A veces
me olvido de lo más importante, de ser hijo
Me gusta mirar a María y
descansar en Ella. Poner mi corazón en el suyo y
saber que estoy llamado a ser santo en sus manos.
Recuerdo unas palabras de un
amigo: “Santidad
significa saberse amado por Dios y pertenecerle a Él por completo. En el día a día miramos siempre hacia Él. Santidad significa
elegir aquello que me permite crecer hacia una mayor madurez y ser testimonio
eficaz en el mundo. En
su cercanía uno es mejor persona. Nuestra santidad tiene un nombre: María. La fuerte y digna, sencilla y bondadosa
que reparte amor, paz y alegría. Esta santidad nos conduce a la abundancia de
la vida y a la libertad de los hijos de Dios. El camino con María es una
pedagogía eficaz de la santidad que queremos hacer visible en el mundo”.
Una santidad con un nombre:
María. Me parece bonito verlo así. Así como san Pablo anunció toda su vida el
misterio de Jesús, hay personas que quieren ser anunciadores del misterio de
María.
Quisiera ser más niño. Me
gustaría estar más en sus manos. Confiar más en Ella. Dejar todos mis miedos y
preocupaciones. Muchas veces no lo consigo y quiero llevar el timón de mi vida.
María me mira, vuelve su
mirada hacia mí para que no me olvide, para que no deje de ser niño. A veces me olvido de lo más importante,
de ser hijo. Un hijo dócil en manos de su padre.
¿Cómo puedo aprender a ser hijo? Decía el padre José Kentenich: “Puedo explicar teóricamente el concepto,
puedo preocuparme de que tengan vivencias supletorias. Pero es un proceso
largo. Puedo llegar a posibilitar que la persona intuya con relativa claridad
lo que quiere decir: hijo, padre, pero eso no se logra escuchando una
conferencia sobre la paternidad y lo que significa ser hijo”.
Sólo las vivencias de filialidad son las que nos permiten ser
hijos. Las experiencias en las que me confronto
con mi pobreza y alzo las manos a Diospara que me acoja y
abrace.
Decía el Padre Kentenich: “Falta
un fuerte sentir de niño; el niño clama por su padre, no puede existir sin el
Dios Padre personal. ¿Cómo se origina esa carencia en nosotros? No sólo nos falta sentido para la ternura
sino también generosidad.
El hijo no mide las cosas minuciosamente, no pregunta qué debe hacer. San
Francisco de Sales marcó el rumbo cuando dijo que en la nave real de Dios no
hay galeotes, sino sólo remeros voluntarios. El esclavo sólo rema mientras el
capataz empuña su látigo. El hijo en cambio trabaja porque puede trabajar. El
hijo hace las alegrías de su padre, se porta bien porque sabe que así lo desea
su progenitor. He aquí la actitud generosa, la de los santos, la del verdadero
y genuino hijo de Dios”.
Me gusta ese espíritu
generoso y desprendido. La vida
en Dios no consiste en hacer grandes sacrificios rituales, en
ofrecer ritos y gestos que quieren expresar nuestro amor. Va más allá. Se concreta el amor que profesamos en
gestos generosos.
El hijo nunca mide, no
calcula. Da sin esperar recompensa. Lo da todo. No se siente ofendido si nadie
le agradece por dar la vida. Si su entrega no es valorada por los demás.
El niño, el hijo, se alegra de servir, de dar, de estar cerca de
su padre. No para recibir la recompensa
merecida. Sino para tocar su ternura y acariciar su presencia.
Ese espíritu de hijo es el
que quisiera tener en mi camino. Pero me falta y me siento pobre. Me siento
adulto, como si ya no fuera ese niño confiado e
inocente que mira su vida con pureza de corazón.
Fuente: Carlos Padilla/Aleteia