El ateísmo actual es más bien de orden práctico, es
en los hechos una indiferencia
Por 9dream studio |
Hace ya varios años el filósofo Gilles
Lipovetsky escribía que el problema de nuestro tiempo no era que “Dios había
muerto”, sino que “a nadie le importa”. Es una imagen clara de la
transformación que ha vivido el ateísmo y su relación con la religión en esta
modernidad tardía.
El filósofo
español Xavier Zubiri escribía en 1935 que el ateísmo era “el signo de nuestros
tiempos”, definiendo su tiempo como “una época de desligación y de
desfundamentación”.
Durante la
segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX, numerosos pensadores
intentaron ofrecer demostraciones racionales de la inexistencia de Dios.
Pero ese
ateísmo teórico tiene hoy pocos continuadores, porque el
ateísmo actual es más bien de orden práctico, es en los hechos una indiferencia respecto
de la pregunta por Dios. Simplemente no interesa.
Si bien en el
mundo anglosajón han surgido “ateos mediáticos”, que viven debatiendo con “la
religión”, en realidad atacan una visión infantil y fundamentalista de la fe
cristiana, con argumentos del positivismo y cientificismo del siglo XIX, que a
veces encuentra algún contrincante con quien discutir de modo muy ingenuo.
La mayoría de
ellos ignora la producción filosófica y teológica del siglo XX respecto de la
fe cristiana.
Por otra
parte, las creencias y prácticas religiosas han crecido, pero en
formas neopaganas y por vías ajenas al cristianismo, como
es el caso de la literatura New Age y las nuevas formas
de búsqueda de trascendencia en ámbitos terapéuticos y
extraños a las instituciones religiosas.
No deja de
ser llamativo que la tendencia religiosa que más crezca en occidente, y
especialmente en los países de avanzada secularización, sean los “creyentes
sin religión”, personas con creencias y prácticas espirituales
que no se sienten parte de ninguna institución religiosa.
Un
ateísmo de prescindencia
En este mismo clima de pluralismo religioso
y religiosidad desinstitucionalizada, el ateísmo que crece ya no es tanto un
ateísmo combativo e intelectual, de rechazo o de oposición a la religión, sino
un “ateísmo de indiferencia”, de prescindencia, donde la pregunta por la
existencia de Dios no se considera relevante para la vida.
A partir de
cierta forma de agnosticismo, al no poder
asegurarse una certeza sobre lo que está más allá de nosotros, se opta por
descartar el asunto como irrelevante.
El ateísmo que crece no manifiesta
argumentos, sino que vive de espaldas a las grandes preguntas. Si se le pregunta a muchas personas que
se proclaman “ateas”, en realidad confiesan no tener problemas con la religión,
sino que no les interesa el tema de si hay o no un Dios.
Incluso
dentro de las Iglesias, el padre Raniero Cantalamessa, predicador del Papa,
advertía hace años sobre un fenómeno similar pero entre los “creyentes”: el
ateísmo práctico en las comunidades cristianas, llamado “pecado de impiedad”.
Lo define
como “decir que se cree en Dios, pero vivir como si Dios no existiera”.
Las razones
de estos fenómenos tienen profundas raíces filosóficas y culturales que no
caben en este artículo, pero nos interesa detenernos en un dato que tal
vez ayude a comprenderlo: la visión utilitaria y plana de lo real.
Una
visión plana de la realidad
El trato funcional con las cosas, que solo
mira la utilidad, arrastra un modo de ver la realidad mucho más plana y
superficial.
Esta mirada
educa en un modo de verlo todo desde su funcionalidad, quedando descartada la
profundidad de lo real y las preguntas más radicales del sentido último de la
vida.
Ni siquiera la verdad importa, salvo que
sea parcial y útil.
La realidad se reduce a una sola dimensión,
cuantificable y medible, con el manto sagrado de ser más “científica”
y así se produce una ceguera para pensar otras dimensiones de lo real.
Aunque según
el sociólogo Peter Berger, esta “sequedad espiritual” genera también
una epidemia incontrolable de sed de sentido y un resurgir de credulidad y
pensamiento mágico, donde la convivencia entre los intereses
por las más sofisticadas soluciones tecnológicas y las necesidades creadas por
el mercado, caminan de la mano con el recurso a todo tipo de neomisticismos e
intereses mágicos y esotéricos.
Si vivimos
así, no
nos hacemos grandes preguntas, solo buscamos satisfacer necesidades inmediatas
con un horizonte estrecho y una mirada superflua sobre las
cosas y sobre los demás.
Incluso las
grandes religiones ceden al mercado de ofertas livianas y ofrecen “tips” para
prácticas devotas, pero que no calan hondamente en la vida de las personas.
Hasta el
cristianismo pentecostal que nació predicando la salvación eterna, hoy habla de
la acción de Dios “aquí y ahora”, prometiendo prosperidad económica, salud y bienestar.
El horizonte religioso se empobrece y se reduce a la gratificación inmediata.
Ya en el
siglo XVII Blas Pascal se preguntaba cómo era posible que los hombres se
preocuparan más por las cosas superfluas, que por el sentido global de su
existencia y su fin definitivo.
“Temen las
más ligeras, las prevén, las sienten; y este mismo hombre que pasa los días y
las noches en la desesperación por la pérdida de su empleo o por alguna ofensa
imaginaria a su honor, es el mismo que sin inquietud y sin emoción sabe que a
va a perderlo todo a su muerte. Es una cosa monstruosa ver a un mismo corazón,
y a un mismo tiempo, esta susceptibilidad ante las menores cosas y
esta extraña imposibilidad ante las más grandes” (Pensamientos,
Art. I).
La
pregunta incómoda: Dios en el horizonte
A lo largo de toda la historia del
pensamiento, y especialmente en los últimos siglos, hombres y mujeres que se
han atrevido a hacerse las preguntas fundamentales, las preguntas por el
sentido y la finalidad de la existencia no han podido esquivar la pregunta por
Dios, ya sea para negarlo o para afirmarlo.
Desde
Nietzsche hasta Heidegger, desde María Zambrano hasta Albert Camus, desde
Herman Hesse hasta Edith Stein, desde Simone Weil hasta Jean Paul Sartre, o
científicos como Planck o Heisenberg, quienes se atreven a dar tiempo a la
reflexión y tienen coraje de preguntar, nos ayudan a ensanchar la mirada.
Ir un poco más profundo en la vida hace
surgir en el horizonte la pregunta por el origen y por el fin, por el sentido
de la vida humana y del Universo.
Cuando en los
planes de evangelización cristianos se desespera por acertar con estrategias de
marketing, se sigue pensando en “las audiencias” y “los públicos”, con sus
intereses y sus necesidades inmediatas, pero se olvida fácilmente el problema
fundamental de la religión hoy: su irrelevancia en las conciencias de
las personas.
Por otra
parte, la
ausencia de reflexión profunda y pensamiento también fomenta en el ámbito
religioso el crecimiento de posturas fanáticas, defensivas,
irracionales y fundamentalistas que no le hacen ningún favor a la religión.
Tal vez la tarea de nuestro tiempo sea
volver a despertar las preguntas, hacerlas surgir, sacudir las anestesiadas
conciencias consumistas con interrogantes incómodos que hagan pensar más allá de la utilidad o
de la ceguera fundamentalista.
Si no hay
preguntas, de nada sirven las respuestas. Nadie busca respuestas para preguntas que
no se hace.
Ayudar a pensar, ayudar a preguntarse por
el sentido último de la vida es abrir la posibilidad para que surja la pregunta
por Dios en el horizonte.
Miguel Pastorino
Fuente: Aleteia