28.6.18

CREYENTES Y NO CREYENTES PUEDEN TENER BONDAD, ¿QUÉ LOS DISTINGUE ENTONCES?

La ternura de Dios, su abrazo infinito, es lo que me salva, me abraza cada vez que me revisto de su piel, hace fuerte mis fragilidades y fecunda mis palabras

JoelValve/Unsplash | CC0
Dios me quiere como soy, en mi verdad, en mi pobreza. Ama mi carne y mi alma. Mis pasiones y mis miedos. Mis anhelos grandes y mis tentaciones que me vuelven frágil y vulnerable.


Dios se conmueve cuando me ve necesitado. Cuando le hago ver que lo necesito.

A menudo me veo autosuficiente. Como si no necesitara a nadie, ni siquiera a Dios. No busco la ternura ni la compasión. No me gusta parecer débil ante los hombres. 

El papa Francisco comenta: “¡Cuántas veces pienso que le tenemos miedo a la ternura de Dios! No dejamos experimentar la ternura de Dios. Y por eso tantas veces somos duros, severos, somos pastores sin ternura. No creemos en un Dios etéreo. Creemos en un Dios que se hizo carne. Un Dios que nos va a aliviar”.

La ternura de Dios, su abrazo infinito, es lo que me salva. Me abraza cada vez que me revisto de su piel. Hace fuerte mis fragilidades y fecunda mis palabras. Él lo hace.

El otro día una persona comentaba: “A menudo los no creyentes son mejores que los que creemos. Tienen más bondad, son más misericordiosos”. Y es muy posible.

Ser creyente no significa ser sólo bueno. La fe, el amor de Dios en mí, lo que hace es multiplicar la fuerza de mi actuar.

Mi bondad, llena de su misericordia, es un torrente que todo lo arrasa, un fuego que todo lo devora.

El amor de Dios en mi carne convierte mi bondad en todopoderosa. No soy yo, es mi naturaleza llena de la fuerza de Dios.

Por eso necesito que Dios me abrace por la espalda todas las mañanas. Me hace falta que me diga que mi vida vale la pena, recordándome el poder de mi amor tan débil.

Quiero que me llame para estar con Él no porque yo sea fantástico, sino porque me ha perdonado, me ha mirado y me ha llamado para estar a su lado. Lo necesito. ¿Hay algo más grande que su compañía?

Jesús me quiere no por lo que hago o dejo de hacer, sino por lo que soy. Valgo la pena porque Él me ama y ha sembrado en mí un amor infinito.

Decía el padre José Kentenich: “Dios no nos ama porque seamos buenos y nos hayamos portado bien, sino precisamente porque es nuestro Padre. Porque su amor misericordioso fluye con más riqueza hacia nosotros cuando aceptamos con alegría nuestros límites, nuestras debilidades y miserias”[1].

El amor de Dios es el que le da valor a mi vida. No son mis méritos ni mis logros. No se trata sólo de ser bueno o no serlo.

Sé que mis obras no son siempre virtuosas. No lo consigo. Es su amor el que le da valor a mi vida. A mis luchas y a mis caídas.

Me llama para que esté con Él cada día. Me ha amado antes que yo a Él y me ha mostrado su benevolencia.

Me ha dicho que me necesita en su barca, en mi barca. Con mis fisuras, con mis heridas. Eso me consuela siempre y me alegra el alma.

Su amor me envía para hacer crecer su presencia en muchos corazones. No hay amor más grande que dar la vida por amor a Él.

Jesús viene a mi carne para salvarla. Yo la desprecio porque me ato a la tierra. Tengo pasiones desordenadas. Pierdo el tiempo en cosas que no son de Dios. Parece que no me mueve siempre a obrar el deseo de llevar a todas partes su Palabra. Es mi carne que tira de mí hacia la tierra.

Dice el Padre Kentenich: “Tiene un cariño profundo y cálido por cada hombre y se interesa personalmente por cada cosa, por más pequeña que sea. Hizo que su Hijo asumiera la naturaleza humana con todas las inclinaciones y pasiones nobles del ser humano. El interés personal de Dios por nosotros tiene sobre todo dos características: Es infinitamente tierno y atento, vale decir, el Padre nos regaló en su Hijo, por así decirlo, un espejo que refleja su amor paternal infinitamente tierno y atento, y que nos ayuda a comprender ese amor”[2].

Un amor tierno y atento. Me gusta la definición de su amor. Un amor atento a mis necesidades. A mis más leves deseos. Así es el amor verdadero. Un amor que está atento a los más mínimos anhelos.

¿Qué desean aquellos con los que comparto el camino? ¿Qué desean aquellos a los que más amo? ¿Vivo cumpliendo sus deseos? ¿Me pregunto cómo están, qué sueñan, qué desean, qué les falta para ser felices?

Me da miedo vivir centrado sólo en mí. Pensando en lo que me hace falta. En lo que necesito. Quiero un amor atento a la más mínima preocupación de la persona amada.

Necesito entregar la ternura de Dios en mi amor. Quiero tener más delicadeza en el trato. Un amor que abrace con ternura.

La ternura que recibo de Dios amansa mi corazón. Mis rabias y mis miedos. La ternura me dice que puedo estar en paz. Que puedo vivir sin miedos.

Es esa ternura que posee una madre al abrazar a su hijo pequeño. Esa ternura que olvido con las personas amadas que no me dejan ver su vulnerabilidad.

Ante el que parece no necesitarme, no me muestro tierno. La ternura la escondo detrás de una capa de dureza. Mi amor tierno puede sacar lo mejor de la persona amada. Desarma sus defensas. Rompe sus muros.

Necesito un corazón grande y tierno. Capaz de abrazar y sostener siempre. Ese amor es el que mi alma desea.

[1] J. Kentenich, Carta a su familia de Schoenstatt, 13 diciembre 1965
[2] Christian Feldmann, Rebelde de Dios
 
Carlos Padilla Esteban

Fuente: Aleteia

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