Entender
que mi esposo no era mi enemigo y aceptar quién realmente lo es me permitió
luchar de la manera correcta
Hay
que comenzar el matrimonio con un buen noviazgo. Así es, la base de un
matrimonio exitoso siempre será un noviazgo sano, santo, donde Dios sea el
personaje principal. Te recuerdo, ¿quién le dio su esposa a Adán?
Gran
parte de las crisis que estamos viviendo hoy en día los matrimonios es que no
nos estamos educando para amar, ni siquiera tenemos claro para qué nos casamos.
De hecho, llegamos al altar por “cumplir” y con las ideas al revés: comenzamos
por la luna de miel, nos casamos pensando que el otro tiene la obligación de
hacerme feliz y de ser el cumplidor de mis caprichos.
Y
de hijos ni se diga, como en este momento no está en nuestros planes el
tenerlos porque primero hay que establecernos como pareja y cumplir nuestros
mutuos sueños y realizaciones personales, entonces el anticonceptivo a todo lo
que da.
Las
parejas no se dan cuenta que ellos mismos están cavando la tumba de su
matrimonio, poco a poco. El egoísmo entra y en automático el amor se sale. ¿Y
luego? Pues que llega la dura realidad, comienzan los conflictos, las crisis y
creemos que la solución es aventar el matrimonio a la basura, total, solo fue
una promesa hecha a Dios y Él todo lo comprende.
No
se vale; Dios no es nuestro “títere” y las promesas hechas a Él hay que
cumplirlas. Así mismo, las promesas de Dios son reales y si dijo que estaría
con nosotros hasta el fin de los tiempos significa que está a nuestro lado en
cada paso de nuestra vida sacramental.
Si
tu vínculo está pasando por alguna crisis, te comparto a la letra el testimonio
del matrimonio mi amiga Mache para que te des cuenta de que las promesas
de Dios son verdaderas y tan actuales y poderosas como hace 2000 años.
La
oración hace milagros. La Palabra de Dios y sus promesas sanan, salvan y
restauran hasta al matrimonio más podrido, eso sí, con oración ferviente,
incesante y confiada. Un matrimonio se salva con los ojos al cielo y las
rodillas al suelo. Y así nos cuenta su historia Maricela:
Llegamos
al altar un 5 de febrero del 2011, yo tenía 27 años y estaba embarazada de nuestra
primera hija concebida en el noviazgo. Desafiando todo mal pronóstico e
ignorando todo riesgo por precipitarnos a ello preparamos una boda en menos de
2 meses.
Buscamos
las pláticas prematrimoniales más breves posibles porque no teníamos tiempo para
esos “trámites tediosos”. Para nosotros era solo un “requisito por
tradición” de la Iglesia y recuerdo cuánto nos alegramos de haber encontrado
unas pláticas de un solo fin de semana. 2 horas y estábamos listos para el
matrimonio.
Fui
católica de cuna, crecí con una madre apegada a la Iglesia y muy entregada a la
misma. Sin embargo jamás me acerqué lo suficiente a Dios como para experimentar
la riqueza de nuestra fe. Recuerdo cuánta molestia sentimos por la insistencia
de la Iglesia de cumplir con tantos trámites y papeleo.
¿Para
qué tanto show? ¿Para qué tanta investigación? Queríamos casarnos y punto,
¿por qué nos hacían perder tanto tiempo? Nos casaríamos, tendríamos a nuestro
bebé y seguiríamos nuestras vidas como cualquier otro matrimonio. Formaríamos
una hermosa familia y viviríamos felices para siempre.
Nuestra
ignorancia y rebeldía nos cobró factura muy pronto; después de 6 meses de
pleitos y gritos, mi esposo se fue de la casa. Me quedé sola con nuestra hija
de apenas unos meses de nacida en nuestro departamento. Con el corazón
roto, entre hormonas y responsabilidades, nuestro matrimonio fue destruido en
un abrir y cerrar de ojos.
Mi
esposo no quería saber nada de mí y juró jamás regresar. En la angustia y
desesperación del momento decidí comenzar un proceso de lucha por la
restauración matrimonial. En este proceso que duró un poco más de 5 años, en
donde luché de la mano de Dios por recuperar a mi familia, he aprendido las más
bellas lecciones de fe que quiero compartirles.
1. Mateo 6, 33: “Pero
busquen primero su reino y su justicia, y todas estas cosas les serán añadidas.
Busqué
ayuda hasta por debajo de las piedras. Leí libros de auto-superación, fui a
psicólogos, organicé reuniones con mis más queridas amistades para pedir
consejo. Entre tantas opciones no encontré una sola que me diera paz y la
respuesta que necesitaba. Fue entonces que Dios vino a mí. Yo no lo busqué, Él
me llamó.
A
pesar de mi rebeldía y mi rechazo, tanto me ama que fue Él quien me buscó
para darme consuelo, ofrecerme su amor y su misericordia. Reconocí que
Dios y solo Dios era la solución a mis problemas y le permití entrar en mi
corazón y en mi vida.
No
me di cuenta hasta que Dios me habló con este versículo, de que solo Él
podría hacer el milagro. Para el mundo parecía imposible que mi matrimonio
pudiera salvarse, pero para Dios no solo era posible, si no que era una
promesa. Tomé esta promesa, me aferré a ella con todas mis fuerzas, comencé
a trabajar en mi conversión, a estudiar la Biblia, a orar incansablemente y
permití a Dios moldearme como el alfarero moldea el barro.
2. Santiago 4, 4: ¡Oh
almas adúlteras! ¿No sabéis que la amistad del mundo es enemistad hacia Dios?
Por tanto, el que quiere ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios.
“Ya
deja de hacerte daño”, “estás muy joven aún, puedes rehacer tu vida”, “los
hombres no cambian, te lo hacen una vez, lo vuelven a hacer”, “Dios quiere que
seas feliz”, “existe el divorcio exprés, ya es muy fácil deslindarte”,…. Una y
otra vez, recibí consejos de los que me rodeaban, incrédulos respecto a la
lucha.
No
comprendían cómo era posible que a mi “corta edad” yo siguiera aferrada a mi
matrimonio. Para ellos mi fe se reducía a una migaja de pan y me convertí
en la loca, obsesionada, y necia mujer que buscaba una reconciliación con su
esposo por mera baja autoestima.
No
me importó y seguí. Lo hice porque Dios me instruyó en este versículo: que el
mundo camina contracorriente a sus mandatos, preceptos, leyes y promesas. Si yo
le creyera al mundo y no a su Palabra, entonces yo deshonraría mi fe.
Cabe
mencionar que muchas de estas personas, cuando atestiguaron el gran
milagro de nuestra restauración, quedaron boca abierta. Muchas de estas
personas se convirtieron a través de este testimonio. Dios aprovechó mi lucha
para alcanzar no solo a mi esposo, sino también a todos los que me rodeaban y
no creían que fuese posible.
El
día de hoy, por obra de Dios, me he convertido en consejera matrimonial de
muchas de estas personas. Dios nos pone a prueba y nos prepara para cumplir sus
designios. En aquel tiempo, yo no comprendía por qué estaba viviendo esta
prueba tan dolorosa. Hoy comprendo que ningún mar en calma hace experto a un
marinero.
3. Génesis 2, 24: Por
tanto el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán
una sola carne.
¡Bendito
sea Dios por el sacramento del matrimonio! Di infinitas gracias a Dios por
haber recibido tal gracia. Tenía para mi matrimonio la garantía de restauración
por excelencia. Me arrepentí tanto por no habernos preparado como era
debido… Toda esa preparación antes no significaba nada, pero en ese
momento, representaba TODO.
A
Dios en su infinita misericordia no le importó mi condición al llegar al altar.
Pasó por encima de mi ignorancia y me obligó a valorar con todo mi corazón este
precioso regalo.
Mi
esposo en aquel entonces no tenía la más mínima idea de mi lucha. No hice nada
por tratar de convencerlo de volver a casa, no mandé notitas de amor ni lo
abrumé con llamadas. No fue necesario.
Mi
esposo fue transformado a través del poder del sacramento del matrimonio que
establece que él y yo somos una sola carne. Por la fuerza del Espíritu Santo y
sin una sola palabra de mi boca, mi esposo fue convencido por Dios y orillado
por Dios a regresar a su hogar.
Si
tan solo comprendiéramos el poder de una esposa que ora, si pudiéramos creer
que Dios puede hacer todo aquello que nosotros no podemos, estaríamos de
rodillas en todo momento.
Alguna
vez pensé que por más que orara, por más que deseara mi restauración, si mi
esposo por voluntad propia no la deseaba también no sería posible. Me da mucho
gusto poder decirles que por más renuente que fue mi esposo, mis oraciones
lo alcanzaron.
Hoy
me alegra que fuera así porque eso permitió que yo no me lleve ni un poquito de
mérito y que el nombre de Dios sea exaltado y que el poder manifestado por el
sacramento del matrimonio sea glorificado.
Mateo 7, 5: ¡Hipócrita!
Saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás con claridad para sacar la
mota del ojo de tu hermano.
Cuando
mi esposo se fue de casa no podía concebir lo que estaba sucediendo. Yo era
perfecta, sin defecto alguno. ¿Cómo era posible que me abandonara si yo
era buena? Él era tan malo, tan egoísta, tan arrogante, tan cruel, tan… Buscaba
de tal manera una explicación lógica a nuestra ruptura que no me quedó de otra
más que victimizarme escondiéndome detrás de todos los defectos de mi
esposo.
Nuestra
separación era demasiado dolorosa como para auto condenarme por lo
sucedido. La soberbia nos impide reconocer nuestras faltas y nos incita a
señalar siempre las de los demás. Sin embargo, poco a poco Dios me fue
revelando las faltas que cometí dentro de nuestro matrimonio y me mostró
cómo había sido yo quien orilló a mi esposo a irse de casa.
Muy
pronto después de esto, dejé de orar solo por mi esposo y comencé a orar en
plural. Me quedó muy claro que, si Dios iba a restaurar mi matrimonio, iba
que comenzar por mí misma. Mi esposo tenía que regresar para encontrarse
con una nueva y mejorada mujer para que nuestro matrimonio funcionara.
Recuerda
que la mujer sabia edifica su casa y la necia con sus manos la destruye
(Proverbios 14, 1). Mi transformación fue dolorosa, pero entendí que debía
permitir al Señor corregirme, por mi bien y el de nuestro matrimonio. Dejé
de juzgar a mi esposo por sus acciones y dejé en manos de Dios el porvenir.
Esto tuvo un impacto muy fuerte en mi vida espiritual.
Después
de que mi esposo volvió también me di cuenta de que muchas de las historias de
terror que había en mi cabeza no eran reales. Hacerme responsable de mis
propias faltas y poner en manos del Creador las de mi esposo me permitió vivir
en paz y afianzó mi confianza en Él.
No
importaba lo que hiciera o dijera, mi fe estaba puesta en las promesas de Dios
y no en mi esposo.
5. Efesios 6, 12: Porque
nuestra lucha no es contra sangre y carne, sino contra principados, contra
potestades, contra los poderes de este mundo de tinieblas, contra las huestes
espirituales de maldad en las regiones celestiales.
Esta
es la parte más difícil de mi testimonio. Cuando hablo sobre este versículo y
lo que significa, muchas personas dejan de escuchar. Muchos ni siquiera creen
que Satanás exista y que su cometido sea atentar contra todo lo que sea
creación de Dios.
El
matrimonio es la representación perfecta del amor de Cristo. Del matrimonio
cristiano se da la vida a las futuras generaciones, se preparan los futuros
sacerdotes y laicos en la fe. El matrimonio es lo más cercano a la Eucaristía
en donde Cristo se entrega por nosotros. Así mismo, los esposos se entregan el
uno al otro en un amor Divino.
El
matrimonio es sacrificio, entrega, perdón constante. El demonio aborrece este
plan de Dios para la humanidad y va a luchar por destruirlo. Como
cristianos enfrentamos esta realidad, que no es sacada de un cuento de fábulas,
si no de la Palabra de Dios.
No
importan las circunstancias, separados o bajo el mismo techo, el matrimonio no
deja de ser. Entender que mi esposo no era mi enemigo y aceptar quién
realmente lo es me permitió luchar de la manera correcta. Libré una lucha
espiritual, no terrenal.
Detrás
del escenario había fuerzas contrarias a Dios luchando por destruir mi familia,
el regalo más preciado que Dios me concedió. Comprendí que la voluntad de Dios
son familias unidas y felices, pero el demonio aprovechó nuestra debilidad para
atentar contra ella.
Nosotros
-al dejar a Dios fuera de nuestro matrimonio- dimos pleno acceso al enemigo para
que tuviera parte viva en nuestras vidas. Con las rodillas moradas, con mucha
fe y convencida de esto, por medio de una lucha espiritual, Dios tomó el
control y recuperó lo que el enemigo quiso robarnos.
6. Mateo 18, 21-22:
Entonces se le acercó Pedro, y le dijo: Señor, ¿cuántas veces pecará mi hermano
contra mí que yo haya de perdonarlo? ¿Hasta siete veces? Jesús le dijo: No te
digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.
Perdonar
no fue fácil, fue un proceso. Nosotros no podemos perdonar por
nosotros mismos, esto es obra del Espíritu Santo. Cuando hay tantas heridas abiertas
es muy difícil perdonar de corazón, si no pedimos a Dios que actúe en nosotros.
Si nuestro Señor nos lo pide, es porque es posible, mas es necesario pedir a
Dios que sane nuestros corazones para lograrlo.
No
olvido y no deseo hacerlo porque si no entonces, ¿cómo podré dar testimonio del
gran milagro que Dios nos concedió? Lo recuerdo sin dolor para que me sea
posible ayudar a los demás.
Perdonar
me ha permitido voltear hacia atrás y recordar este proceso como la bendita
prueba que vivimos con mucho dolor, pero a la vez como el más grande milagro de
amor y misericordia jamás vivido.
Cuando
mi esposo volvió a casa, no volvimos a tocar el tema, fue como si jamás se
hubiese ido en primer lugar. Se le recibió en casa como al hijo pródigo, sin
reclamos, sin indagar en detalles, sin explicaciones. Hubo fiesta y un
gran gozo por tenerlo de regreso en nuestro hogar y en el cielo.
Hoy
en día pertenecemos a un ministerio de restauración matrimonial, el mismo en
donde yo recibí todo el apoyo necesario durante mi proceso. Brindamos apoyo y
consejo a aquellos que viven hoy lo que nosotros vivimos ayer con la esperanza
de que nuestro testimonio sea instrumento de reconciliación para muchos
matrimonios en crisis. Doy gracias a Dios por su obra en nuestras vidas y por cumplir
cada una de sus promesas para nuestra familia.
Si
tú estás viviendo una situación similar en tu matrimonio, por favor no dudes
que todo el posible para el que cree. Dios pasa por encima de toda
dificultad para cumplir sus promesas. Es necesario buscar la conversión de
corazón y vivir un proceso, pero te prometo que valdrá la pena. Te bendigo y me
despido agradecida por esta oportunidad de compartir contigo un poco de mi
experiencia.
Por
Maricela Reyes
Fuente:
Aleteia