Me asusta la pobreza, y la
vulnerabilidad, y la incertidumbre del camino...
Necesito
más valor para dejar tantas cosas que me hacen cobarde. Me gustaría ser más
niño. Muchas veces no veo a Jesús y desconfío, no creo en la victoria. Me
dan miedo la vida y los problemas. No veo sus pasos junto a los míos. Su carne
sosteniendo la mía. Escondido yo en su carne. Él en mi carne.
Quisiera
ir más allá de mi fragilidad y tocar a Jesús. Romper los muros que no me dejan
crecer. Pienso en Jesús pobre. Me da miedo ser pobre y endeble. Me asusta
la pobreza y la vulnerabilidad. Acaricio su mano débil. Acaricia Él mis manos
débiles. Me sobrepasa su amor que viene sobre mí.
Ya
no estoy solo. Tan pequeño cabe entre mis manos. Surge del pan cuando consagro.
Y sostengo su vida que a la vez me sostiene. Me veo tan frágil… Veo la verdad
más honda de Jesús en ese misterio guardado. Pronuncio en silencio mi sí. De
nuevo digo sí.
Me
duele mi carne enferma. Mi soledad herida. Mi sangre perdida. Tengo miedo a la
vida. Me abruma la incertidumbre del camino. En sus manos de Niño
Dios confío. Puedo sostenerlo callado. Puedo amarlo más, mucho más. Aunque esté
yo roto. Puedo. Puedo darlo todo. Y creer en lo imposible.
En
la película The Little boy, un padre la dice a su hijo desde muy
niño: “¿Crees que puedes hacer eso? ¿Crees que podemos hacer esto?”. Y
juntos van haciendo grandes cosas. Así quiero levantarme yo cada mañana. Y oír
de Jesús esa pregunta. Puedo. Sí, contigo puedo.
Una
persona rezaba: “Quiero volver a ser niña, Jesús. Volver a creer. Ser
inocente y pura. Alegre. Sin cargas de rencores. Sin creer que me lo sé todo o
que la vida me debe algo. Quiero jugar y reírme de las cosas pequeñas. Como
cuando era más niña y me lo creía todo. Me he acostumbrado a ser adulta.
Calculo mis pasos. Exijo lo que no recibo. Pido lo que no tengo. No me quedo
contenta con nada. Siempre espero más. Necesito agacharme para entrar por esa
puerta pequeña de Belén. Más niña. Más pobre. Sin exigir tanto a la vida.
Sorprendiéndome. Asombrándome. Sin tanto miedo a las consecuencias de todo”.
Me
hago eco de las palabras de esta oración. A mí también me gustaría ser más
pequeño. Para caber mejor en la herida de su costado abierto. Me sobran
tantas cosas… Me quedo callado ante la noche.
Es
mejor dar la vida que guardarla. Mejor arriesgar que conformarme. Claro que
puedo hacerlo. Claro que puedo si Jesús va conmigo. Me hago más niño. Menos
prudente. No llevo cuenta de los riesgos.
Me arrodillo
ante la carne herida de Jesús. Me agacho lo suficiente como para
entrar por esa puerta pequeña que me abre a su corazón de Padre. Adoro el
misterio de Dios hecho carne. El mayor misterio que nunca ha existido. Vengo a
adorar.
Quiero
aprender a ser más niño. Quiero confiar más. Me duele el alma. Mi alma
adulta. Quiero volver a nacer. Parece fácil pero no lo es. Hacerme niño de
nuevo. Dejar mis ropas adultas. Dejarlas a la puerta de mi alma. Para dejar de
ser rígido.
Me
pesan mi coraza y mis seguros. Me duele romper mi armadura. Para abrir más mi
alma. Quiero la inocencia perdida. Esa que antes tuve y ahora me falta. Quiero
ser más ingenuo.
Decía
el padre José Kentenich: “Para nosotros la mayor alabanza que se nos pueda
hacer será decir que en nosotros hay algo de la ingenuidad de un niño”[1].
El
mundo no valora la ingenuidad ni la inocencia. Creo que sólo si vivo de
esa ingenuidad, sólo si soy niño ante Dios, podré vivir con paz en medio de la
oscuridad de la vida.
Necesito
volver a nacer para recuperar la inocencia que la vida ha herido en lo más
hondo. Me duele el alma. Quiero llegar más alto. Tocar cielos más altos. Quiero
creer que puedo, que es posible.
Porque
Jesús va conmigo y me sostiene. Su mano levanta mis manos. Y sus pies dan
fuerza a mis pasos. Me sostienen. Me levantan. Hacen que mi vida merezca
siempre la pena. Sueño más hondo. Sueño con lo más grande.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia