Temo que se haya convertido en hábito, no quiero
esa desidia transformada en forma de vida
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Dicen que la pereza es el peso que me tira
por tierra en ese espacio en el que me muevo entre el deseo de hacer algo y su
realización.
Me detengo ante ese muro
infranqueable que me impide vislumbrar hacia donde estoy caminando.
Es la ceguera que no me permite
ver la catedral que estoy construyendo cuando aparentemente sólo estoy cargando
piedras.
Es la pereza una fuerza
irresistible que me lleva a caer muy bajo en una pobre inactividad. Es como una
parálisis que arruina todos mis deseos de seguir luchando.
Dicen que hay un momento en la
carrera de larga duración en el que todo tiembla. Las fuerzas flaquean, dudo y
no me creo capaz de llegar a la meta.
Son esos momentos en los que
creo que el partido está perdido, aunque yo vaya ganando. Es el desánimo que
me hace tirar la toalla antes de tiempo, o dejar de correr creyendo que ya he
perdido, aunque aún quede tiempo para luchar por la victoria.
No sé si es un gen, o un don
natural, o una gracia divina, lo que me permite seguir luchando a pesar del
desánimo, en medio de la noche, al borde del precipicio.
Venciendo la pereza y la acedía
que podrían acabar con todos mis sueños y echar por tierra mis ilusiones.
Comentaba un entrenador de
fútbol: “No
ganan siempre los buenos, ganan los que luchan. Como en las grandes batallas, a
veces no gana el mejor, sino el que está más convencido”.
Pero a veces me levanto y siento
que me puedo comer el mundo sin apenas esfuerzo. Otras veces es tan pesada la
roca que tengo que mover que prefiero quedarme quieto sin hacer nada.
Entre el comienzo del deseo y la
satisfacción de haber llegado a la meta existe un largo camino que a veces me
cuesta recorrer.
Comienza con un trote ligero
cuando parezco dispuesto a llegar lo más lejos posible. Pero a menudo me
encuentro caminando despacio a mitad de la carrera.
No sé cómo se hace para no
perder nunca de vista la meta que deseo, la cima de la
montaña, el sueño que he cuidado en el alma.
No sé cómo no distraerme viendo
otros paisajes atractivos junto a mi camino. Lugares de descanso, espacios de
paraíso, mares, ríos y verdes valles. Mientras que el esfuerzo y el sacrificio
van socavando mi ánimo.
Me
gustaría tener el premio sin haber tenido que jugar, lograr llegar a la meta sin haber
corrido en exceso. Obtener la flor que nace más alta sin haber tenido que
trepar las alturas.
Es un deseo insano e inmaduro
que a veces me lleva a la pereza. Temo que se haya convertido en hábito. No
quiero esa desidia transformada en forma de vida. No quiero ser
así, me lo repito.
Decido levantarme cada mañana
con una ilusión nueva, haciendo lo de siempre, de una manera diferente.
Tal vez puedo inventarme planes
nuevos, dejar de hacer algunas cosas de las que hacía siempre, sólo por cambiar
algo.
Podría inventarme nuevos retos
casi inalcanzables pensando que sería capaz de tocarlos algún día si me dejara
llevar por la fuerza del viento.
Tal vez podría incluso modificar
en algo las metas que sueño, los finales que imagino. Ese ideal que sembró Dios
un día en lo más profundo de mi alma.
Veo que me visita a veces el
demonio del mediodía, como así lo llaman algunos, seduciéndome
para caer en la pereza y el desánimo.
Suele llegar a esa edad en la
que la vida ya no es sólo futuro sino un presente inmediato cargado de pasado.
Y al mirar hacia delante, surge la ansiedad.
Puedo pensar que he realizado mucho más de lo que soñaba cuando era joven. O
puedo pensar que me pesa demasiado lo que vivo y me agobia por no haber
conseguido todo lo que esperaba.
En cualquier caso me muevo en la
eterna duda: puedo cambiar las cosas y hacerlas de forma
diferente, o puedo dejarlas como están y seguir caminando.
Puedo mejorar algunas, o puedo
romper con otras porque no todo tiene que ser siempre igual. Puedo dejar el
camino que sigo y empezar otro, demasiado drástico.
Haga lo que haga creo que lo
importante es que deje que Dios entre en mi vida, entre los
muros de mi alma.
Que Dios barra el polvo de mi
pereza y ponga en orden lo que no está en orden y comience en mí una obra nueva.
Él sí que puede hacer que cambien las cosas en mí. Lo tengo claro, yo solo no
puedo cambiarlas.
Comenta el padre José Kentenich: “La
prueba de la autenticidad del amor ha de consistir en una seria santificación
de sí mismo, en una enérgica educación de sí mismo al servicio de la Santísima
Virgen y del apostolado: – Les pido esa santificación. Es la coraza que han de
ponerse, la espada con la cual luchar por sus deseos”[1].
Sólo me queda por reconocer que
la mayor parte de las cosas que tengo y que hago no van a cambiar nunca.
Soy
el que soy y miro con nostalgia la imagen que sueño de mí mismo. Conozco ese peso de mi alma cuando cae en
la pereza.
Tengo que aceptar que tal vez me
acompañe siempre como parte de la cruz sagrada el peso de mi vida. Eso lo
entiendo, lo acepto y lo quiero.
Pero no tiro la toalla y sigo
recorriendo los caminos que tengo ante mis ojos. “Es erróneo que un luchador de Dios aquí en
la tierra se deje abatir por las dificultades. Las dificultades deben ser para
nosotros una tarea”[2].
No me desanimo. No dejo de
luchar y de aspirar a ser santo, a ser de Dios, a ser más niño. Sigo
luchando por mis deseos.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia