Discurso del Papa en el
Congreso Mundial
“¿Qué
hacemos para que estos niños nos puedan mirar sonriendo y conserven una mirada
limpia, llena de confianza y de esperanza?”, ha preguntado el papa Francisco ayer
mañana.
A
las 12:15 horas de ayer, en la Sala Clementina del Palacio Apostólico Vaticano,
el Santo Padre ha recibido en audiencia a los participantes del primer congreso
“La dignidad del niño en el mundo digital”, promovida y organizada por Centro
de Protección Infantil de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, del 3
al 6 de octubre de 2017.
En
este encuentro, se le ha entregado al Papa el documento final del Congreso, la
“Declaración de Roma”, que ha leído en inglés la joven irlandesa de 16 años
Muireann O’Carroll, en nombre de los menores en el mundo.
Discurso del Papa
Señores
Cardenales,
Señor Presidente del Senado, Señora Ministra,
Señores Obispos, Rector Magnífico,
Señores Embajadores, distinguidas Autoridades, Profesores,
Señor Presidente del Senado, Señora Ministra,
Señores Obispos, Rector Magnífico,
Señores Embajadores, distinguidas Autoridades, Profesores,
Señoras
y Señores
Quiero
agradecer al Rector de la Universidad Gregoriana, P. Nuno da Silva Gonçalves, y
a la representante de los jóvenes por sus corteses e interesantes palabras de
introducción a nuestro encuentro. Les doy las gracias a todos por su presencia
aquí esta mañana, por haberme comunicado los resultados de vuestro trabajo y
vuestro compromiso de afrontar juntos, por el bien de los niños de todo el
mundo, un nuevo y grave problema, característico de nuestro tiempo. Un problema
que no había sido todavía estudiado y discutido colegialmente, con la
aportación de tantas personas especializadas y figuras con responsabilidades
diferentes, como lo habéis hecho en estos días: el problema de la protección
eficaz de la dignidad de los menores en el mundo digital.
El
reconocimiento y la defensa de la dignidad de la persona humana es el principio
y el fundamento de todo orden social y político legítimo, y la Iglesia ha
reconocido la Declaración Universal de los Derechos del Hombre (1948) como «una
piedra miliar en el camino del progreso moral de la humanidad» (cf. Discursos
de Juan Pablo II en la ONU, 1979 y 1995). En la misma línea, conscientes de que
los niños son los primeros que han de recibir atención y protección, la Santa
Sede saludó positivamente la Declaración de los Derechos del Niño (1959) y se
adhirió a la correspondiente Convención (1990) y a los dos Protocolos
facultativos (2001). La dignidad y los derechos de los niños deben ser
protegidos por los ordenamientos jurídicos como bienes extremadamente valiosos
para toda la familia humana (cf. Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia,
nn. 244-245).
Sobre
estos principios estamos por lo tanto plena y firmemente de acuerdo y sobre la
base de ellos debemos trabajar también de modo concorde. Tenemos que hacerlo
con determinación y con verdadera pasión, mirando con ternura a todos los niños
que vienen al mundo, cada día y en todas partes, y que tienen necesidad sobre
todo de respeto, pero también de cuidado y afecto para crecer en toda la maravillosa
riqueza de sus potencialidades.
La
Escritura nos habla de la persona humana creada por Dios a imagen suya. ¿Qué
otra afirmación más rotunda se puede hacer sobre su dignidad? El Evangelio nos
habla del afecto con el que Jesús acogía a los niños, tomándolos en sus brazos
y bendiciéndolos (cf. Mc 10,16), porque «de los que son como ellos es el reino
de los cielos» (Mt 19,14). Y las palabras más fuertes de Jesús son precisamente
para el que escandaliza a los más pequeños: «Más le valdría que le colgasen una
piedra de molino al cuello y lo arrojasen al fondo del mar» (Mt 18,6).
Por
lo tanto, debemos dedicarnos a proteger la dignidad de los niños con ternura
pero también con gran determinación, luchando con todas las fuerzas contra esa
cultura de descarte que hoy se manifiesta de muchas maneras en detrimento sobre
todo de los más débiles y vulnerables, como son precisamente los menores.
Vivimos
en un mundo nuevo, que cuando éramos jóvenes ni siquiera podíamos imaginar. Lo
definimos con dos palabras sencillas: «mundo digital ― digital world»; es el
fruto de un esfuerzo extraordinario de la ciencia y la técnica, que en unas
pocas décadas ha transformado nuestro ambiente de vida y nuestra forma de
comunicarnos y de vivir, y está transformando en cierto sentido nuestro propio
modo de pensar y de ser, influyendo profundamente en la percepción que tenemos
de nuestras posibilidades y nuestra identidad.
Por
un lado estamos como admirados y fascinados por el maravilloso potencial que
nos abren, por otra parte, sentimos temor y tal vez miedo, cuando vemos lo
rápido que avanza este desarrollo, los problemas nuevos e imprevistos que nos
plantea, las consecuencias negativas –casi nunca queridas y sin embargo reales–
que trae consigo. Con razón nos preguntamos si somos capaces de conducir los
procesos que nosotros mismos hemos puesto en marcha, si no se nos estarán yendo
de las manos, si estamos haciendo lo suficiente para tenerlos bajo control.
Esta
es la gran cuestión existencial de la humanidad de hoy frente a los diversos
aspectos de la crisis global, que es al mismo tiempo ambiental, social,
económica, política, moral y espiritual.
Os
habéis reunido, representantes de diversas disciplinas científicas, de
diferentes áreas de trabajo en las comunicaciones digitales, en el derecho y en
la política, justamente porque sois conscientes de la importancia de estos
desafíos relacionados con el progreso científico y técnico, y con visión de
largo alcance habéis concentrado vuestra atención sobre ese reto, que es
probablemente el más importante de todos para el futuro de la familia humana:
la protección de la dignidad de los jóvenes, de su crecimiento saludable, de su
alegría y de su esperanza.
Sabemos
que hoy en día, los niños representan más de la cuarta parte de los más de tres
mil millones de usuarios de Internet, lo que significa que más de 800 millones
de niños navegan por la red. Sabemos que tan sólo en India, en los próximos dos
años, más de 500 millones de personas tendrán acceso a la red, y la mitad de
ellos serán menores. ¿Qué es lo que se encuentran en la red? ¿Y cómo son
considerados por quienes, de tantas maneras, tienen poder sobre la red?
Debemos
tener los ojos abiertos y no ocultar una verdad que es desagradable y que no
quisiéramos ver. Por otra parte, ¿no hemos entendido demasiado bien en estos
años que ocultar la realidad del abuso sexual es un gravísimo error y fuente de
tantos males? Entonces, miremos la realidad tal y como la habéis visto en estos
días. En la red se están propagando fenómenos extremadamente peligrosos: la
difusión de imágenes pornográficas cada vez más extremas porque con la adicción
se eleva el umbral de la estimulación; el creciente fenómeno del sexting entre
chicos y chicas que utilizan las redes sociales; la intimidación que se da cada
vez más en la red y representa una auténtica violencia moral y física contra la
dignidad de los demás jóvenes; la sextortion; la captación a través de la red
de menores con fines sexuales es ya un hecho del que hablan continuamente las
noticias; hasta llegar a los crímenes más graves y estremecedores de la
organización online del tráfico de personas, la prostitución, incluso de la
preparación y la visión en directo de violaciones y violencia contra menores
cometidos en otras partes del mundo.
Por
lo tanto, la red tiene su lado oscuro y regiones oscuras (la dark net) donde el
mal consigue actuar y expandirse de manera siempre nueva y cada vez con más
eficacia, extensión y capilaridad. La antigua difusión de la pornografía a
través de medios impresos era un fenómeno de pequeñas dimensiones comparado con
lo que está sucediendo hoy en día, de una manera cada vez más creciente y
rápida, a través de la red. De todo esto habéis hablado claramente, de manera
documentada y en profundidad, por eso os damos las gracias.
Ante
todo esto ciertamente nos quedamos horrorizados. Pero lamentablemente estamos
también desorientados. Como bien sabéis y así nos enseñáis, la característica
de la red es su carácter global, que cubre todo el planeta superando todas las
fronteras, siendo cada vez más capilar, alcanzando en cualquier parte todo tipo
de usuarios, incluidos los niños, a través de dispositivos móviles cada vez más
ágiles y fáciles de manejar. Por eso ahora nadie en el mundo, ninguna autoridad
nacional por su cuenta se siente capaz de abarcar adecuadamente y de controlar
las dimensiones y la evolución de estos fenómenos, que se entrelazan y se
conectan con otros problemas dramáticos relacionados con la red, como el
tráfico ilegal, el crimen económico y financiero, el terrorismo internacional.
Incluso desde un punto de vista educativo nos sentimos desorientados, ya que la
velocidad del desarrollo deja «fuera de juego» a las generaciones de más edad,
haciendo que sea muy difícil o casi imposible el diálogo entre las generaciones
y la transmisión equilibrada de las normas y de la sabiduría de vida adquirida
con la experiencia de los años.
Pero
no debemos dejarnos dominar por el miedo, que es siempre un mal consejero. Y
mucho menos dejar que nos paralice el sentimiento de impotencia que nos oprime
frente a la dificultad de la tarea. Estamos llamados en cambio a movilizarnos
juntos, sabiendo que nos necesitamos mutuamente para buscar y encontrar el
camino y las actitudes adecuadas que ayuden a dar respuestas eficaces. Debemos
confiar en que «es posible volver a ampliar la mirada, y la libertad humana es
capaz de limitar la técnica, orientarla y colocarla al servicio de otro tipo de
progreso más sano, más humano, más social, más integral» (Enc. Laudato si’,
112).
Para
que esta movilización sea eficaz, os invito a contrastar con decisión algunos
posibles errores de perspectiva. Me limito a señalar tres.
El
primero es el de subestimar el daño que los fenómenos antes mencionados hacen a
los menores. La dificultad para resolverlos puede hacernos caer en la tentación
de decir: «En el fondo, la situación no es tan grave …». Pero los avances en la
neurobiología, la psicología, la psiquiatría, nos llevan a destacar el profundo
impacto que las imágenes violentas y sexuales tienen en las dúctiles mentes de
los niños, a reconocer los trastornos psicológicos que se manifiestan en el
crecimiento, las situaciones y comportamientos adictivos, de auténtica
esclavitud resultantes del abuso en el consumo de imágenes provocativas o
violentas. Son trastornos que repercutirán fuertemente durante toda la vida de
los niños actuales.
Y
aquí permítaseme hacer una observación. Con razón se insiste en la gravedad de
estos problemas para los menores, pero como consecuencia se puede subestimar o
tratar de hacer olvidar que también se dan problemas en los adultos y que,
aunque para los ordenamientos jurídicos se necesita un límite que distinga
entre el menor y el mayor de edad, eso no es suficiente para afrontar los
desafíos, porque la difusión de una pornografía cada vez más extrema y otros
usos impropios de la red no sólo causan trastornos, adicciones y daños graves
incluso entre los adultos, sino que afecta también a la representación
simbólica del amor y a las relaciones entre los sexos. Y sería un grave engaño
pensar que una sociedad en la que el consumo anómalo de sexo en la red se
extiende entre los adultos será capaz de proteger eficazmente a los menores.
El
segundo error es el de pensar que las soluciones técnicas automáticas, los
filtros construidos en base a algoritmos cada vez más sofisticados para
identificar y bloquear la difusión de imágenes abusivas y dañinas, son
suficientes para hacer frente a los problemas. Ciertamente estas son medidas
necesarias. Sin duda, las empresas que proporcionan a millones de personas redes
sociales y dispositivos informáticos cada vez más potentes, capilares y veloces
han de invertir en ello una parte proporcionalmente grande de sus numerosos
ingresos. Pero también es necesario que, dentro de la dinámica misma del
desarrollo técnico, sus actores y protagonistas perciban con mayor urgencia, en
toda su amplitud y en sus diversas implicaciones, la fuerza de la exigencia
ética.
Y
es aquí donde nos encontramos con el tercer posible error de perspectiva, que
consiste en una visión ideológica y mítica de la red como un reino de libertad
sin límites. Precisamente entre vosotros hay también representantes de quienes
tienen que elaborar las leyes y de aquellos que han de hacerla cumplir para
garantizar y proteger el bien común y el de las personas. La red ha abierto un
espacio nuevo y de gran alcance para la libre expresión y el intercambio de
ideas e información. Y es ciertamente un bien, pero, como vemos, también ha
ofrecido nuevos instrumentos para actividades ilícitas horribles y, en el
ámbito que nos ocupa, para el abuso y el daño a la dignidad de los menores,
para la corrupción de sus mentes y la violencia a sus cuerpos. Aquí no se trata
de ejercicio de la libertad, sino de crímenes, contra los cuales debemos
proceder con inteligencia y determinación, ampliando la cooperación entre los
gobiernos y las fuerzas del orden a nivel global, en la misma medida en que la
red se ha hecho global.
De
todo esto habéis hablado entre vosotros, y en la «Declaración» que poco antes
me habéis presentado habéis indicado algunas de las direcciones en las que hay
que promover la cooperación concreta entre todos los que están llamados a
comprometerse para afrontar el gran reto de la defensa de la dignidad de los
menores en el mundo digital. Apoyo con gran determinación y firmeza el
compromiso que habéis asumido.
Se
trata de despertar la conciencia sobre la gravedad de los problemas, de hacer
leyes apropiadas, de controlar el desarrollo de la tecnología, de identificar a
las víctimas y perseguir a los culpables de crímenes, de ayudar en su
rehabilitación a los menores afectados, de colaborar con los educadores y las
familias para que cumplan con su misión, de educar con creatividad a los
jóvenes para que usen adecuadamente Internet –y sea saludable para ellos y para
los demás menores–, de desarrollar la sensibilidad y la formación moral, de
continuar con la investigación científica en todos los campos relacionados con
este desafío.
Con
razón expresáis el deseo de que también los líderes religiosos y las
comunidades de creyentes participen en este esfuerzo común, aportando toda su
experiencia, su autoridad y su capacidad educativa y de formación moral y
espiritual. En efecto, sólo la luz y la fuerza que vienen de Dios nos pueden
ayudar a afrontar los nuevos desafíos. Por cuanto respecta a la Iglesia
Católica, quiero asegurar su disponibilidad y compromiso. Como todos sabemos,
la Iglesia Católica en los últimos años se ha hecho cada vez más consciente de
no haber hecho lo suficiente en su interior para la protección de los menores:
han salido a la luz hechos gravísimos de los que hemos tenido que reconocer
nuestra responsabilidad ante Dios, ante las víctimas y ante la opinión pública.
Precisamente
por eso, por las dramáticas experiencias vividas y los conocimientos adquiridos
en el compromiso de conversión y purificación, la Iglesia siente hoy un deber
especialmente grave de comprometerse, de manera cada vez más profunda y con
visión de futuro, en la protección de los menores y de su dignidad, tanto
dentro de ella como en toda la sociedad y en todo el mundo; y esto no lo
realiza ella sola –porque sería evidentemente insuficiente– sino ofreciendo su
colaboración activa y cordial a todas las fuerzas y miembros de la sociedad que
desean comprometerse en la misma dirección. En este sentido, se adhiere al
objetivo de «poner fin al maltrato, la explotación, la trata y todas las formas
de violencia y tortura contra los niños», establecido por el Programa de las
Naciones Unidas para el Desarrollo Sostenible 2030 (Objetivo 16.2).
En
muchas ocasiones y en tantos países diferentes, mi mirada se ha cruzado con la
de los niños, pobres y ricos, sanos y enfermos, los que están alegres y los que
sufren. Sentirse mirado por los ojos de los niños es una experiencia que todos
conocemos y que nos toca en lo más hondo del corazón, y que también nos obliga
a un examen de conciencia. ¿Qué hacemos para que estos niños nos puedan mirar
sonriendo y conserven una mirada limpia, llena de confianza y de esperanza?
¿Qué hacemos para que no se les robe esta luz, para que esos ojos no sean
perturbados y corrompidos por lo que encontrarán en la red, que será parte
integral e importantísima de su ambiente de vida?
Trabajemos
por tanto todos juntos para tener siempre el derecho, el valor y la alegría de
mirar a los ojos de los niños de todo el mundo.
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DIE ALCOLEA
Fuente:
Zenit