Juntas, estas tres palabras constituyen el
“Sacramento de la Penitencia y la Reconciliación”. Su finalidad es el “retorno
a Dios”. Eso sí, cada uno de los términos tiene un sentido muy concreto
Confesión, reconciliación, penitencia… En
cierto modo, cada una de estas palabras puede utilizarse para designar el
“Sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación”, nombre oficial dado desde
el Concilio Vaticano II (1962) a este séptimo sacramento.
Es un signo, como los demás
–Bautismo, Matrimonio, Orden, Confirmación, Eucaristía, Enfermos–, de don
gratuito de Dios.
Su objetivo: que
Dios pueda perdonar los pecados a los penitentes. Sin
embargo, cada una de estas palabras por sí sola no puede expresar adecuadamente
la totalidad de este sacramento. Y es que cada una se refiere a un aspecto
doctrinal y a un sentido muy preciso cuyo poder es transformar al penitente
espiritual y humanamente.
Para realizar una conversión que
traiga a la vez el perdón de Dios y la reconciliación con los hermanos y
hermanas en la fe, es necesario que se den todas las partes del sacramento: el
reconocimiento del amor fiel de Dios, de una ruptura en la alianza causada por
nuestra actitud; la imploración del perdón de Dios y la voluntad de reparar la
falta cometida:
La
confesión consiste en
“reconocer” los pecados ante un sacerdote (confesión privada) o ante otras
personas (confesión pública). Esto requiere un examen de conciencia previo, una
disponibilidad interior, para reconocer en profundidad en qué medida uno ha
hecho o suscitado el bien y resistido el mal en las actitudes y pensamientos
diarios. Y puesto que la confesión solo tiene sentido cuando va acompañada de
arrepentimiento, es necesario que el penitente llegue con remordimientos
sinceros. Entonces dirá al sacerdote: “Bendígame, padre, porque he pecado”. La
buena disposición de espíritu es muy importante, porque el sacerdote, durante
la confesión, escuchará y tratará de determinar dónde incidir para acompañar
mejor su proceso penitente y así hacerle reflexionar sobre sus propias faltas
de manera adecuada.
La
reconciliación es una
gracia de Dios que perdona al pecador arrepentido y lo reintroduce en su paz,
gracias a Cristo muerto y resucitado, en quien todos los pecados son
perdonados. Es un regreso a la comunión con Dios a través de la conversión.
Dios da al pecador el amor que reconcilia con la Iglesia y con sus hermanos y
hermanas. Durante esta reconciliación, se perdonan los pecados graves que no
son perdonados por simple arrepentimiento, y el penitente reaviva las fuerzas
espirituales que necesita para vivir como cristiano.
La
penitencia es
“implorar” el perdón de Dios, es querer “reparar la falta cometida”. Es un
signo de cambio de orientación, un signo de conversión. Un signo de que uno
quiere cambiar de vida y permitir ajustarse al Evangelio (espíritu y de
corazón). La penitencia sacramental es el resultado natural de un proceso de
arrepentimiento. Implica “el dolor y el rechazo de los pecados cometidos, el
firme propósito de no pecar más, y la confianza en la ayuda de Dios. Se
alimenta de la esperanza en la misericordia divina”.
El penitente es invitado a
formular un Acto de Contrición:
“Señor mío Jesucristo, Dios y hombre
verdadero,
Creador,
Padre y Redentor mío.
Por
ser tú quien eres, Bondad infinita,
y
porque te amo sobre todas las cosas,
me
pesa de todo corazón haberte ofendido.
También
me pesa que puedas castigarme con las penas del infierno. Ayudado de tu divina
gracia propongo firmemente nunca más pecar, confesarme y cumplir la penitencia
que me fuera impuesta”.
Isabelle Cousturié
Fuente:
Aleteia