De
nada sirve llenar iglesias si nuestros corazones están vacíos del temor de Dios
y de su presencia
El
papa Francisco celebró hoy en el Estadio de la Aeronáutica militar, la santa
misa. Es el segundo y último día de su viaje apostólico a Egipto, y la
eucaristía celebrada en un sábado por la mañana fue válida para el precepto
dominical. A continuación la homilía del Santo Padre.
Al
Salamò Alaikum / La paz sea con vosotros.
Hoy,
III domingo de Pascua, el Evangelio nos habla del camino que hicieron los dos
discípulos de Emaús tras salir de Jerusalén. Un Evangelio que se puede resumir
en tres palabras: muerte, resurrección y vida.
Muerte:
los dos discípulos regresan a sus quehaceres cotidianos, llenos de desilusión y
desesperación. El Maestro ha muerto y por tanto es inútil esperar. Estaban
desorientados, confundidos y desilusionados. Su camino es un volver atrás; es
alejarse de la dolorosa experiencia del Crucificado. La crisis de la Cruz, más
bien el «escándalo» y la «necedad» de la Cruz (cf. 1 Co 1, 18; 2, 2), ha
terminado por sepultar toda esperanza. Aquel sobre el que habían construido su
existencia ha muerto y, derrotado, se ha llevado consigo a la tumba todas sus
aspiraciones.
No
podían creer que el Maestro y el Salvador que había resucitado a los muertos y
curado a los enfermos pudiera terminar clavado en la cruz de la vergüenza. No
podían comprender por qué Dios Omnipotente no lo salvó de una muerte tan
infame. La cruz de Cristo era la cruz de sus ideas sobre Dios; la muerte de
Cristo era la muerte de todo lo que ellos pensaban que era Dios. De hecho, los
muertos en el sepulcro de la estrechez de su entendimiento.
Cuantas
veces el hombre se auto paraliza, negándose a superar su idea de Dios, de un
dios creado a imagen y semejanza del hombre; cuantas veces se desespera,
negándose a creer que la omnipotencia de Dios no es la omnipotencia de la
fuerza o de la autoridad, sino solamente la omnipotencia del amor, del perdón y
de la vida.
Los
discípulos reconocieron a Jesús «al partir el pan», en la Eucarística. Si
nosotros no quitamos el velo que oscurece nuestros ojos, si no rompemos la
dureza de nuestro corazón y de nuestros prejuicios nunca podremos reconocer el
rostro de Dios.
Resurrección:
en la oscuridad de la noche más negra, en la desesperación más angustiosa,
Jesús se acerca a los dos discípulos y los acompaña en su camino para que
descubran que él es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). Jesús trasforma
su desesperación en vida, porque cuando se desvanece la esperanza humana
comienza a brillar la divina: «Lo que es imposible para los hombres es posible
para Dios» (Lc 18, 27; cf. 1, 37).
Cuando
el hombre toca fondo en su experiencia de fracaso y de incapacidad, cuando se
despoja de la ilusión de ser el mejor, de ser autosuficiente, de ser el centro
del mundo, Dios le tiende la mano para transformar su noche en amanecer, su
aflicción en alegría, su muerte en resurrección, su camino de regreso en
retorno a Jerusalén, es decir en retorno a la vida y a la victoria de la Cruz
(cf. Hb 11, 34).
Los
dos discípulos, de hecho, luego de haber encontrado al Resucitado, regresan
llenos de alegría, confianza y entusiasmo, listos para dar testimonio. El
Resucitado los ha hecho resurgir de la tumba de su incredulidad y aflicción.
Encontrando al Crucificado-Resucitado han hallado la explicación y el
cumplimiento de las Escrituras, de la Ley y de los Profetas; han encontrado el
sentido de la aparente derrota de la Cruz.
Quien
no pasa a través de la experiencia de la cruz, hasta llegar a la Verdad de la
resurrección, se condena a sí mismo a la desesperación. De hecho, no podemos
encontrar a Dios sin crucificar primero nuestra pobre concepción de un dios que
sólo refleja nuestro modo de comprender la omnipotencia y el poder.
Vida:
el encuentro con Jesús resucitado ha transformado la vida de los dos
discípulos, porque el encuentro con el Resucitado transforma la vida entera y
hace fecunda cualquier esterilidad (cf. Benedicto XVI, Audiencia General, 11
abril 2007). En efecto, la Resurrección no es una fe que nace de la Iglesia,
sino que es la Iglesia la que nace de la fe en la Resurrección.
Dice
san Pablo: «Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana
también vuestra fe» (1 Co 15, 14). El Resucitado desaparece de su vista, para
enseñarnos que no podemos retener a Jesús en su visibilidad histórica:
«Bienaventurados los que crean sin haber visto» (Jn 20, 29 y cf. 20, 17). La
Iglesia debe saber y creer que él está vivo en ella y que la vivifica con la
Eucaristía, con la Escritura y con los Sacramentos. Los discípulos de Emaús
comprendieron esto y regresaron a Jerusalén para compartir con los otros su
experiencia. «Hemos visto al Señor […]. Sí, en verdad ha resucitado» (cf. Lc
24, 32).
La
experiencia de los discípulos de Emaús nos enseña que de nada sirve llenar de
gente los lugares de culto si nuestros corazones están vacíos del temor de Dios
y de su presencia; de nada sirve rezar si nuestra oración que se dirige a Dios
no se transforma en amor hacia el hermano; de nada sirve tanta religiosidad si
no está animada al menos por igual fe y caridad; de nada sirve cuidar las
apariencias, porque Dios mira el alma y el corazón (cf. 1 S 16, 7) y detesta la
hipocresía (cf. Lc 11, 37-54; Hch 5, 3-4). [1] Para Dios, es mejor no creer que
ser un falso creyente, un hipócrita.
La
verdadera fe es la que nos hace más caritativos, más misericordiosos, más
honestos y más humanos; es la que anima los corazones para llevarlos a amar a
todos gratuitamente, sin distinción y sin preferencias, es la que nos hace ver
al otro no como a un enemigo para derrotar, sino como a un hermano para amar,
servir y ayudar; es la que nos lleva a difundir, a defender y a vivir la
cultura del encuentro, del diálogo, del respeto y de la fraternidad; nos da la
valentía de perdonar a quien nos ha ofendido, de ayudar a quien ha caído; a
vestir al desnudo; a dar de comer al que tiene hambre, a visitar al
encarcelado; a ayudar a los huérfanos; a dar de beber al sediento; a socorrer a
los ancianos y a los necesitados (cf. Mt 25, 31-45).
La
verdadera fe es la que nos lleva a proteger los derechos de los demás, con la
misma fuerza y con el mismo entusiasmo con el que defendemos los nuestros. En
realidad, cuanto más se crece en la fe y más se conoce, más se crece en la
humildad y en la conciencia de ser pequeño.
Queridos
hermanos y hermanas:
A
Dios sólo le agrada la fe profesada con la vida, porque el único extremismo que
se permite a los creyentes es el de la caridad. Cualquier otro extremismo no
viene de Dios y no le agrada.
Ahora,
como los discípulos de Emaús, regresen a vuestra Jerusalén, es decir, a vuestra
vida cotidiana, a vuestras familias, a vuestro trabajo y a vuestra patria llenos
de alegría, de valentía y de fe. No tengan miedo a abrir vuestro corazón a la
luz del Resucitado y dejen que él transforme vuestras incertidumbres en fuerza
positiva para vosotros y para los demás.
No
tengan miedo a amar a todos, amigos y enemigos, porque el amor es la fuerza y
el tesoro del creyente.
La
Virgen María y la Sagrada Familia, que vivieron en esta bendita tierra,
iluminen nuestros corazones y les bendiga y al amado Egipto que, en los albores
del cristianismo, acogió la evangelización de san Marcos y ha dado a lo largo
de la historia numerosos mártires y una gran multitud de santos y santas.
‘Al
Massih Kam, Bilhakika kam’ (Cristo ha Resucitado. Verdaderamente ha
Resucitado).
Fuente:
Zenit






