No puedo darme a los demás si soy esclavo
VID PONIKVAR | SPORTIDA |
¡La pureza, en efecto, es belleza!
Esta pureza es un estilo de
vida, más que una virtud particular. Tiene una gama de manifestaciones que va
más allá de la esfera propiamente sexual.
Existe
una pureza del cuerpo, pero hay también una pureza del corazón que huye, no sólo de los actos, sino
también de los deseos y los pensamientos “malos” (cf. Mt 5, 8.27-28).
Existe
una pureza de la boca que
consiste, negativamente, en abstenerse de palabras deshonestas, vulgaridades y
necedades (cf. Ef 5, 4; Col 3, 8) y, positivamente, en la sinceridad y franqueza
en el hablar, es decir, en decir: “Sí, sí” y “no, no”, a imitación del Cordero
Inmaculado “en cuya boca no se halló engaño” (cf. 1 Pe 2, 22).
Existe,
finalmente, una pureza o limpidez de los ojos y de la mirada. El ojo —decía Jesús— es la lámpara del
cuerpo; si el ojo es puro y claro, todo el cuerpo está en la luz (cf. Mt 6, 22s;
Lc 11, 34).
San Pablo usa una imagen muy
sugestiva para indicar este estilo de vida nuevo: dice que los cristianos,
nacidos de la Pascua de Cristo, deben ser los “panes sin levadura de pureza y
de sinceridad” (cf. 1 Cor 5, 8).
El término empleado aquí por el
Apóstol —eilikrinéia—
contiene, en sí, la imagen de una “transparencia solar”. En nuestro propio
texto, él habla de la pureza como de un “arma de la luz”.
Actualmente, se tiende a
contraponer los pecados contra la pureza y los pecados contra el prójimo y se
tiende a considerar verdadero pecado sólo el contrario al prójimo; se ironiza,
a veces, sobre el culto excesivo concedido, en el pasado, a la “bella virtud”.
Esta actitud, en parte, es
explicable; la moral había acentuado demasiado unilateralmente, en el pasado,
los pecados de la carne, hasta crear, a veces, auténticas neurosis,
en detrimento de la atención a los deberes hacia el prójimo y en detrimento de
la misma virtud de la pureza que, de este modo, era empobrecida y reducida a
virtud casi sólo negativa, la virtud de saber decir no.
Ahora, sin embargo, se ha
pasado al exceso opuesto y se tiende a minimizar los pecados contra la pureza,
a favor de una atención (a menudo sólo verbal) al prójimo.
El error de fondo está en
contraponer estas dos virtudes. La Palabra de Dios, lejos de contraponer pureza
y caridad, las vincula, en cambio, estrechamente entre sí.
Basta leer la continuación del
pasaje de la Primera Carta a los Tesalonicenses que he mencionado al principio,
para darse cuenta de cómo las dos cosas son interdependientes entre sí, según
el Apóstol (cf. 1 Tes 4, 3-12).
El fin único de pureza y caridad
es poder llevar una vida “llena de decoro”, es decir, íntegra en todas sus
relaciones, tanto en relación a uno mismo como en relación a los demás. En
nuestro texto, el Apóstol resume todo esto con la expresión: “Comportarse
honestamente como en pleno día” (cf. Rom 13, 13).
Pureza
y amor al prójimo se relacionan entre sí como el dominio de sí y la donación a
los demás. ¿Cómo
puedo donarme, si no me poseo, sino que soy esclavo de mis
pasiones?
¿Cómo puedo donarme a los demás,
si no he entendido todavía lo que me ha dicho el Apóstol, es decir, que no me
pertenezco y que mi propio cuerpo no es mío, sino del Señor?
Es
una ilusión creer que se puede juntar un verdadero servicio a los hermanos, que
exige siempre sacrificio, altruismo, olvido de sí y generosidad, con una vida
personal turbulenta,
que tiende toda ella a complacerse a uno mismo y a las propias pasiones.
Inevitablemente
se termina por instrumentalizar a los hermanos, como se instrumentaliza el
propio cuerpo. No
sabe decir los “síes” a los hermanos quien no sabe decir los “noes” a sí mismo.
Una de las “excusas” que más
contribuyen a favorecer el pecado de impureza, en la mentalidad de la gente, y
a descargarlo de toda responsabilidad es que, como mucho, no
hace daño a nadie, no viola los derechos y libertades de los
demás, a menos —se dice— que se trate de violencia carnal.
Pero aparte del hecho de que
viola el derecho fundamental de Dios de dar una ley a sus criaturas, esta
“excusa” es falsa también respecto del prójimo.
No
es verdad que el pecado de impureza termina con quien lo comete. Hay una
solidaridad de
todos los pecados entre sí.
Todo pecado, dondequiera y por
cualquiera que lo cometa, contagia y contamina el ambiente moral del hombre;
este contagio es llamado por Jesús “el escándalo” y está condenado por él con
algunas de las palabras más terribles de todo el Evangelio (cf. Mt 18, 6ss; Mc
9, 42ss; Lc 17, 1ss.).
Según Jesús, también los malos
pensamientos que están estancados en el corazón, contaminan al hombre y, por
tanto, al mundo: “Del corazón salen los malos pensamientos; los asesinatos, los
adulterios, las fornicaciones... Estas son las cosas que contaminan el hombre”
(Mt 15, 19-20).
Todo
pecado produce una erosión de los valores y, todos juntos, crean lo que Pablo
define como “la ley del pecado” del que describe su terrible poder sobre todos
los hombres (cf. Rom 7, 14ss).
En el Talmud hebreo se lee un
apólogo que ilustra bien la solidaridad que existe en el pecado y el daño que
todo pecado, incluso personal, lleva a los demás: “Algunas personas se
encontraban a bordo de un barco. Una de ellas tomó un taladro y comenzó a hacer
un agujero debajo de sí mismo. Los demás pasajeros, al verlo, le dijeron: —¿Qué
haces? — Él respondió: ¿Qué os importa a vosotros? ¿No estoy caso haciendo el
agujero debajo de mi asiento? — Pero ellos replicaron: — ¡Sí, pero el agua
entrará y nos ahogará a todos!”.
La naturaleza misma ha comenzado
a enviarnos signos siniestros de protesta contra ciertos abusos y excesos
modernos en la esfera de la sexualidad.
Fragmento
de la 5ª
predicación de Cuaresma de 2018 a la Curia Romana, pronunciada
el 23 de marzo de 2018.
Raniero Cantalamessa
Fuente: Aleteia