No importan los miedos, no importa el cansancio...
Me da miedo a veces caer en la pereza. Es
tan común ese deseo de dejar de darme… Me acomodo. Dejo de
ver en el amor de Dios que recibo la fuente de mi amor a los demás:
“Dios nos pide amar a los otros ante todo
porque eso tiene valor en sí mismo. El amor a los otros es el criterio decisivo
para reconocer el amor a Dios. La ausencia de amor a otros indica una
experiencia espiritual débil. Teniendo esto en cuenta podemos ampliar nuestro campo visual
para mirar el mundo, intentar verlo tal como es”[1].
Quiero amar a
los demás. Amar al que camina conmigo. Amar al que no me ama. Amar al que no me
resulta natural amar. Así merece la pena vivir.
Jesús hablaba y curaba a los oprimidos y
enfermos. Con los
suyos, dedicando todo su tiempo a llevar a Dios a cada hombre. Pisando entre
los hombres.
Tan humano.
Tan de Dios. Tan cercano. Tan accesible y disponible para los que lo
necesitaban.
Le pido a
Jesús que me enseñe a regalar la vida como Él lo hacía. Con la misma paz. Con
la misma pasión.
“Vámonos a otra parte, a las aldeas
cercanas, para predicar también allí; que para eso he salido. Así recorrió toda
Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando los demonios”, relata el Evangelio.
Para eso ha
venido. Para traer paz. Para sanar los corazones rotos.
Le pido su forma de hablar en verdad, su
forma de consolar, su manera de hacer silencio para acoger los gritos de los
hombres.
Necesito su manera de abrazar en el fondo
del alma. Su
manera de mirar más allá de la apariencia. Sus palabras siempre oportunas. Sus
silencios que respetan mis miedos.
Necesito que
mi vida sostenga mis palabras. Tantas veces estoy lejos de ser coherente…
Quiero decir sólo palabras que estén
avaladas por mi vida. ¡Qué
difícil! Le pido su forma de dar testimonio. Simplemente siendo fiel a mí
mismo.
Necesito su
amor conocido, visible, para poder amar así a los que caminan a mi lado. Y su
entrega silenciosa, esa que nadie ve. Esos actos ocultos que nadie valora.
No quiero ser
como los escribas, que hablan pero no cumplen. No quiero ser un buscador de poder y
reconocimiento.
Quiero
fijarme como Jesús en lo pequeño y en lo grande. En la necesidad más notoria. Y
en lo que pocos ven. En esa fiebre que postra a la suegra de Pedro. Y en ese
endemoniado que no puede vivir en libertad y grita.
Me gustan las
palabras de san Pablo: “El hecho de predicar no es para mí motivo
de orgullo. No tengo más remedio y, ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!
Siendo libre como soy, me he hecho esclavo de todos para ganar a los más
posibles. Me he hecho débil con los débiles, para ganar a los débiles; me he
hecho todo a todos, para ganar, sea como sea, a algunos. Y hago todo esto por
el Evangelio, para participar yo también de sus bienes”.
Así quiero
vivir. No quiero dejar de llevar la buena nueva que ha cambiado mi
vida. Me hago pobre con el pobre. Débil con el débil. Me
acerco. No me quedo lejos del que sufre.
Pienso en un
día de trabajo de Jesús. Y me canso sólo de pensarlo. Comenta el padre José
Kentenich: “Cuando viajo por el mundo, ¿está operando siempre en mí el
espíritu apostólico que no descansa hasta encender el mundo allí donde se le
presente oportunidad de hacerlo?”[2].
No quiero perder la pasión por dar la vida. La pasión por llevar luz a muchos. La
pasión por darme.
Aunque eso
traiga cansancio al alma, como dice el papa Francisco hablando a los
sacerdotes:
“Las tareas implican nuestra capacidad de
compasión, son tareas en las que nuestro corazón es movido y conmovido. Nos
alegramos con los novios que se casan, reímos con el bebé que traen a bautizar;
acompañamos a los jóvenes que se preparan para el matrimonio y a las familias;
nos apenamos con el que recibe la unción en la cama del hospital, lloramos con
los que entierran a un ser querido. Tantas emociones. Si
nosotros tenemos el corazón abierto, esta emoción y tanto afecto, fatigan el
corazón del
Pastor”.
Me gusta tener el corazón cansado de dar,
de amar, de consolar, de sostener, de curar. Mi corazón herido.
Miro a Jesús
y quiero vivir como Él. Sin pausa. Sin miedo al fracaso y a la
soledad. Sin miedo a que mi amor no sea acogido. Sin miedo a no recibir lo
mismo a cambio. Sin miedo a perder la vida en el intento
por acercar a los hombres a Dios.
No importan los miedos. No importa el
cansancio.
Me entristece ver jóvenes que están
cansados. Ya no piensan en dar la vida, sino en retenerla. No quieren trabajar
mucho, quieren, eso sí, ganar mucho. No quieren amar tanto, cuando el amor
implica renuncia y sacrificio.
Pero sí
quieren ser amados. No quieren dar mucho, pero sí recibir. No quieren servir
más de lo necesario, porque piensan que el amor tiene que ser simétrico. Se
equivocan, el amor siempre es asimétrico.
No quieren
que su entrega pase desapercibida. Quieren que todos sepan lo que hacen, lo que
dan, lo que sufren, lo que logran. No creen en la fecundidad de los gestos
ocultos y silenciosos con los que cambia el mundo.
Buscan el
aplauso y el reconocimiento que no siempre llega. Y cuando no llega sufren el
desánimo. No quiero ser como esos jóvenes sin ideales que han perdido la pasión
por la vida.
Quiero tener un corazón joven siempre
dispuesto a dar más.
Sin medir, sin calcular. Ese amor sin medida es el que conmueve mi alma. Un amor
sin medida al que no llego. Pero deseo alcanzar con mi entrega las estrellas. Y
sostener con mi vida tantas vidas sufrientes.
No me fijo
sólo en la gran necesidad. Pienso en las pequeñas necesidades de cada día.
Esas que a lo mejor no llaman la atención. Pero que son tan importantes.
No quiero
dejar de darme, de amar. No quiero conformarme y tirar la toalla en lugar de
luchar.
El otro día
leía una famosa frase de Martin Luther King: “Si supiera que el mundo se acaba
mañana, yo, hoy todavía, plantaría un manzano”.
Es el camino
que quiero seguir. Plantaría un manzano siempre. No dejaría de hacer lo que
puedo hacer hoy, mientras tenga tiempo. Mientras pueda.
No estoy
dispuesto a darme por vencido antes de tiempo. No me dejo llevar por el desánimo. Tengo tiempo.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia