Sea cual sea la razón por
la que los hijos se van de casa, este hecho siempre duele
Cuando
los hijos son pequeños pareciera que el tiempo nunca pasara. Es tanto el
esfuerzo que hay que invertir en ellos que creemos que la solución a nuestro
cansancio es que el tiempo pase rápido y sean mayores lo más pronto posible.
Absurdamente, nos enfocamos en la idea de “¿cuándo será que mis hijos crezcan?”
¡Cuántos
padres dijimos: “me urge que mis hijos ya sean grandes para tener más tiempo
para mí”! Y un día, el tiempo nos concede ese deseo. Sin darnos cuenta, ni
cómo ni en qué momento, ese bebé que apenas ayer salía del vientre y que papá y
mamá enseñaron a gatear, hoy ya vuela, no camina, ni corre, ¡vuela!
¡En
qué momento se fue la vida! Los hijos están listos para irse. Quizá ya se
fueron. Se siente una mezcla extraña de melancolía y satisfacción, de
tristeza y júbilo, de desolación y gozo. No sé qué es, sólo sé que duele
el alma, y mucho. Los hijos se van y no vuelven al nido.
Aunque
es ley de vida, son de esas leyes que la cabeza entiende, pero el corazón no
acepta, o por lo menos no tan fácil. Pareciera que estamos preparados para esto
porque es lo natural, es la regla. Pero no. Tratas de minimizar el dolor con
pensamientos positivos, y sin embargo, el pesar sigue. Piensas que es normal
sentir eso.
De
repente nos sentimos culpables y hasta egoístas por -valga la
redundancia- sentir lo que sentimos y mejor nos lo callamos porque creemos que
no es nuestro derecho llorar porque los hijos se hayan ido. Tampoco
compartimos nuestro pesar pues no salta la persona que minimiza nuestra
sensación y nos dice: “¿Querías a tus hijos para ti o que se quedaran para
siempre en tu casa o por qué tanto drama?” o “¡Es la ley de la vida,
suéltalos!”. ¡Mejor que se callen!
Porque
por mucho que otras personas hayan vivido esta experiencia, sólo tú sabes lo
que realmente padeces. Sólo tú entiendes la magnitud, la profundidad de
desolación que tu corazón experimenta porque sólo tú amas a tus hijos con esa
intensidad. Únicamente tú sabes sus historias de amor, de perdón, de
reconciliación. ¡Caramba! ¡Es toda una vida compartida! Insisto, la cabeza
entiende que los hijos sólo son prestados, pero el corazón no.
Tratas
que tus hijos no noten en tu rostro aflicción para no hacerles sentir mal. Hay
días que lo logras, hay días que no. Te encierras en tu recámara, en el cuarto
más lejano para llorar, gritar, decirle a Dios que sientes impotencia de no
poderles detener; que es tanto lo que les amas que les dejas ir, pero que aún
así, es tanto el amor, que te duele soltarles y mucho.
¿Sabes
algo? ¡Qué más da si lo notan! No finjas que todo está bien cuando sientes
que el alma se te destroza y que un pedacito de tu corazón se va en ese vuelo.
Muéstrales tu interior, desnuda tu alma, diles cómo te sientes, comparte y no
te quedes con nada. Y si en el compartir notas tristeza en sus rostros, hazles
saber que pronto estarás mejor porque justo para eso -con amor- los has educado
toda una vida, para que volaran y fueran personas independientes y de bien.
Diles que tú te harás cargo de tu tristeza y que simplemente te dejen llorar…
sentir…
Y
es que es una mezcla de emociones, de sentimientos compuestos de risa
y llanto. Le ves volar y te sientes agradecido con la vida de que estén
persiguiendo sus propios sueños y de que tú como padre has estado ahí para
empujarles y apoyarles.
Los
enormes deseos de gritarles, “¡no se vayan, quédense!”, tu cónyuge y tú se los
tragan y sólo atinan a darse un fuerte abrazo con la mirada mojada en llanto.
En silencio se consuelan, se toman de la mano y, sin palabras, sus corazones se
confortan: “Tranquilo, amor mío, aquí estoy para ti”.
La
casa se “siente” vacía, sola. Vociferas su nombre sabiendo que no habrá
respuesta. La algarabía del que hasta ayer era una adolescente ruidoso y
desordenado ya no se escucha más. Ya no hay a quien gritar “¡bájale a esa
música de locos!” O “recoge tu recámara porque si no, no sales”.
La
cocina siempre recogida, el cereal en su lugar, los botes de crema de cacahuate
perfectamente acomodados en la alacena. Ya no hay quien bote ese balón por toda
la casa ni quien cante en la regadera con voces de histeria. En casa sólo se
escucha el silencio de su ausencia… Hasta el perro dejó de ladrar…
Dios
Santo, ¡qué profunda se siente su partida! ¿A dónde se fueron los hijos? A
hacer lo que es su derecho, a seguir viviendo, a conquistar sus sueños.
Como
padres, jamás el deseo será quererles cortar las alas, aunque, por otro lado,
quisieras que es esas alas nunca hubieran abierto para su vuelo, que siempre
fueran pequeños para que tus brazos les siguieran protegiendo de cualquier
miedo que pudieran sentir en la vida.
Ahora,
ese deseo tuyo de que crecieran rápido desearías que la vida no te lo hubiera
concedido. La razón entiende que simplemente se van a cumplir con su misión de
vida, pero tu corazón y toda tu persona siguen renuentes a admitirlo y se
quieren ir con ellos.
¿Y
qué sigue para los papás? Por supuesto que lágrimas revueltas con risas,
satisfacción, algo de melancolía y tristeza y, eso sí, un gran cambio de
vida aprendiendo a vivir de manera distinta, adaptándose a las nuevas
circunstancias del presente. No es el fin de tu mundo, es sólo un cambio y todo
cambio genera miedo y ansiedad. Todo pasa y también esto pasará.
Un
día los pajaritos aprendieron a volar, a valerse por sí mismos y dejaron el
nido. Hoy el nido se ha quedado vacío.
LUZ IVONNE REAM
Fuente:
Aleteia