Una regla de oro: no interpretes, pregunta
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A veces me detengo ante la realidad. Ante
una persona. Y juzgo, y opino.
Hace tiempo recuerdo cuando le
recriminaron a una persona por opinar de una película que no había visto. Él
respondió con mucha calma: “Creo que es legítimo opinar de todo.
Incluso de una película que no he visto”. Me llamó la
atención.
Creo que hoy opinar
se ha convertido en un deporte muy popular. No importa de qué
opine. No importa si sé o no sobre ese tema. No importa si es verdad o mentira.
No importa si he visto o no aquello sobre lo que se habla. Yo opino.
Opinar es lo importante. Esté
de acuerdo o no con la verdad. Sea o no cierto. Yo opino.
No me canso de opinar. Vuelvo una y otra vez.
Hace unos días una persona cayó
en la cuenta de una de sus debilidades. Alguien le dijo: “No
interpretes nunca. Antes de opinar, pregunta”.
Me pareció muy bueno el consejo.
Me lo aplico. Miro la realidad y no opino. Pregunto, me informo, investigo,
aprendo. Antes de formarme una opinión sobre algo, sobre alguien, pregunto.
Es verdad que me parece cierto
lo que decía Napoleón I: “No se debe temer a aquellos que tienen
otra opinión, y sí a aquellos que tienen otra opinión pero que son muy cobardes
para manifestarla”.
A veces tengo opiniones nacidas
de la experiencia, de la vida, después de haber preguntado y haber luchado por
llegar a la verdad. Son opiniones fundadas. No superficiales. Pero me da
miedo decirlas.
Temo el rechazo. Temo la
crítica. Creo que si digo lo que pienso me acabarán juzgando. Y eso me da
miedo.
Me callo. Y paso desapercibido. Incluso
los que me rodean acaban creyendo que pienso como ellos. Pero simplemente soy
un cobarde oculto detrás de una opinión que no comparto.
Por miedo al rechazo.
Hay
personas que imponen su opinión con fuerza. No quieren que nadie les lleve la
contraria. Tal vez lo acaban consiguiendo. Nadie les dice que no. Aceptan su
opinión como la única válida.
A veces su opinión sobre la
realidad se acaba imponiendo. Y parece que es verdad lo que es sólo una
opinión.
Depende de quién la diga se
reviste de mayor o menor autoridad. Depende de dónde venga el juicio. Aunque
sea mentira. Aunque sea sólo una mirada subjetiva sobre la verdad.
En
ocasiones parece que sólo una opinión es la verdadera. Y el que piensa distinto
queda excluido. Como
si se tratara de tener un pensamiento único. Una forma única de ver las cosas.
¿Qué pasa entonces con los
diferentes, con los que no son como yo, con los que ven la vida de otra forma?
¿Cómo los miraría Jesús a ellos? ¿Los rechazaría simplemente por ver las cosas
de forma distinta?
Puede ser que a veces me apegue
a una forma rígida de ver las cosas y me dé miedo que alguien rompa mi forma de
mirar la vida.
Siento que así deberían ser las
cosas. Y no como otros las ven. Mi receta me vale, parece infalible. Pero
esa mirada me aleja de la reflexión. No me dejo cuestionar por
los que me rodean. Por el mundo en el que no todo encaja.
Es
como si mi idea tuviera prioridad sobre la realidad. Tal vez el idealismo me
aleja de la vida. Me
recluye en una opinión elevada de lo que debería ser ese cristianismo que Jesús
hizo nacer en mi alma.
“Las
cosas tienen que ser así”, me digo, mientras camino por la vida interpretando
todo lo que veo. Siento que masifico y me masifico. Da
igual si esa masa busca el querer de Dios o vive alejada de él. En ambos casos
es masificación.
El
idealismo alejado de la realidad, también masifica. O plantea metas imposibles
que me frustran,
cuando observo mi propia realidad.
¿Al tocar mi imperfección dejo
de tener cabida en un mundo perfecto que me han creado? ¿Ya no soy un caso
preclaro?
El contacto con la vida me hace
más realista. No menos soñador. No menos apasionado. Tocar
la carne herida me hace más Cristo.
Porque Él se abajó para tocar a
todos, para salvar a todos. No quiso encajonarlos en un mundo perfecto que no
existía. Sí les invitó a soñar con un cielo en el que todos tendrían un lugar y
una esperanza.
Me
gusta más esa mirada que pregunta y no interpreta. Que alienta sin juzgar. Que lo hace todo más fácil para el que
tropieza y cae. Que construye puentes y no muros para separar, a los buenos de
los malos, a los perfectos de los imperfectos, a los puros de los impuros, a
los que piensan como yo y a los que opinan distinto.
Benditas opiniones. Si
pensar distinto me condena a la soledad, puedo llegar a pensar que es mejor no
opinar sobre nada.
O
me adhiero a un pensamiento único que me da la pertenencia que anhelo. Porque mi corazón quiere pertenecer a
un lugar, a una tribu, a un pueblo.
Y si mis opiniones me condenan a
la soledad, mejor no opino. ¿Dónde está el problema? En la forma de mirar. En
la forma de opinar. En la manera que tengo de clasificar a los demás por sus
opiniones. Reflejadas en su forma de vestir, de caminar, de vivir.
Y deseo en mi corazón que los demás acepten
mi opinión, respeten mi forma de ver las cosas, me quieran aunque no comparta
siempre sus puntos de vista.
¿Es esto posible en esta Iglesia
de Jesús que fue matado por no pensar como algunos? Es lo que deseo en el fondo
de mi alma.
Me detengo a observar la vida y
a las personas. Miro el corazón y no me detengo en su aspecto. No miro solo las
caras.
Voy más adentro, allí donde el
alma se desvela y se muestra sin miedo. Porque no hay juicio ni condena. Allí
donde la opinión importa menos. Y sí el amor verdadero y la vida como es en su
esencia.
Esa forma de vivir me gusta más. Me
detengo y pregunto, nunca interpreto.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia