Nadie tiene poder para
hacerme daño pero sucede, una y otra vez me hieren
El
otro día pensaba que nadie me puede hacer daño con sus palabras. Lo he
escuchado muchas veces. Me lo han dicho. Lo he aprendido. Lo he olvidado. Sé
que sólo yo, en la interpretación que hago de lo que escucho, de lo que ocurre,
me acabo haciendo daño a mí mismo.
Me
lo sé de memoria. Nadie me puede hacer daño. Me lo repito para no olvidarlo.
Pero muchas veces compruebo que no es posible. Sigo sintiendo el dolor con
las palabras hirientes, con las miradas de desprecio, con las risas de burla.
Y
eso que sé que yo mismo tampoco puedo hacer daño a nadie con lo que digo y con
lo que hago. No tengo nada que ver con el llanto que provoco. No tengo poder
para causarlo. Lo sé. Pero también ocurre. Mis palabras hieren, duelen.
Interpretan mis palabras y sienten dolor.
Las
palabras generan dolor en el que las recibe, en la interpretación que hace de
lo que escucha. Yo lo hago. Los demás lo hacen.
¡Qué
importantes son mis palabras! Con ellas expreso mis convicciones. Me
comprometen cuando las pronuncio con voz audible. Cuando salen de mi boca
crean, generan, producen. Son semillas llenas de vida.
Cuando
las digo en alto, me comprometo por dentro. El mero hecho de decirlo ya me
compromete. Si me lo digo a mí mismo también me compromete.
Cuando
me digo en mi cabeza que no valgo, acabo no valiendo. Cuando me repito con
tristeza que otra vez he perdido, pierdo la esperanza. Cuando vuelvo a decirme
en alto o en bajo que no valgo para nada, me hieren esas palabras en mi alma.
Me paralizan. Me dejan sin vida.
Pero
sé que hay al mismo tiempo otras palabras que me ayudan. Decía Rafa Nadal: “La
vida consiste en hacer lo que tienes que hacer y que la cabeza te deje hacerlo”.
Que mi cabeza no me haga pensar que no valgo y me deje luchar. Que descubra en
mi corazón las fuerzas para seguir dando la vida.
Necesito
encontrar palabras que me ayuden a seguir luchando. Esa jaculatoria que me
recuerde algo esencial, algo que me dé vida. Que me recuerde quién soy, mi
verdad más honda. Y me anime a seguir porque estoy llamado a hacer algo grande.
El
entrenador de Carolina Marín, jugadora española de bádminton, le dijo en un
momento difícil de un partido de las olimpiadas: “Recuerda a esa niña de
catorce años que llegó a la academia y quería cumplir su sueño. Esa niña de
catorce años me dijo lo que quería, esa niña confía en ti. Esa niña sabe cuál
es el plan de juego y juega con disciplina, porque es su sueño. Y ese deseo que
tú tienes es más fuerte”. Esas palabras le dieron fuerza. Luchó, jugó y ganó la
medalla de oro.
Siempre
hay un juego interior en mi mente. No importa lo que esté sucediendo en el
juego exterior. Yo estoy jugando en el corazón, muy dentro de mi alma.
“Nuestro
mundo interior depende del modo en que nuestro ser interpreta un suceso
externo. Nuestro mundo interior está en calma o convulso debido a una
dinámica interior: la significación que nuestro mundo interior hace de un
suceso externo”.
Dentro
de mi cabeza juego contra obstáculos que yo mismo me creo. Oigo palabras y las
interpreto. Juzgo lo que ocurre y me alegro o sufro. Interpreto lo que sucede
en mi exterior. Juego contra mi miedo o contra la poca confianza que tengo en
mí mismo. O contra esa misma poca confianza que otros alguna vez han tenido en
mí.
Sé
que mis palabras crean vida. Las que me digo a mí mismo me hunden o me
levantan. Las que les digo a los otros en medio de la vida. Las palabras que
enaltecen y levantan. Las palabras que humillan y desalientan. ¡Cuánto
poder tienen las palabras!
Pero
también sé que si mis palabras interiores son alegres, positivas,
enaltecedoras, será más fácil hacer frente a esas palabras que choquen contra
mi vida. Nadie podrá hacerme daño si yo no lo permito. Tendría que
grabarme esta verdad en mi alma para no olvidarla.
Quedarían
sin fuerza esas palabras que me descalifican. Que quieren hacer que desconfíe
de mis fuerzas. Me lo vuelvo a repetir, en realidad, nadie tiene poder
para hacerme daño. Pero sucede. Una y otra vez me hieren.
Me
sorprende mi vulnerabilidad. Me empeño en ponerme corazas para proteger mi
ánimo, mi autoestima, mi decisión. Como si protegiendo por fuera lo lograra.
Tengo
que rearmarme mejor por dentro. Repetirme esas palabras que necesito oír.
Las que me dicen que valgo, que mi vida es grande, importante a los ojos de
Dios. Las que construyen la base de mi vida. Las que me fortalecen.
Quiero
decirme todo aquello que me hace mejor. Nadie puede de verdad hacerme daño si
yo no quiero. Aunque a veces suceda. De mí depende. De mi alma en paz. De
la certeza de estar donde Dios quiere que esté. De ser como soy sabiendo que
Dios me ama así. Eso lo sé.
Pero
también sé el poder que tienen en mí las palabras de las personas que me importan,
a las que amo, las que me aman. Decía Ana Magdalena sobre su esposo Sebastián
Bach: “Una palabra de aprobación suya valía más que todos los discursos de
este mundo”.
La
palabra de la persona amada tiene más poder en mi ánimo que ninguna otra. La
palabra de aquel que tiene una autoridad sobre mí que yo mismo le doy. La
palabra de mis padres, de mi profesor, de mi cónyuge, de mis hijos, de mi
amigo.
Esas
palabras que me hunden o me levantan. Esas palabras las guardo como mi
tesoro. Me construyen para siempre.
CARLOS
PADILLA ESTEBAN
Fuente:
Aleteia