Quizás el dinero, el prestigio, el bienestar o las
seguridades me han llevado a dejar de buscar...
By Antonio Guillem | Shutterstock |
No hace falta ser muy rico para estar
apegado a lo que poseo. Basta con muy poco para ser esclavo de algo, de
alguien. Eso me impresiona siempre.
No importa cuánto tenga o deje
de tener. Lo que sí importa es cuánto me ata y esclaviza lo que poseo. Importa
mi corazón.
Y no sólo son los bienes
materiales. Hablo de fama, prestigio, reconocimiento, amor.
Hablo de comodidad de vida, de seguridades, de bienestar.
Son bienes que se apegan al alma y pesan.
Es
difícil optar por seguir a Jesús cuando el corazón está anclado en lo profundo
de la tierra. Apegado
a la vida del momento, a lo que ahora me da paz y seguridad, al mundo que me
seduce.
Jesús,
con tristeza, habla de lo difícil que es ser rico y a la vez libre para Dios: “Jesús,
mirando alrededor, dijo a sus discípulos: ¡Qué difícil les va a ser a los ricos
entrar en el reino de Dios! Hijos, ¡qué difícil les es entrar en el
reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero!”.
El joven era rico. O mejor
dicho, tenía el corazón apegado a las riquezas. El corazón apegado al
bienestar, a los lujos, a las comodidades.
Surge entonces de mi corazón la
misma pregunta de los discípulos: “Entonces, ¿quién puede salvarse?”. Me
siento a menudo como ese joven rico que se desanima con la petición. Tengo
seguridades y bienes que me hacen esclavo. ¿Cómo puedo ser más libre para Dios?
Jesús me contesta: «Es imposible para los hombres, no para
Dios. Dios lo puede todo».
Esa promesa de Jesús hoy me
tranquiliza. Él puede hacerlo posible en mi carne
enferma, en la fragilidad de mi voluntad, en la tibieza de mi ánimo.
Veo con frecuencia a personas
que reconocen con sinceridad: “Llevo una vida de fe muy tibia”. A
veces la vida me lleva donde no quiero ir.
Soñaba con altos ideales cuando
era joven. Escribía canciones y oraciones elevadas llenas de sueños imposibles.
Creía que estaba entregando el corazón entero.
Y quizás era así en ese momento,
mientras era joven. Mientras la vida era más sencilla mis
opciones de vida eran radicales. Invertía mis veranos en dar la
vida por Dios.
Decía que sí a todo lo que me
pedía Dios a través de personas. Y no quería por ningún motivo aburguesarme con
el paso de los años.
Miraba escandalizado la vida de
esos matrimonios acomodados que como yo un día soñaron con ideales. Y no quería
eso para mí. No quería convertirme en un consumidor de
vida religiosa centrado en mí mismo.
La
vida, los años, apagan los fuegos.
Y queda sólo un rescoldo de fe que el viento del presente lucha por apagar.
La Iglesia y su crisis. Los
abusos y su dolor. Y las decepciones del camino. ¿Cómo se puede encender de nuevo la hoguera
del alma con tanto frío? Es tan fácil caer en la mediocridad,
en la tibieza.
No pretendo juzgarme con dureza.
Pero aspiro a hacer algo más con la vida. Puede que no esté de acuerdo con
todo. Que no me guste todo lo que veo. Pero, ¿dónde quedó mi amor por Jesús?
¿Dónde las promesas que le hice con pasión a María? ¿Dónde mi deseo de vivir
eternamente con Él?
Mi radicalidad de vida pasó al
olvido. Ahora casi todo me parece bien. La fuerza de la costumbre. O los
hábitos en los que Dios no aparece. Y me conformo.
Escucho en mi interior: “¡Qué
difícil les va a ser a los ricos!”.
Llego a sentirme rico. No lo he
dejado todo para seguirlo. Guardo en mi interior tantos recovecos en
los que Dios no entra…
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia