¿Te pasas el día lamentando defectos propios y
ajenos?
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Me gustan las perfectas imperfecciones de
aquellos a los que amo. O al menos creo que así debería ser.
Sé que “el
amor convive con la imperfección, la disculpa, y sabe guardar silencio ante los
límites del ser amado”[1]. Mantengo
esta afirmación en el alma como un ideal, como un sueño.
Quiero
aprender a amar las imperfecciones de los que me rodean, y las propias. Sé muy bien que mi corazón busca lo
perfecto, lo que no tiene mancha ni defecto.
Me subyuga lo sublime y caigo
enamorado ante lo eterno reflejado en las cosas y en las personas. Un paisaje
maravilloso. Una vida íntegra que mueve mi alma a ser más generosa.
Me cuestan por lo general los
defectos ajenos. Creo que tiene que ver más con mis expectativas.
Exijo más de lo que pueden darme. Yo los llamo defectos. Pero tal vez son
sólo expresión de los límites de la carne, de mi mortalidad.
Descubro que quiero cambiar
continuamente lo que los demás hacen mal. Descubro defectos en su amor, en su
entrega, en su vida. Me cuesta mucho aceptarlos con un corazón
generoso.
Comenta el Papa Francisco: “Es
más sano aceptar con realismo los límites, los desafíos o la imperfección, y
escuchar el llamado a crecer juntos, a madurar el amor y a cultivar
la solidez de la unión, pase lo que pase”[2].
Aceptar los defectos propios y
los ajenos es el verdadero reto de esta vida. Aprender a convivir con la imperfección sin
desesperarme.
La imperfección en mí y en el
que está a mi lado puede llegar a ser muy molesta. Me cuesta mirar así la vida,
con paz en el alma, sin exigir lo imposible.
Es importante aprender
a mirar los defectos como una ayuda para crecer en el amor, en la entrega.
Para crecer en la paciencia y en la generosidad.
Leía el otro día: “Excusemos
los defectos de los demás. También a nosotros muchas más personas de las que
pensamos nos excusan nuestros defectos. Es una realidad aunque en temporadas
podamos dudarlo. Pensemos en lo bueno a nuestro alrededor”[3].
Los
defectos propios los tolero con dolor. Me gustaría hacerlo todo bien, ser perfecto. Aceptarme
limitado es el gran desafío. Además los defectos ajenos me impacientan y los
rechazo. Quiero cambiar a todo el mundo. Pero sé que no es el
camino.
Los
defectos son sólo una parte de mi persona y una parte de aquellos a los que amo. Lo que pasa es que con el tiempo puedo
cansarme y quedarme sólo con sus fallos, sus carencias, sus límites.
“Si
un día pudimos soportar los defectos que hoy no soportamos, es simplemente
porque algo ha cambiado en nosotros, que nos hace peores amantes. Que
los defectos de alguien a quien amamos se conviertan en un serio problema,
depende más de nuestra capacidad de sobrellevarlos y darles un sentido nuevo
que de los defectos en sí. La balanza donde sopesamos la importancia de sus
defectos y nuestro aguante, depende sólo de nosotros: es nuestra”[4].
Los
defectos me confrontan con mis límites. Siempre quiero más y siempre espero más. El hecho de no ser
capaz de tolerar los defectos ajenos habla de mis propios límites.
No lo aguanto todo, no lo tolero
todo, no lo acepto todo. Veo con más claridad que es una carencia mía, un
defecto. No soy capaz de ver más allá de lo que me molesta e incomoda.
Son
mis expectativas y exigencias las que me limitan. Me detengo en lo que no me
gusta y de ahí no salgo.
Me frustra porque siempre anhelo
la perfección. Mi impaciencia habla mal de mí. Tal vez es que no me quiero
tanto y no acabo de querer mis defectos, mis límites, mis torpezas.
Mi autoestima no depende de
hacerlo todo bien. Ni de ser querido siempre y por todos. Eso no es real.
Se
trata más bien de sentirme profundamente amado en mi vida por algunos, no por
todos, cuando no lo hago todo bien. Esa experiencia de un amor inmerecido es la que me salva. Sé
muy bien que cuando no merezca ser amado, será cuando más lo necesite.
Mi
autoestima me la da Dios.
Es la mirada de Jesús la que permite que me quiera como soy, la que me acepta
siempre, me enaltece siempre y me admira siempre.
La podré encontrar en la
oración, al sentir su abrazo en lo más profundo del alma. La podré tocar en la
mirada de los hombres cuando me aceptan como soy y me quieren en mis límites.
No
lamentan continuamente mis errores y no critican continuamente mis
incapacidades. No me
tratan de acuerdo a mis límites. Sino que ven en mí todo lo que puedo llegar a
ser si soy dócil y me dejo hacer por Dios. Esa experiencia me sostiene.
Quiero aprender a besar
las imperfecciones que me incomodan. En mí, en los otros.
Aprender a amar los defectos en aquellos que no me aman como a mí me gustaría.
Tolerar,
cargar, aceptar, soportar, llevar. Todos estos verbos me hablan de un cierto esfuerzo de mi
alma por aceptar la vida como es, imperfecta.
Siempre me va a costar aceptar
lo que no me gusta. No importa. Sé que me duele. Sigo luchando por ser mejor.
Quisiera tener un corazón más libre, más grande, más de niño. Para
tolerarlo todo con una sonrisa.
[1] Papa Francisco, Exhortación
Amoris Laetitia
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia