Dios me va a ir dando las fuerzas necesarias para
afrontar cada etapa de la vida, todo lo pongo en sus manos
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Hay cuentos y frases que cuando las digo yo
tienen poca fuerza. Tal vez porque esas frases tienen que ver con una realidad
que no estoy viviendo.
Es verdad que comunican una
enseñanza, me hablan de un valor, de una forma de entender la vida. Pero cuando
esa misma frase o ese cuento lo relata alguien que lo está viviendo, de golpe
su enseñanza tiene la fuerza de la carne y de la vida. La
fuerza de lo auténtico, de lo verdadero.
El otro día leía la historia de
una persona enferma de cáncer. En su etapa terminal, para animar a su esposa y
darle esperanza, le cuenta un cuento que tiene mucho más peso por las
circunstancias que están viviendo:
“Imagínate
que hay un incendio y estás con tu hijo pequeño, Marcos. ¿Acaso crees que él es
el que tiene que decidir cuál es el mejor camino para salir de la casa? No
puedes dejar que él decida, porque aunque se empeñe, tú sabrás mejor que él
cómo escapar y salvarlo. Comparados con Dios nosotros somos mucho más pequeños.
Él sabe cuál es el mejor camino para sacarnos del incendio”[1].
Me quedo pensando en la fuerza
de ese cuento contado por aquel que no sabe cómo va a salir del incendio.
Pienso en ese dolor ante una muerte próxima.
En ese momento sus palabras
tienen una fuerza que las mías no tienen. Ante la angustia de la muerte brota de sus
palabras la esperanza de una vida verdadera, para siempre.
Una ventana abierta en medio de
la noche y la oscuridad. La confianza ciega en un Padre que me quiere más allá
de lo que creo.
A menudo descubro que me
cuesta confiar. Creo saber tantas veces la mejor forma de hacer
las cosas. Creo conocer el mejor camino para salir del incendio. Sé lo que me
conviene, lo que deseo. Y me empeño en descifrar los mejores senderos que me
lleven a los mejores prados.
Creo que lo tengo claro, más que
Dios, lo que a mí me conviene: “Yo no podía aceptar que lo mejor para
nosotros era que él se fuera de mi lado. Aunque Javi siempre me repite que Dios
es tan padre tuyo como mío y de nuestros hijos y por tanto sólo quiere lo mejor
para todos nosotros. Dios me va a ir dando las fuerzas
necesarias para afrontar cada etapa de la vida”[2].
Me impresiona esa confianza en
Dios cuando todas las fuerzas flaquean y los miedos pesan tanto en el alma. Esa
confianza a prueba de fuego es la que me falta a mí tan a menudo.
Quiero hacer mis planes sin
hacer caso a las insinuaciones de Dios. Quiero seguir mi rumbo y marcar yo la
dirección de mi vida. Me rebelo ante las contrariedades y
dificultades que se me imponen.
Cuento sólo con mis fuerzas,
aunque compruebe una y otra vez que no son suficientes. Veo lo poco que tengo
en mis manos y me rebelo. Veo mi agua sucia, mi pobre carne herida, mis pocos
panes y peces.
No puedo hacer frente a la vida
que me reclama la entrega total. No puedo superar todas las dificultades que
se me plantean. Hay demasiados hombres en mi vida a los que
alimentar. Me parece imposible el milagro que se me exige.
Desconfío entonces de ese Dios
que es mi Padre y yo su hijo para el que quiere lo mejor. Dudo de sus fuerzas
comprobando mis pocas fuerzas.
Tengo miedo de aceptar una
voluntad que no es la mía y me da miedo que fracasen mis intentos por lograr la
victoria. No cuadra todo según mis mezquinos cálculos humanos.
Quisiera
aprender a confiar más en
ese Dios que entra en mi casa en llamas para sacarme de allí. Yo le sugiero el
camino. Le digo que sé un camino seguro para llegar lejos. Pero no escucho su
voz que me pide que no tema, que confíe, que me abandone.
Es necesario que me fíe más de
Dios. Pero también tengo que entregar mis fuerzas. Lo que soy y tengo. Lo que
hago y deshago. Todo lo pongo en sus manos para que haga
milagros.
Comenta el padre José Kentenich: “Pero,
por otra, tampoco nos subestimemos: – Lo que hagamos no deja de carecer de
importancia. La historia de la salvación del mundo depende también de la
historia de mi propio acontecer salvífico. […] San Ignacio decía: – Confiar
como si no existiese una voluntad propia, pero también querer con tanta fuerza
como si no existiese un Dios que nos ayude”[3].
No dejo de luchar por salvar la
vida. Lo hago sin angustias ni miedos porque mi vida está en las manos de Dios.
Quiere mi bien. Sabe el mejor
camino. La mejor solución para saciar mi hambre, mi sed, mi ansiedad. Y me toma
de las manos como un niño. Para que crea y confíe. Para que no deje de luchar
hasta el final del camino. Esa actitud de niño es la que quiero
mantener toda mi vida.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia