Sólo desde la humildad el poder se aleja de la corrupción
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El poder es
siempre tentador. Es curioso cómo corrompe el alma. Antes de que me dé cuenta
estoy cayendo en esa misma corrupción que tanto me duele cuando la veo en
otros.
Me asusta la
debilidad del poderoso. Ese afán enfermizo por retener la posición de
dominio. Mi cuota de poder es el campo en el que se juega mi
santidad. En ese lugar en el que mando. En el que soy rey. Allí donde
otros me siguen y obedecen.
¿Abuso de mi
poder? Es tentador. Busco que hagan lo que
deseo. No me doy cuenta de lo frágil que es mi voluntad.
Quiero hacer el
bien y hago el mal. Busco respetar a todos en su originalidad y acabo
imponiendo mi punto de vista como el único válido.
Digo que he
venido a servir y me encuentro sirviéndome de mi puesto. Se me olvida mi deseo de dar la vida. Retengo lo que creo que me hace
bien. Me acostumbro a lo bueno. ¡Qué difícil dejar de lado la riqueza
tentadora!
El reino de
Jesús es un reino de pobreza y no de riqueza, un reino de servicio y no de
poder: “Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino
no será destruido jamás”.
La corona de
Jesús no es de oro, es de espinas. El trono sobre el que se sienta Jesús no es
de oro, ni de hierro. Es el madero desde el que entrega su vida. Un reino
pobre, un reino de servicio. Una corona de espinas. Un trono de madera.
He construido
altares de oro y me he sentado en tronos de plata. En honor de Dios, me digo,
para convencerme de mi posición.
Ahí puedo hacer
mucho bien. Pero también puedo herir y despreciar al débil. Se me olvida que soy débil. Acabo ignorando mi fragilidad. No veo mis
torpezas y caídas.
Pienso que
estoy bien. Que lo hago todo bien. Me hace bien reconocer mi pequeñez. Mirar
mis heridas y dolores. Y entregarle a Dios mi impotencia.
Comenta el
padre José Kentenich: “Una sana humildad ve en la debilidad
personal una irresistible invitación a entregarse filialmente a los brazos de
Dios. Sólo aquel que con san Pablo pueda declarar triunfante: – Me
glorío en mis debilidades, porque de ese modo se pone de manifiesto en mí el
poder de Cristo, estará protegido contra una cantidad de psicopatías modernas y
será capaz de sanar y recorrer seguro el empinado camino que lleva a Dios”[1].
Sólo la
humildad me hace entrar en el reino. Cuando soy
humilde es cuando puedo miro la corona de otra forma. Es otra corona la que le
entrego a María para que sea mi Reina, para que gobierne en mí.
Le entrego la
corona desde mi impotencia, desde mi pobreza, desde mi pecado, desde mi
debilidad. Corono a María como reina de mi vida para que Ella lleve el cetro y
gobierne donde yo solo no sé caminar.
Decía el Padre
Kentenich: “Al coronar a María, hagámoslo en primer lugar como reina de
nuestro corazón”[2].
Su reino no es
de este mundo. Porque no tiene las categorías del mundo. Porque su reino es
servicio, pobreza y libertad.
Al entregarle a
María el poder renuncio yo a mi poder. Pongo mi vida en sus manos sin
pretensiones. Empiezo a confiar como un niño.
Me gusta más
esa imagen de corona en las manos de María. Ella abraza mi pequeñez y se abaja
a mi indigencia. Y tira de mí, y usa su poder para sacarme del barro y
llevarme a las alturas.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia