y apuesto a que 9 de cada 10 responderán que la obediencia. La pobreza no
es problema cuando te están manteniendo e incluso la castidad se vuelve menos
difícil con el tiempo, pero la
voluntad propia únicamente muere 10 minutos después de que muere el cuerpo.
Me criaron para confiar en mi propia inteligencia,
para ser fuerte e independiente,
y me alegra haber recibido las herramientas para defenderme por mí misma. En
muchas circunstancias, eso es exactamente lo que necesito hacer. Pero incluso
entonces, siento al Señor que me llama a ir más profundo: dulce niña, entrégame tu corazón.
No ya tu vida sexual o tu agenda diaria o tu tiempo de ocio, sino tu corazón
por completo.
Pedazo a pedazo lo voy ofreciendo,
reteniendo cuanto puedo y echándole de áreas que quiero gobernar, porque
todavía no entiendo. No
entiendo que Él es mi Padre, no entiendo qué es un padre, no creo que me ame de
verdad, no tengo el valor de permitirle ser Dios. No confío en Él con todo mi corazón.
Dependo demasiado de mi propio entendimiento.
¿Y sabes qué? Está bien. Porque no tengo
que comprenderlo. No tengo que caminar orgullosa bajo mi cruz. No tengo que
evitar mi caída. Todo lo
que he de hacer es seguir volviendo a Él, continuar murmurando
“Sí, Padre”, seguir entregándole cuanto pueda de mi corazón. No es fácil; nadie dijo que la religión de la cruz
sería fácil. Pero es buena.
MEG HUNTER-KILMER
Fuente:
Aleteia