¡Qué sano preguntar antes de
hablar de más, antes de sentirme ofendido!
A veces me parece que no formulo bien las
preguntas y por eso no me entienden. No saben lo que pretendo decir y me
contestan lo que no quiero oír. O su repuesta va por un lado distinto al que yo
había imaginado.
El otro día
un niño respondió mal a un problema planteado por el profesor. La pregunta
rezaba: «Escribe
con dígitos los números siguientes». Aparecía una lista de números
escritos con letra. El niño al contestar colocó al lado de cada número el
número siguiente: Treinta (31).
El profesor
lo que quería es que pusiera en dígitos el número que aparecía escrito en
letras. Por eso entendió que estaba mal la respuesta y le dio cero puntos. En
realidad el niño había interpretado mal la pregunta. El número siguiente
significaba para él lo que él escribió.
La falta de
entendimiento supuso un suspenso y la frustración del niño. Todo por haber
formulado la pregunta de tal manera que puede ser interpretada de formas
diferentes.
A veces me
pasa a mí lo mismo. Hago una pregunta y creo que todos deben entenderme. Digo
algo y pienso que sólo hay una interpretación posible de mis palabras. Pero me
equivoco. No siempre mis palabras son bien entendidas. Leen entre líneas.
Interpretan mis afirmaciones. No siempre está tan claro lo que digo.
En una
ocasión un marido me contó algo que le pasó en su matrimonio. Estando con su
mujer en los primeros años de casados ella le confesó conmovida: Nunca
he querido a nadie más que a ti.
El marido
guardó silencio un momento largo pensando. No quería equivocarse en la
respuesta. No sabía bien a qué se refería ella. Estaba claro que antes de su
mujer había tenido otras novias. Podía decirle que la quería mucho, pero no que
no hubiera amado a nadie más en su vida antes que a ella.
Pero antes
de responder preguntó. A lo mejor la estaba entendiendo mal. Buscó aclararlo.
Efectivamente, su mujer no quería decir que nunca antes hubiera habido otra
persona en su vida. El más de su afirmación se
refería a la intensidad de su amor hacia él. Nunca antes había amado con tanta
intensidad. Nunca había querido con esa hondura, de esa forma tan pura y
verdadera.
Ella
esperaba de él la misma respuesta. Por eso sintió pena al percibir las dudas de
su marido. Menos mal que pudieron aclararlo y no lo dejaron pasar. Él respondió
lo mismo. Nunca había amado de esa forma. Se rieron.
Los malos entendidos son muy frecuentes
en nuestra vida. Nos alejan de personas. Crean conflictos innecesarios. Por culpa de las
confusiones nos sentimos heridos. Nos duele el desamor y la ofensa.
Tengo que
reconocer que no siempre formulo bien las preguntas que hago. Y no siempre digo
con claridad lo que pienso, lo que quiero, lo que espero. A veces callo y creo
que los demás saben por dónde voy. Pero tengo que aceptar que mis silencios se
pueden interpretar de muchas formas. A veces me enfado y no dejo ver claro el
motivo de mi rabia.
Los malos
entendidos me alejan de las personas a las que más quiero. Juzgo mal sus
gestos, sus silencios, sus palabras, sus acciones y sus omisiones. Pongo en el
corazón del otro deseos que no existen. Creo que piensa de una manera cuando no
es así. Creo ver lo que no hay en sus motivaciones. Veo intenciones ocultas que
nunca han existido en su alma.
A veces es necesario aclarar las cosas
para evitar un daño mayor. Me
detengo, aclaro, pregunto. Guardo silencio. Escucho mejor.
¡Qué sano
preguntar antes de hablar de más, antes de sentirme ofendido! Las palabras no
son unívocas. ¡Cuánto tengo que cuidar las palabras que digo y las que callo!
No tiene un único significado todo lo que hago.
Una frase
no siempre significa lo mismo, depende de lugar de la coma, de la forma como la
expreso, de los gestos corporales que la acompañan, depende de quien lo
escucha. En ocasiones no sé interpretar bien lo que me quieren decir. Y no
siempre logro decir lo que de verdad siento y pienso.
Creo que la
confianza es la piedra angular de toda relación. La confianza en el otro es la
base del amor. Confianza en lo que piensa, en lo que siente. Confianza en su
verdad. En su sinceridad. En su amor.
Comenta
Ernest Hemingway: La mejor forma de saber si puedes confiar
en alguien es ofreciendo primero tu confianza.
Ser confiado es un don, una gracia que
tengo que pedirle a Dios cada mañana.Puede que haya perdido la confianza en alguna persona. Puede
que alguien me haya defraudado. Sé que la desconfianza es el caldo de cultivo
para la ira, la rabia, el rechazo, los malos entendidos y los juicios de valor.
Si creo en
la bondad y en el amor que hay en el otro no voy a interpretar nunca mal sus
intenciones. Y si me han herido a mí, tendré que aprender a confiar de nuevo en
aquel que me hirió pero sé que me ama. Necesito hacerlo por mi bien, por mi
libertad interior.
Quiero
volver a pensar que esa persona a la que amo me quiere y que tal vez se ha
confundido en sus palabras. O ha dado por supuestas ciertas cosas. O ha dicho
lo que no quería decir. O quizás he malinterpretado yo sus palabras.
Tengo que
saber perdonar y volver a confiar. Creer en el otro. Es un camino largo. Quiero
aprender a mirar con amor a los demás, sin prejuicios, sin juicios.
Y cuando
realmente confío sucede lo que leía el otro día: Confiar no es saber todo sobre alguien,
sino no necesitar saberlo. Si confío dejaré de mirar con lupa
todo lo que el otro hace. No lo controlaré. No intentaré saber todo lo que
piensa y hace. No dudaré de él, ni de sus palabras. Creeré en su bondad, en sus
buenas intenciones.
Y me
bastará para vivir con paz y no inquieto. Puedo confiar en muchas personas.
Prefiero ser ingenuo e inocente. Prefiero pecar de confiado antes que ser
desconfiado en esta vida.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente: Aleteia