Todos tienen algo de poder...
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Hoy se acercan a Jesús Juan y Santiago: “En
aquel tiempo, se acercaron a Jesús los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, y le
dijeron: – Maestro, queremos que hagas lo que te vamos a pedir. Concédenos
sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda”.
Me impresiona su petición. En
Mateo es su madre la que intercede por ellos con la misma petición. Aquí son
ellos los que se arriesgan en su ímpetu. Quieren el primer puesto. ¡Es
tan tentador el poder!
Saber es poder. Poseer es poder.
Ser necesario es poder. Que confíen en mí es poder. Que me admiren es poder.
Que me escuchen, que me sigan. Es sutil la tentación del poder.
Juan y Santiago no quieren ser
uno más dentro de un grupo de doce. Quieren ser especiales, elegidos, a la
derecha y a la izquierda.
El poder de decidir sobre otros.
El poder del que recibe la obediencia de otros. El poder que me hace mirar
desde arriba a los que están sometidos. ¡Cuánta vanidad hay en el poder!
Me conmueve. Me duele. Me dejo
tentar por ese poder. Tiene mucha fuerza de atracción. El poder del dinero, de
las influencias, de los conocimientos. El poder que exige respeto y obediencia. El
poder que puede llevarme al abuso.
Es
tan sutil la distancia entre la humildad y el orgullo. Creo que tengo en mis manos la vida de
los otros. Puedo decidir sobre ellos por un poder misterioso que me han dado.
¿Cómo
uso mi poder? Todos
tienen algo de poder. Yo tengo el mío. Me lo confían y yo lo acaricio como un
tesoro. Temo perderlo. ¡Cuánta vanidad! ¡Cuánta soberbia! Miro a Jesús y a
María. Quiero aprender.
Decía el padre José Kentenich: “La
Santísima Virgen está desvalida exactamente como el Dios todopoderoso está
desvalido. Dios es todopoderoso y, sin embargo, está desvalido. Quiso
hacerse un ser desvalido y
entonces se hizo hombre”[1].
Un Dios desvalido ante mi
libertad. Desvalido al recibirme en sus manos. No fuerza, no impone, no abusa,
no decide por mí lo que me conviene. Respeta mi vida como lo más sagrado.
Dios
todopoderoso. Dios
impotente y desvalido. Un hombre camino del Calvario. Sin defensa ninguna. Sin
palabras. Me impresiona.
Y yo busco el poder. Pero no el poder de
Jesús que es el poder de su amor crucificado, de su servicio abnegado, de su
vida entregada con misericordia.
Quiero, como Juan y Santiago, un
poder distinto, el del mundo. No el que se arrodilla y cubre de besos al hombre
herido. No. Busco el poder del que manda y decide, del que es admirado y
seguido.
El poder que siembra orgullo en
mi alma en lugar de humildad. El poder que siembra distancia en lugar de un
amor más cálido y profundo. El poder que me hace sentir especial en
lugar de hacerme sentir pequeño y necesitado.
Quisiera cambiar mi mirada. Me
cuesta tanto. Jesús me pregunta: “¿Qué queréis que haga por vosotros?”. Me lo pregunta a mí.
Y en ocasiones en mi alma hay
deseos de grandeza, de poder. Deseos de ser admirado y alabado. ¡Qué lejos del
poder de Jesús que se humilla y lava los pies! Quiero ese poder.
El del que sirve sin esperar
nada más. Y abraza al débil y lo cuida como el don más valioso. Y sana
heridas desde su propia herida.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia