Me dan miedo esas intrigas
que envenenan el corazón y acaban con la mirada positiva sobre la vida
El
otro día alguien comentaba: “El peor pecado es la ingenuidad”. No lo sé muy
bien. No lo tengo claro. Entiendo por ingenuidad una mirada limpia que no busca
segundas intenciones. Un corazón puro que no piensa mal continuamente. Y a
veces se equivoca, porque no ve debajo de la apariencia, y no descubre
intenciones ocultas en declaraciones sencillas.
Tal
vez peco de ingenuo. Lo entiendo. Puede que por mi ingenuidad me deje
engañar o confundir. Pero mi ingenuidad no es el pecado. Es más bien un
don, una gracia. Veo que el pecado es la consecuencia de mis actos cuando
no percibo el engaño y me dejo llevar. O el pecado de los que no ven la
vida con la misma ingenuidad.
Admiro
a los ingenuos. Lo veo como una gracia. Por eso, pudiendo elegir, elijo
pecar de ingenuo. Entiendo que el cielo de Jesús está lleno de almas ingenuas.
Que no percibieron el peligro. Que han caído y han sido tentadas. Tal vez no
fueron capaces de descifrar intenciones ocultas.
Pero
prefiero un mundo así que un mundo en el que abunden la envidia y la intriga.
Ese sí es el peor de los pecados. Porque divide. Porque separa.
Leo
en Santiago 3,16: “Donde existen envidias y espíritu de contienda, allí
hay desconcierto y toda clase de maldad. En cambio la sabiduría que viene de lo
alto es, en primer lugar, pura, además pacífica, complaciente, dócil, llena de
compasión y buenos frutos, imparcial, sin hipocresía”.
Me
atrae ese Espíritu que limpia el alma, purifica las intenciones, acaba con las
envidias. La envidia surge en el corazón que no se ama. En las almas que viven
comparándose, en tensión con el mundo. Peleando. Luchando. Me asusta ser así y
caer en las intrigas. ¡Cuánto mal hacen!
Me
dan miedo esas intrigas que envenenan el corazón y acaban con la mirada
positiva sobre la vida. No quiero la intriga. No quiero la envidia.
Deseo
la ingenuidad del que no juzga ni condena. La ingenuidad del que lo mira todo
con mucha paz, con alegría. Sin entrar a juzgar. Sin caer en la mentira, en el
engaño, en la intriga. Sin hablar mal de los otros. ¡Cuánto me gustan las
personas que nunca critican, que siempre piensan bien, y son positivas! Creo
que es un don del Espíritu que le pido todos los días.
El
Espíritu me enseña que sólo amando vale la pena vivir. No quiero que pase
Pentecostés y me olvide del fuego sobre mi cabeza, en lo más profundo de mi
corazón. Un amor que viene de lo alto y me penetra. Una nueva forma de amar que
tengo que conocer. El viento del Espíritu sopla con fuerza en mi pecho. Noto su
abrazo en mi espalda.
No
quiero que se me escape de mis manos la fuerza de su presencia. No quiero
que se acabe la Pascua de golpe y me olvide de cincuenta días sagrados que Dios
me ha regalado para cambiar de vida. Para aprender a amar de verdad. Me
gusta el fuego de la Pascua. La luz y la esperanza del camino del Espíritu en
su Iglesia.
Reconozco
que me cuesta vivir lo cotidiano. Lo ordinario, lo de siempre. Me
cuesta amar en la sencillez de la vida que se entrega. Allí donde no hay brillo
ni misiones extraordinarias. Donde no sopla el viento huracanado que hace
temblar los cimientos de mi casa. Y sólo sopla una brisa suave que acaricia mis
paredes. Me abruma la cotidianeidad de cada hora, lo común de cada día.
Prefiero
tal vez la fiesta de la Pascua. Lo que sucede en un momento de gloria. Me
atrae el Espíritu que irrumpe con su fuerza en medio de los hombres, en medio
de mi vida. Y no tanto la repetición monótona de un “te quiero”. Me gusta
más la alegría del domingo que la sonrisa de un día de diario.
Me
impresiona el sí primero a la vocación en medio de otro camino, un cambio
radical de vida. Más que la fidelidad constante de un sí, un amor de a pie, de
andar por casa. Quiero a veces encontrar motivos para celebrar en medio mi
vida. Un día de fiesta. Un motivo alegre. Una razón más para entregar la
vida.
Pido
que venga el Espíritu a mi cenáculo y me dé una razón más para la fiesta. Quiero
que sople el Espíritu que todo lo cambia con su fuego. Necesito esa luz,
esa mirada de Dios sobre mi vida, ese amor que se abaja desde lo eterno. Quiero
que me regale un corazón puro, de niño, ingenuo.
Carlos Padilla
Esteban
Fuente:
Aleteia






