Que en la
oración hay poder es algo que todos sabemos
Como anhela la cierva estar junto al arroyo, así mi alma desea, Señor, estar contigo. Sediento estoy de Dios, del Dios de vida; ¿cuándo iré a contemplar el rostro del Señor? Salmos 42, 1-2
Que en la
oración hay poder es algo que todos sabemos. Muchos de nosotros hemos
experimentado o, al menos escuchado, que cuando oramos suceden cosas
maravillosas, las cuales nos hacen sorprendernos y nos ayudan a creer y sentir
que existe un Dios velando por nosotros.
Todo eso es
verdad. Sin embargo, muchas personas conciben a la oración como un poder al que
de manera subconsciente consideran “mágico”. O simplemente tienen una visión
supersticiosa respecto de la oración. Pero Dios no es una lámpara de Aladino ni
la oración es la manera de frotarla.
Lo que las
Escrituras nos revelan sobre la oración es que ésta es la forma de comunicarnos
con Dios, el Dios vivo, nuestro Creador, nuestro Padre que está en el cielo y
quien está deseoso de escucharnos y hablarnos para conducirnos por un camino
seguro, lleno de bendición, exitoso, feliz, abundante, sobrenatural.
La oración es un acto sobrenatural, sí, porque a través del espíritu que Dios puso en nosotros podemos unirnos Él, que es Espíritu. Cuando venimos ante nuestro Padre, Él nos habla y nos responde de maneras inesperadas, y nos muestra su presencia, su cuidado, su amor, su misericordia con respuestas acertadas; la mayoría, además de satisfactorias son sorprendentes.
Jesús nos dio
el ejemplo perfecto de lo que es la oración cuando pronunció: “Padre nuestro
que estás en los cielos…”. Dijo “oren así, de este modo…”. Porque Él sabía que
la única fuente de poder verdadero se encuentra en Dios, el Padre, y Cristo lo
reveló con obras y con palabras cuando estuvo entre nosotros.
La reverencia
en la oración es indispensable cuando venimos ante el trono de gracia buscando
algo, ya sea sólo estar en la presencia de Dios, consuelo, un favor, sabiduría,
o un milagro… La oración no es un espacio de peticiones o complacencias nada
más, sino un momento único, irrepetible, en el que nos conectamos a lo eterno,
a la fuente de sanidad, al agua viva, al lugar donde se encuentran todas las
respuestas.
Alabar a Dios,
primeramente, luego agradecerle por todas sus dádivas, derramar nuestro corazón,
abrir nuestra alma delante de Él, exponer nuestros sentimientos, deseos,
angustias, necesidades, dolores, alegrías, confesar nuestro pecado para recibir
el perdón, y finalmente encomendar al Padre todo aquello que nos hace falta
para que Él lo supla, es lo que significa orar.
Cuando oramos,
no podemos condicionar a Dios “por favor, Señor, haz esto y hazlo pronto”. Su
tiempo es el tiempo correcto, no el que nos apremia. Saber esperar es parte de
la confianza que manifestamos a Él. La manera en que nos acercamos y pedimos
puede ser soberbia o humilde. Una actitud de respeto y sometimiento demostrarán
nuestra reverencia ante su soberanía.
Cuando oramos
de manera constante y no sólo cuando necesitamos algo, manifestamos tres cosas:
humildad (dependencia de Dios… “te necesito, Señor, no puedo yo solo,
ayúdame”); fe (confianza en Él más que en otras cosas); y amor (“porque te amo
vengo a ti, y no sólo porque sé que me darás lo que pida”).
La oración es
un acto de gozo tanto para nosotros como para nuestro Dios, un encuentro
glorioso entre el cielo y la tierra. Cuando oramos abrimos cauces al poder
divino para derramarse sobre la humanidad, a través del único camino que es
Jesucristo, y con la ayuda del Espíritu Santo.
Por: Maleni Grider
Fuente: ACC (www.agenciacatolica.org)