Solemnidad
San Pedro y San Pablo
“Jesús
toca la miseria humana, invitándonos a estar con él y a tocar la carne
sufriente de los demás”, ha expresado el Santo Padre en su homilía, pronunciada
en la Misa de esta mañana, 29 de junio de 2018, después de haber bendecido los
Palios.
En
la solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, a las 9:30 horas, en la
plaza de San Pedro, el Santo Padre Francisco ha bendecido los Palios, tomados
de la confesión del apóstol Pedro y destinados a los arzobispos metropolitanos
nombrados durante el año.
“No
son pocas las veces que sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una
prudente distancia de las llagas del Señor”, ha advertido el Papa Francisco a
todos los fieles presentes en la Misa.
“Confesar
la fe con nuestros labios y con nuestro corazón exige –como le exigió a Pedro–
identificar los “secreteos” del maligno. Aprender a discernir y descubrir esos
cobertizos personales o comunitarios que nos mantienen a distancia del nudo de
la tormenta humana”, ha anunciado el Pontífice.
Patriarcado Ecuménico de
Constantinopla
Como
de costumbre con ocasión de la fiesta de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo,
Patronos de la Ciudad de Roma, una delegación del Patriarcado Ecuménico de
Constantinopla fue enviada por Su Beatitud Bartolomé y dirigida por su
Eminencia Job, Arzobispo de Telmessos, acompañado de su Gracia Theodoretos,
obispo de Nazianzos, y del reverendo Alexander Koutsis, diácono patriarcal.
A
continuación, ofrecemos la homilía del Santo Padre, pronunciada en la
Eucaristía de la solemnidad de San Pedro y San Pablo, patronos de Roma.
***
Homilía del Santo Padre
Las
lecturas proclamadas nos permiten tomar contacto con la tradición apostólica
más rica, esa que «no es una transmisión de cosas muertas o palabras sino el
río vivo que se remonta a los orígenes, el río en el que los orígenes están
siempre presentes» (Benedicto XVI, Catequesis, 26 abril 2006) y nos
ofrecen las llaves del Reino de los cielos (cf. Mt 16, 19). Tradición
perenne y siempre nueva que reaviva y refresca la alegría del Evangelio, y nos
permite así poder confesar con nuestros labios y con nuestro corazón:
«Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 11).
Todo
el Evangelio busca responder a la pregunta que anidaba en el corazón del Pueblo
de Israel y que tampoco hoy deja de estar en tantos rostros sedientos de vida:
«¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?» (Mt 11,3).
Pregunta que Jesús retoma y hace a sus discípulos: «Y vosotros, ¿quién decís
que soy yo?» (Mt 16, 15).
Pedro,
tomando la palabra en Cesarea de Filipo, le otorga a Jesús el título más grande
con el que podía llamarlo: «Tú eres el Mesías» (Mt 16, 16), es decir, el
Ungido de Dios. Me gusta saber que fue el Padre quien inspiró esta respuesta a
Pedro, que veía cómo Jesús ungía a su Pueblo. Jesús, el Ungido, que de poblado
en poblado, camina con el único deseo de salvar y levantar lo que se
consideraba perdido: “unge” al muerto (cf. Mc 5, 41-42; Lc 7,
14-15), unge al enfermo (cf. Mc 6, 13; St 5, 14), unge las
heridas (cf. Lc 10,34), unge al penitente (cf. Mt 6, 17),
unge la esperanza (cf. Lc 7, 38; 7, 46; 10, 34; Jn 11, 2;
12, 3). En esa unción, cada pecador, perdedor, enfermo, pagano —allí donde se
encontraba— pudo sentirse miembro amado de la familia de Dios. Con sus gestos,
Jesús les decía de modo personal: tú me perteneces.
Como
Pedro, también nosotros podemos confesar con nuestros labios y con nuestro
corazón no solo lo que hemos oído, sino también la realidad tangible de
nuestras vidas: hemos sido resucitados, curados, reformados, esperanzados por
la unción del Santo. Todo yugo de esclavitud es destruido a causa de su
unción (cf. Is 10, 27). No nos es lícito perder la alegría y la
memoria de sabernos rescatados, esa alegría que nos lleva a confesar «tú eres
el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16).
Y
es interesante, luego, prestar atención a la secuencia de este pasaje del
Evangelio en que Pedro confiesa la fe: «Desde entonces comenzó Jesús a
manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho
por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser
ejecutado y resucitar al tercer día» (Mt 16, 21). El Ungido de Dios lleva
el amor y la misericordia del Padre hasta sus últimas consecuencias. Tal amor
misericordioso supone ir a todos los rincones de la vida para alcanzar a todos,
aunque eso le costase el “buen nombre”, las comodidades, la posición… el
martirio.
Ante
este anuncio tan inesperado, Pedro reacciona: «¡Lejos de ti tal cosa, Señor!
Eso no puede pasarte» (Mt 16, 22), y se transforma inmediatamente en
piedra de tropiezo en el camino del Mesías; y creyendo defender los derechos de
Dios, sin darse cuenta se transforma en su enemigo (lo llama “Satanás”).
Contemplar
la vida de Pedro y su confesión, es también aprender a conocer las
tentaciones que acompañarán la vida del discípulo. Como Pedro, como Iglesia,
estaremos siempre tentados por esos “secreteos” del maligno que serán piedra de
tropiezo para la misión. Y digo “secreteos” porque el demonio seduce a
escondidas, procurando que no se conozca su intención, «se comporta como vano
enamorado en querer mantenerse en secreto y no ser descubierto» (S. Ignacio de
Loyola, Ejercicios Espirituales, n. 326).
En
cambio, participar de la unción de Cristo es participar de su gloria, que es su
Cruz: Padre, glorifica a tu Hijo… «Padre, glorifica tu nombre» (Jn 12, 28).
Gloria y cruz en Jesucristo van de la mano y no pueden separarse; porque cuando
se abandona la cruz, aunque nos introduzcamos en el esplendor deslumbrante de
la gloria, nos engañaremos, ya que eso no será la gloria de Dios, sino la mofa
del “adversario”.
No
son pocas las veces que sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una
prudente distancia de las llagas del Señor. Jesús toca la miseria humana,
invitándonos a estar con él y a tocar la carne sufriente de los demás. Confesar
la fe con nuestros labios y con nuestro corazón exige —como le exigió a Pedro—
identificar los “secreteos” del maligno. Aprender a discernir y descubrir esos
cobertizos personales o comunitarios que nos mantienen a distancia del nudo de
la tormenta humana; que nos impiden entrar en contacto con la existencia
concreta de los otros y nos privan, en definitiva, de conocer la fuerza
revolucionaria de la ternura de Dios (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium,
270).
Al
no separar la gloria de la cruz, Jesús quiere rescatar a sus discípulos, a su
Iglesia, de triunfalismos vacíos: vacíos de amor, vacíos de servicio, vacíos de
compasión, vacíos de pueblo. La quiere rescatar de una imaginación sin límites
que no sabe poner raíces en la vida del Pueblo fiel o, lo que sería peor, cree
que el servicio a su Señor le pide desembarazarse de los caminos polvorientos
de la historia. Contemplar y seguir a Cristo exige dejar que el corazón se abra
al Padre y a todos aquellos con los que él mismo se quiso identificar (Cf. S.
Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, 49), y esto con la certeza de saber
que no abandona a su pueblo.
Queridos
hermanos, sigue latiendo en millones de rostros la pregunta: «¿Eres tú el que
ha de venir o tenemos que esperar a otro?» (Mt 11,3). Confesemos con
nuestros labios y con nuestro corazón: «Jesucristo es Señor» (Flp 2,11).
Este es nuestro cantus firmus que todos los días estamos invitados a
entonar. Con la sencillez, la certeza y la alegría de saber que «la Iglesia
resplandece no con luz propia, sino con la de Cristo. Recibe su esplendor del
Sol de justicia, para poder decir luego: “Vivo, pero no soy yo el que vive, es
Cristo quien vive en mí” (Ga 2, 20)»
(S. Ambosio, Hexaemeron, IV, 8, 32).
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Fuente: Zenit