La
ternura de Dios, su abrazo infinito, es lo que me salva, me abraza cada vez que
me revisto de su piel, hace fuerte mis fragilidades y fecunda mis palabras
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Dios
me quiere como soy, en mi verdad, en mi pobreza. Ama mi carne y mi alma. Mis
pasiones y mis miedos. Mis anhelos grandes y mis tentaciones que me vuelven
frágil y vulnerable.
Dios
se conmueve cuando me ve necesitado. Cuando le hago ver que lo necesito.
A
menudo me veo autosuficiente. Como si no necesitara a nadie, ni siquiera a
Dios. No busco la ternura ni la compasión. No me gusta parecer débil ante los
hombres.
El
papa Francisco comenta: “¡Cuántas veces pienso que le tenemos miedo a la
ternura de Dios! No dejamos experimentar la ternura de Dios. Y por eso tantas
veces somos duros, severos, somos pastores sin ternura. No creemos en un Dios
etéreo. Creemos en un Dios que se hizo carne. Un Dios que nos va a aliviar”.
La
ternura de Dios, su abrazo infinito, es lo que me salva. Me abraza cada vez que
me revisto de su piel. Hace fuerte mis fragilidades y fecunda mis
palabras. Él lo hace.
El
otro día una persona comentaba: “A menudo los no creyentes son mejores que
los que creemos. Tienen más bondad, son más misericordiosos”. Y es muy
posible.
Ser
creyente no significa ser sólo bueno. La fe, el amor de Dios en mí, lo
que hace es multiplicar la fuerza de mi actuar.
Mi
bondad, llena de su misericordia, es un torrente que todo lo arrasa, un fuego
que todo lo devora.
El
amor de Dios en mi carne convierte mi bondad en todopoderosa. No soy yo, es mi
naturaleza llena de la fuerza de Dios.
Por
eso necesito que Dios me abrace por la espalda todas las mañanas. Me hace falta
que me diga que mi vida vale la pena, recordándome el poder de mi amor tan
débil.
Quiero
que me llame para estar con Él no porque yo sea fantástico, sino porque me ha
perdonado, me ha mirado y me ha llamado para estar a su lado. Lo necesito. ¿Hay
algo más grande que su compañía?
Jesús
me quiere no por lo que hago o dejo de hacer, sino por lo que soy. Valgo la
pena porque Él me ama y ha sembrado en mí un amor infinito.
Decía
el padre José Kentenich: “Dios no nos ama porque seamos buenos y nos hayamos
portado bien, sino precisamente porque es nuestro Padre. Porque su amor
misericordioso fluye con más riqueza hacia nosotros cuando aceptamos con
alegría nuestros límites, nuestras debilidades y miserias”[1].
El
amor de Dios es el que le da valor a mi vida. No son mis méritos ni mis logros. No se trata sólo de ser bueno o no serlo.
Sé
que mis obras no son siempre virtuosas. No lo consigo. Es su amor el
que le da valor a mi vida. A mis luchas y a mis caídas.
Me
llama para que esté con Él cada día. Me ha amado antes que yo a Él y me ha
mostrado su benevolencia.
Me
ha dicho que me necesita en su barca, en mi barca. Con mis fisuras, con mis
heridas. Eso me consuela siempre y me alegra el alma.
Su
amor me envía para hacer crecer su presencia en muchos corazones. No hay amor
más grande que dar la vida por amor a Él.
Jesús
viene a mi carne para salvarla. Yo la desprecio porque me ato a la tierra.
Tengo pasiones desordenadas. Pierdo el tiempo en cosas que no son de Dios.
Parece que no me mueve siempre a obrar el deseo de llevar a todas partes su
Palabra. Es mi carne que tira de mí hacia la tierra.
Dice
el Padre Kentenich: “Tiene un cariño profundo y cálido por cada hombre
y se interesa personalmente por cada cosa, por más pequeña que sea. Hizo que su
Hijo asumiera la naturaleza humana con todas las inclinaciones y pasiones
nobles del ser humano. El interés personal de Dios por nosotros tiene sobre
todo dos características: Es infinitamente tierno y atento, vale
decir, el Padre nos regaló en su Hijo, por así decirlo, un espejo que refleja
su amor paternal infinitamente tierno y atento, y que nos ayuda a comprender
ese amor”[2].
Un
amor tierno y atento. Me gusta la definición de su amor. Un amor atento a mis
necesidades. A mis más leves deseos. Así es el amor verdadero. Un amor que está
atento a los más mínimos anhelos.
¿Qué
desean aquellos con los que comparto el camino? ¿Qué desean aquellos a los que
más amo? ¿Vivo cumpliendo sus deseos? ¿Me pregunto cómo están, qué
sueñan, qué desean, qué les falta para ser felices?
Me
da miedo vivir centrado sólo en mí. Pensando en lo que me hace falta. En lo que
necesito. Quiero un amor atento a la más mínima preocupación de la
persona amada.
Necesito
entregar la ternura de Dios en mi amor. Quiero tener más delicadeza en el
trato. Un amor que abrace con ternura.
La
ternura que recibo de Dios amansa mi corazón. Mis rabias y mis miedos. La
ternura me dice que puedo estar en paz. Que puedo vivir sin miedos.
Es
esa ternura que posee una madre al abrazar a su hijo pequeño. Esa ternura que
olvido con las personas amadas que no me dejan ver su vulnerabilidad.
Ante
el que parece no necesitarme, no me muestro tierno. La ternura la escondo
detrás de una capa de dureza. Mi amor tierno puede sacar lo mejor de la persona
amada. Desarma sus defensas. Rompe sus muros.
Necesito
un corazón grande y tierno. Capaz de abrazar y sostener siempre. Ese
amor es el que mi alma desea.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia