Decir sí a los planes de Dios me salva de la
angustia en el presente y en el futuro
Creo que el sí es la palabra más bella que
puedo pronunciar con mis labios.
El sí de María en la anunciación del Ángel cambió la historia de los hombres.
Un simple sí dicho desde la experiencia de la propia pequeñez. Un sí audaz y
valiente.
Tal vez mi felicidad consista en ser capaz
de decirle sí a Dios cuando me invite a seguir sus pasos. Sí a estar con Él. Sí
a mi vida tal y como es hoy, en este mismo momento. Sí al peso de la cruz que
cargo y a la renuncia que me exigen mis pasos. Sí a mis talentos. Sí a mis
defectos. Sí a las personas con las que comparto el camino.
Tengo claro que hay muchos síes en medio de
mi vida que me cuesta dar. Siempre de nuevo vuelvo a ellos, para no olvidarme,
para no dejarme llevar por las prisas, por los vientos. Vuelvo a poner mi mano
sobre el madero de la cruz. Mi mano firme. Y con voz pausada digo que sí.
Y de repente lo veo de nuevo, mi sí cambia
el mundo. No sé cómo sucede pero lo cambia. Mi sí construye la vida.
Cambia mi propia vida. Es curioso. Cambia mi forma de
vivir, de esperar, de soñar, de mirar. Y al cambiar mi vida cambia también la
de otras personas. Mi sí afirma mi corazón en terreno seguro y afirma el
corazón de otros.
Pero a veces siento una resistencia dentro
de mí a decir que sí. Dudo, me da miedo, me asusta. Es como si dudara de las
capacidades de Dios para conducir mi vida.
Si Él es Padre, si Él me quiere, ¿por qué
tengo miedo? ¿Por qué no me entrego por entero y me abandono? Trato de retener
las riendas en mis manos. Para que la vida no vaya por cualquier lado.
Me da miedo. No sé si decirle sí a los
planes de Dios para mi vida. ¿Y si no me gustan? ¿Y si pierdo demasiado al
confiar de forma inocente? ¿Y si Él que conduce mi vida no sabe tan bien como
yo lo que me conviene?
Entonces me doy cuenta. Vivo tantas veces
inquieto y con angustias. Angustiado por lo que puede venir. No tengo
seguridad. Me siento frágil en medio de un mundo lleno de violencia y de odio.
Dudo de mi capacidad para ser fiel al sí
dado hace tiempo. Dudo de mi amor que tantas veces es inmaduro. Dudo de mi
fuerza de voluntad para levantarme de nuevo cada mañana y empezar un nuevo día.
Dudo de mis afectos desordenados. Dudo de
mi honestidad para ser fiel a mis valores y principios y no dejarme llevar por
lo que el mundo piensa.
Dudo de mi valentía para levantarme de
nuevo después de una caída. Dudo
de tantas cosas que suceden a mi alrededor y me hacen temer por mi vida. Dudo
porque no sé si seré capaz de hacer lo que me piden. Dudo y me angustio.
Y busco en el mundo, entre los hombres, la
seguridad que necesito. Y no lo logro. Me siento inseguro. Pero yo insisto una
y otra vez. Y choco con la misma piedra que me impide el paso. Y no lo logro. Quiero
una seguridad para caminar tranquilo. Pero no la obtengo.
Decía el P. Kentenich: No
pretendamos tener la seguridad de una mesa sino aquella del péndulo. Aquí en la
tierra no hay seguridad alguna que pueda serenarnos. Sólo hay un péndulo que
oscila en el aire. La solución de todos los problemas reside en la vinculación
íntima, sencilla y filial al Padre. Si no os hacéis como los niños, no podréis
entrar en el reino de los cielos [1].
No hay en la tierra una seguridad que pueda
serenarme. Esta afirmación me da paz. Entonces cobra más fuerza mi sí filial.
Es un sí sólido y profundo que repito cada mañana, cada noche.
Quiero ser capaz de darle el sí a los
miedos que me amargan. A los temores que me angustian. Sí a lo que pueda pasar.
Sí a lo que temo con nombre y apellidos. Sí a lo peor que pueda suceder. Sí de
antemano. Si ocurre ya no será tan duro, porque el sí ya se lo habré dado
antes.
Ese sí me salva en el presente, porque me
permite vivir con paz. Y me salva en el futuro, si es que llega a suceder lo
que temo ahora. Es
la santa indiferencia que viven los santos.
Jesús me invita a seguirlo hasta la cruz,
cargando con mi cruz. Y yo le digo que sí. Se lo digo con fuerza, desde dentro,
desde lo hondo. Una fuerza interior mueve mi corazón.
Quiero pensar en todas mis angustias. En
todas las cosas a las que me cuesta decir que sí. Se lo digo de rodillas. Como
ese hijo que dice que sí con su vida. No sólo de palabra. Quiero que mi sí se
haga carne. En obras, en gestos.
¡Cuántas veces le he dicho que sí a Dios
con los labios pero luego veía mi corazón anclado al mundo, oscilando de un
lado a otro, mecido por las olas! ¿Cómo es mi sí a Dios y a mi vida como Él
la quiere hoy?
[1] J. Kentenich, Niños
ante Dios
Carlos
Padilla Esteban
Fuente: Aleteia