«Yo, que he estado tan lejos, tan separado de Dios, que he habitado en el infierno [de las drogas], ahora no puedo vivir sin Él», confiesa Ángel en el documental
El reportaje multimedia Regreso a
Ítaca, realizado por un grupo de periodistas y desarrolladores
vinculados al Opus Dei, recoge el testimonio de seis personas que después de
muchos años sin práctica religiosa han vuelta a la Iglesia en torno a los 50
años.
«Ítaca es algo más que una isla en el mar Jónico.
Es el paraíso donde Ulises vivía feliz con Penélope y su hijo Telémaco. La
tierra dulce de la infancia que un día le vio irse y, décadas después, le vio
volver. Homero relató en La Odisea la aventura larga, ardua y peligrosa del
héroe. Desde entonces Ítaca es el símbolo del viaje que te devuelve a casa.
Nuestros protagonistas vivieron su infancia en la
Iglesia, en el terreno fértil y gozoso de la fe. Pero un día, como Ulises,
decidieron abandonar Ítaca y estuvieron lejos mucho tiempo. Para algunos, la
ausencia significó el abismo; para otros, el vacío; para todos, la nostalgia.
Algunos renegaron de Ítaca, otros simplemente la olvidaron, algunos se quedaron
por los alrededores. Pero todos, llegado un momento, decidieron volver.
Regresar a la Iglesia. Pisar tierra firme».
Esta es la carta de presentación del reportaje
multimedia Regreso a Ítaca,
realizado por un grupo de periodistas y desarrolladores vinculados al Opus Dei
y que recoge el testimonio de seis personas que después de muchos años sin
práctica religiosa han vuelta a la Iglesia en torno a los 50.
En el documental Rosa, África, José, Ángel, María y
Manuel cuentan cómo fueron aparcando su fe. «Yo lo hacía todo por cumplir, por
quedar bien, me sentía obligada», confiesa Rosa. África, por su parte, recuerda
cómo estuvo 20 años diciéndole que no a Dios. María, sin embargo, dejó de rezar
«porque no se cumplía nada de lo que pedía» y José no solo se apartó de Dios,
sino que además «le eché la culpa [de la muerte de mi madre] y le odié. No
tenía sitio en mi vida». Asimismo, en el reportaje todos rememoran a su vez
cuáles fueron los momentos clave de su regreso a la Iglesia.
Educado en la
fe católica
Especialmente llamativa es la vuelta a casa de Ángel. Este
madrileño nació en 1964 en el Puente de Vallecas y a los 14 años consiguió su
primer trabajo. Sus padres le habían educado en la fe católica y en el esfuerzo
por salir adelante. Así, logró conseguir un puesto de trabajo en La perdiz de
Somontes, un famoso restaurante situado muy cerca del palacio de la Zarzuela.
En 1991 se casó con Petri y poco tiempo después el
matrimonio tuvo una hija que respondía al nombre de María Jesús. Todo iba bien
hasta que la droga, convertida en el peor de los asesinos, se llevó por delante
la vida de su hermano Jesús. Solo tenía 22 años.
«La depresión por la muerte del hermano pequeño,
sus primeros escarceos con las drogas, unidos a dificultades económicas y a
temas personales que Ángel prefiere no confiar al micrófono, se llevan también
por delante su matrimonio», se lee en el reportaje.
En el infierno
de las drogas
Ante las desgracias y la soledad, Ángel se refugió
«en las drogas sin saber que iba directamente a refugiarme en el infierno.
Nadie lo sabe hasta que no estás dentro, pero la droga es un infierno. Es estar
muerto pensando que estás vivo. El cuerpo te hierve. Tienes al diablo dentro»,
explica él mismo.
Ángel tuvo que hacer frente también a la muerte de
su madre. Ella «era lo único que tenía. La que, a pesar de todo, me seguía
queriendo». Y tras su fallecimiento, «rompo definitivamente con Dios. “¿Cómo
puedes ser tan malvado?”, le decía».
Libertad entre
rejas
Por último, y cuando pasado ya algún tiempo parecía
que iba a desintoxicarse y remontaba el vuelo, llegó la cárcel. Tuvo que
ingresar para cumplir una antigua condena por estafa. Pero fue entre rejas, «en
medio de esa amargura», cuando Ángel empezó a sentir a Dios cerca, algo que «no
sabría explicar» porque estaba «muy lejos de cualquier práctica religiosa».
Una vez fuera de la cárcel, mientras luchaba por
sobrevivir, Ángel visitaba cada vez con más asiduidad la parroquia de San Ramón
Nonato. Algunas veces acudía a dormir, otras a pedir y siempre para rezar. Y es
precisamente en los alrededores del templo donde se reencontró con su hija, a
la que hacía 18 años que no veía –desde que María Jesús tenía 1 año–. «A ella
le habían dicho que yo había muerto. Pero nos reconocimos. Estuvimos media hora
abrazados, llorando. Desde entonces, ella sabe que su padre está aquí, para lo
que necesite».
En los alrededores de la parroquia, Ángel también
se encontró por aquel entonces con la hermana Sara, que le ofreció cobijo en la
residencia de Nazaret –un lugar para personas sin hogar muy cercano a San Ramón
Nonato–.
«Mi vida empieza a cambiar. Me siento acogido. Como
no tengo trabajo me exigen ayudar en la residencia, en un comedor social y en
la parroquia. Y empiezo a trabajar, a coger responsabilidades. Ayudo en lo que
puedo y empiezo a recobrar la autoestima. Tengo el día lleno, ocupándome de los
demás. Empiezo a desarrollar algunas habilidades que me había enseñado mi
madre; de orden y organización. Cada vez me siento más fuerte, he dejado de
consumir y empiezo a ser dueño de mí mismo».
El empujón definitivo para alcanzar la costa de
Ítaca se lo da una voz interior que le dice: «Ánimo Ángel, sigue así, que vas
bien». Ángel no lo puede explicar pero después de aquella frase rompió a
llorar. «Llevaba toda su vida escuchando reproches» y ahora, «se siente
alentado, querido, perdonado, animado, curado», se lee en Regreso a Ítaca.
«Ahora trabaja en el Retiro, en un puesto de
bebidas, y gasta sus horas
ayudando a la parroquia en lo que puede. Yo, que he estado tan lejos, tan
separado de Dios, que he habitado en el infierno, ahora no puedo vivir sin Él.
Después de una vida tan intensa y dolorosa he llegado a casa. A mi casa».
Fuente: Alfa y
Omega