Homilía
de Papa Francisco, Pentecostés 2017
Hoy
concluye el tiempo de Pascua, cincuenta días que, desde la Resurrección de
Jesús hasta Pentecostés, están marcados de una manera especial por la presencia
del Espíritu Santo. Él es, en efecto, el Don pascual por excelencia. Es el
Espíritu creador, que crea siempre cosas nuevas. En las lecturas de hoy se nos
muestran dos novedades: en la primera lectura, el Espíritu hace que los
discípulos sean un pueblo nuevo; en el Evangelio, crea en los discípulos un
corazón nuevo.
Un
pueblo nuevo. En el día de Pentecostés el Espíritu bajó del cielo en forma de
«lenguas, como llamaradas, que se dividían, posándose encima de cada uno de
ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras
lenguas» (Hch 2, 3-4). La Palabra de Dios describe así la acción del
Espíritu, que primero se posa sobre cada uno y luego pone a todos en
comunicación. A cada uno da un don y a todos reúne en unidad.
En
otras palabras, el mismo Espíritu crea la diversidad y la unidad y de
esta manera plasma un pueblo nuevo, variado y unido: la Iglesia universal.
En primer lugar, con imaginación e imprevisibilidad, crea la diversidad; en
todas las épocas en efecto hace que florezcan carismas nuevos y variados. A
continuación, el mismo Espíritu realiza la unidad: junta, reúne, recompone la
armonía: «Reduce por sí mismo a la unidad a quienes son distintos entre sí»
(Cirilo de Alejandría, Comentario al Evangelio de Juan, XI, 11). De tal
manera que se dé la unidad verdadera, aquella según Dios, que no es
uniformidad, sino unidad en la diferencia.
Para
que se realice esto es bueno que nos ayudemos a evitar dos tentaciones frecuentes.
La primera es buscar la diversidad sin unidad. Esto ocurre cuando buscamos
destacarnos, cuando formamos bandos y partidos, cuando nos endurecemos en
nuestros planteamientos excluyentes, cuando nos encerramos en nuestros
particularismos, quizás considerándonos mejores o aquellos que siempre tienen
razón. Son los así llamados «custodios de la verdad».
Entonces
se escoge la parte, no el todo, el pertenecer a esto o a aquello antes que a la
Iglesia; nos convertimos en unos «seguidores» partidistas en lugar de hermanos
y hermanas en el mismo Espíritu; cristianos de «derechas o de izquierdas» antes
que de Jesús; guardianes inflexibles del pasado o vanguardistas del futuro
antes que hijos humildes y agradecidos de la Iglesia. Así se produce una
diversidad sin unidad. En cambio, la tentación contraria es la de buscar la
unidad sin diversidad. Sin embargo, de esta manera la unidad se convierte en
uniformidad, en la obligación de hacer todo juntos y todo igual, pensando todos
de la misma manera. Así la unidad acaba siendo una homologación donde ya no hay
libertad. Pero dice san Pablo, «donde está el Espíritu del Señor, hay libertad»
(2 Co 3, 17).
Nuestra
oración al Espíritu Santo consiste entonces en pedir la gracia de aceptar su unidad,
una mirada que abraza y ama, más allá de las preferencias personales, a su
Iglesia, nuestra Iglesia; de trabajar por la unidad entre todos, de desterrar
las murmuraciones que siembran cizaña y las envidias que envenenan, porque ser
hombres y mujeres de la Iglesia significa ser hombres y mujeres de comunión;
significa también pedir un corazón que sienta la Iglesia, madre nuestra y casa
nuestra: la casa acogedora y abierta, en la que se comparte la alegría
multiforme del Espíritu Santo.
Y
llegamos entonces a la segunda novedad: un corazón nuevo. Jesús
Resucitado, en la primera vez que se aparece a los suyos, dice: «Recibid el
Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados» (Jn 20,
22-23). Jesús no los condena, a pesar de que lo habían abandonado y negado
durante la Pasión, sino que les da el Espíritu de perdón.
El
Espíritu es el primer don del Resucitado y se da en primer lugar para perdonar
los pecados. Este es el comienzo de la Iglesia, este es el aglutinante que nos
mantiene unidos, el cemento que une los ladrillos de la casa: el perdón.
Porque el perdón es el don por excelencia, es el amor más grande, el que
mantiene unidos a pesar de todo, que evita el colapso, que refuerza y
fortalece. El perdón libera el corazón y le permite recomenzar: el perdón da
esperanza, sin perdón no se construye la Iglesia.
El
Espíritu de perdón, que conduce todo a la armonía, nos empuja a rechazar otras
vías: esas precipitadas de quien juzga, las que no tienen salida propia del que
cierra todas las puertas, las de sentido único de quien critica a los demás. El
Espíritu en cambio nos insta a recorrer la vía de doble sentido del perdón
ofrecido y del perdón recibido, de la misericordia divina que se hace amor al
prójimo, de la caridad que «ha de ser en todo momento lo que nos induzca a
obrar o a dejar de obrar, a cambiar las cosas o a dejarlas como están» (Isaac
de Stella, Sermón 31). Pidamos la gracia de que, renovándonos con el
perdón y corrigiéndonos, hagamos que el rostro de nuestra Madre la Iglesia sea
cada vez más hermoso: sólo entonces podremos corregir a los demás en la
caridad.
Pidámoslo
al Espíritu Santo, fuego de amor que arde en la Iglesia y en nosotros, aunque a
menudo lo cubrimos con las cenizas de nuestros pecados: «Ven Espíritu de Dios,
Señor que estás en mi corazón y en el corazón de la Iglesia, tú que conduces a
la Iglesia, moldeándola en la diversidad. Para vivir, te necesitamos como el
agua: desciende una vez más sobre nosotros y enséñanos la unidad, renueva
nuestros corazones y enséñanos a amar como tú nos amas, a perdonar como tú nos
perdonas. Amén».
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Libreria Editrice Vaticana
Fuente:
Zenit