La duda
era, para él, un tormento continuo. ¿Cristo es Hijo de Dios? ¿Resucitó? ¿Está
realmente en la Eucaristía? Y Dios, ¿será que existe?
Había una vez
un sacerdote. Pero ese sacerdote dudaba: dudaba de que Cristo fuera el Hijo de
Dios, dudaba de su Resurrección, dudaba de que estuviera realmente presente en
la Eucaristía, dudaba de que a él, sacerdote, pudiese ser conferido el poder de
transformar por las palabras de la consagración el pan y el vino en el Cuerpo y
la Sangre de Cristo. Dudaba hasta de la existencia de Dios.
Esa duda era,
para él, un tormento continuo. A veces, lo invadía por completo; su vida le
parecía un sin sentido y su ministerio una mentira. Otras veces, mitigaba un poco, dejándole el terrible remordimiento de
haber consentido.
Él sabía, es
cierto, que no era ni el primero ni el único en tener dudas. Recordaba que un
maestro de teología había ido, cierto día, a hablar con el obispo de París. El
santo rey Luis de Francia contó esa historia al senescal de Champagne, el señor
de Joinville, que la puso por escrito en su libro. El obispo Guillaume, después
de haber certificado que el maestro en teología luchaba con todas sus fuerzas
contra esas dudas y que no deseaba por nada del mundo abandonarse a ellas, le
dijo:
– Sabes muy
bien, maestro, que el rey de Francia está en guerra con el rey de Inglaterra y
que la plaza fuerte más expuesta y más cercana al frente de la batalla es el
castillo de La Rochelle, en Poitou. Si el rey os hubiese confiado la custodia
de La Rochelle y a mí la del castillo de Montlhéry, bien en paz en el corazón
de Francia, ¿a cuál de nosotros dos, al final de la guerra, debería dar más
reconocimiento por haber cuidado su castillo?
– A mí, que
hubiera defendido La Rochelle.
– Pues Dios –
concluyó el obispo – te agradece mucho más a ti que le permanezcas fiel que a
mí, que fui ahorrado de toda duda. Vuestro corazón es La Rochelle, y el mío
Montlhéry.
El sacerdote
pensaba con frecuencia en ese ejemplo, pero no le daba mucho consuelo. También
luchaba contra la duda; también él no habría, por nada del mundo, cedido a la
incredulidad. Pero podía hundirse en cualquier momento. Podía perder La
Rochelle. ¿Y qué reconocimiento esperar, para qué seguir luchando, si ya no
creía en la existencia del “rey de Francia”?
Su mayor
sufrimiento era celebrar la misa todos los días. Se sentía indigno. Sabía que quien come la Carne de Cristo y bebe la
Sangre indignamente come y bebe su propia condenación (cfr. 1Co 11, 27). Y él,
que consagraba el pan y el vino, que preparaba el Cuerpo y la Sangre de Cristo
antes de comerlo y beberla, antes de distribuirlos a sus hermanos, en qué
condenación no incurría.
¿Y si la duda
fuera fundada? ¿Para qué entonces esa mascarada, esa payasada día tras día? En
ese caso, indigno no sería el sacerdote, sino el hombre, que se engañaba a sí
mismo y engañaba a los demás, que predicaba aquello que sabía que era falso,
que prometía una salvación ilusoria, que consentía en vivir rodeado de respeto
que se prestaba a un estado que él mismo ya no respetaba.
Una mañana, en
la víspera, y en la antevíspera, y el día anterior, como todas las mañanas,
subía angustiado los escalones del altar. Las únicas palabras de toda la misa
que le salían del fondo del corazón, las únicas que podía pronunciar sin mentir
– así le parecía -, acababa de decirlas; eran los versículos del salmo que el
oficiante reza antes de subir al altar, para prepararse para el oficio divino:
“¿Por qué me
rechazaste, Dios mío, y por qué estoy triste bajo la opresión del enemigo…?
¿Por qué estás triste, oh alma mía? ¿Y por qué me inquietas?”
Pero le parecía
estar mintiendo ya al final de esas oraciones: “Subiré al altar de Dios, del
Dios que alegra mi juventud”. Y, al hacer sobre sí mismo la señal de la cruz,
no creía en lo que el ayudante proclamaba: “Nuestra salvación está en el nombre
del Señor…”.
Ese día, a
medida que la misa avanzaba, más se convencía a cada instante de que ya no era
habitado por la duda, sino por la certeza de no creer más. Sin embargo, esa
certeza no le traía ninguna paz; por el contrario, lo desgarraba, haciéndolo
sufrir como por un amor traicionado. Ahora, tenía que pronunciar las vanas
palabras de la consagración sobre ese pan y ese vino, que después de eso – tuvo
la certeza – seguirían siendo pan y vino nada más:
“Accipite et
manducate ex eo omnes: hoc est enim Corpus meum – Tomad y comed todos de Él;
este es mi Cuerpo“.
Y elevó la
hostia para presentarla a la adoración de los fieles, fijando los ojos con
angustia en ese círculo de harina blanca y dura.
Sonaron los
tres toques de la campana, seguidos de su repique. Los asistentes bajaron la
cabeza. Como prevé la liturgia, adoró la hostia con una genuflexión y se
preparó para ponerla en la patena y tomar el cáliz cuando se dio cuenta de
repente que ésta sangraba. Sangraba de verdad. Era sangre lo que
corría sobre el mantel del altar; había sangre en sus dedos, los sentía
húmedos. Se le salieron las lágrimas, la voz lo embargaba. Sin embargo, logró
de alguna forma llegar hasta el final de la misa, sostenido por esa Presencia
más segura que todos los objetos que lo rodeaban.
Como había
hecho antes el maestro parisino, fue hablar con el obispo. Le confesó todo. La
hostia que sangraba lo había liberado de la duda, pero sólo para sumergirlo en
una angustia aún mayor a causa de su pecado. Aquella señal del Cielo marcaba su
condenación, abatía la imprudencia sacrílega del sacerdote que había profanado
en pensamiento el Cuerpo del Señor, que había osado consagrar las especies
sacramentales y arrodillarse frente a la hostia sin reconocer en ella más que
un pedazo de pan.
El obispo lo
reconfortó. El Señor deseaba mucho su salvación que llegó al punto de
favorecerlo con una señal milagrosa para sacarlo de la duda.
– Pero – objetó
el sacerdote – Cristo resucitado dijo a Santo Tomás: “Ahora crees, porque me
has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!” (Jn 20, 29). No estuve a la
altura de esa felicidad, de esa bendición. Tuve que ver para creer.
– Es verdad –
respondió el obispo. Pero ¿cuál es la fe que no da lugar a dudas? No dudar no
es creer: es saber, como quien vio.
– ¡Pero una
duda como la mía, una debilidad tan grande!…
– ¿Y quién
tiene fuerza para creer? Nosotros sólo podemos esperar fielmente, en la duda,
que nos sea dada esa fuerza. ¿No fue eso que hiciste? ¿No piensas que es
necesario mucho amor para, sumergido en la duda, ofrecerse a la fe incluso
antes de creer? Para eso es necesario el amor más violento y más ansioso, como
el amor que se siente por un niño enfermo; conoces bien ese papá que ha oído de
la boca de Cristo que la fe era necesaria para la curación de su hijo y que
exclamó…
Y el obispo se
interrumpió para dejar que el sacerdote citara por sí mismo el Evangelio de San
Marcos (Mc 9, 24), volviendo suyo ese grito de un padre angustiado:
– “¡Creo, ayúdame
porque tengo poca fe!”
Relato
compartido por el blog Escritos Católicos
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