Tranquilidad, no va a depender todo de una decisión
o de un paso en falso
Me gustaría educar mi alma en la confianza.
Creer de verdad que todo va a ir bien aunque no lo parezca. Y que incluso yendo
mal voy a tener paz mirando al cielo.
Hay
momentos en los que pierdo la paz y tiembla mi alma. Como si todo fuera a
depender de una decisión, de un paso en falso, de una mirada, de una palabra. O como si
de repente Dios estuviera dispuesto a quitarme lo que más quiero.
En esos momentos coincido con
las palabras del padre José Kentenich: “Sentimos que a veces nuestra alma está muy
fatigada, que no tenemos fuerzas para seguir adelante. Entonces tiene que
pronunciarse la palabra que obra el milagro, la transformación: – ¡Fiat!”[1].
En realidad, no puedo sostener
el timón de mi barca continuamente y pensar que todos mis pasos están medidos y
seguros.
La
confianza es un don que
Dios me regala, un don que pido. Porque mi tendencia natural es la de
desconfiar. De las personas, de las propuestas, de las ofertas que me hacen, de
los planes que me proponen.
No sé por qué, pero me da
miedo que me hagan daño. Me esquiven, me olviden, me ofendan. Y
pienso que, si doy la confianza a alguien y me falla, nunca más volveré a
darla.
Hay personas a las que pruebo
continuamente. Si me fallan, me alejo. Si actúan como yo espero, permanezco
cerca. Pero sigo expectante. Siempre me pueden fallar. Siempre las pongo a
prueba, para ver si son de fiar.
Me falta la confianza de los
niños que se abandonan. Si así me porto con los hombres, más lo haré con Dios.
Le digo que lo seguiré a donde
vaya. Pero luego no quiero soltar lo que amo, lo que deseo, lo que sueño. Así
es mi alma pequeña y esclava. Deseo el infinito y me conformo con retratos
vagos de una realidad eterna.
Jesús me pide que lo siga y
confíe. Me pide que no mida lo que doy. Que no me compare. Quiere que lo dé
todo sin reservas. Esa petición me desborda.
Me siento como ese niño pequeño
que teme perder sus juguetes. Miro a Jesús contrariado y le digo: “Es
mío”. Y Jesús sonríe.
No sé por qué se me olvida que
me quiere con locura. No sé por qué dudo tanto de su amor, de su
promesa de plenitud.
Me lo dará todo, me lo ha dicho
de mil maneras. Ha venido a mi vida a sembrar esperanzas. Pero yo dudo.
Tal vez porque no me conozco
como decía Nietzsche: “¿Cuántos hombres hay que sepan simplemente observar? Y
entre ellos, ¿cuántos son capaces de observarse a sí mismos? Todos cuantos
sondean el alma saben, muy a su pesar, que cada cual es para sí mismo lo más
lejano”.
Me
gustaría observar mi alma y saber cuáles son mis miedos. Lo que me inquieta, lo que me quita la
paz. Quiero aprender a confiar más. En lo que hay en mi interior. En la verdad
de mi vida.
Decía Ortega y Gasset: “No
sabemos lo que nos pasa, y eso es precisamente lo que nos pasa”. ¿Quién
soy yo? Me pregunto. ¿Quién eres Tú? Le pregunto a Jesús.
Quiero acercarme a Él con pasos
torpes, inseguros. Quiero pedirle que me abra las puertas del reino de su alma.
Quiero que venga a Él a reinar
en mi interior. Dentro de mis muros. Los que he construido por miedo a ser
herido.
No sé bien quién soy yo y lo que
Dios espera. He puesto en sus labios palabras que no me ha exigido. Y lo he
acusado de ser severo cuando Él no lo ha sido nunca conmigo.
He temido sus deseos pensando
que me harían daño, sin conocerlo de verdad. Aún no lo amaba. Y pensaba que no
me conocía.
Pero yo tampoco me conozco. Y no
conociéndome, tampoco conozco cómo es Dios. Como ahora cuando
pretendo que acabe con el mal de mi vida. Y del mundo que me rodea, tan lleno
de dolor.
Necesito aprender a mirar con
sus ojos para no tener miedo. Para no dudar en medio de la noche cuando las
estrellas se apaguen. Para no pensar que su reino ha de ser de este mundo. Y
confiar mucho más en Él.
Decía el P. Kentenich: “Un
maravilloso caminar con Dios que no nos divide internamente porque no es fruto
de nuestro empeño personal sino del Espíritu Santo. De ahí la importancia de
pedir a Dios en oración que nos conceda ese don, que nos envíe el Espíritu para
que colme y transforme nuestra alma”[2].
Quizás necesito que transforme
mi alma para hacerla más confiada, más dócil. Un alma de niño que se abra al
cielo.
Confiar es creer en la bondad
del otro. Creer que quiere siempre lo mejor para mí y nunca me va a dejar solo.
Con esa esperanza quiero avanzar por la vida. Paso a paso.
¡Soy tan desconfiado! De los
demás. De mis fuerzas. Y por supuesto de Dios y su poder infinito. No acabo de
creer en su misericordia. Me falta fe, me lo digo tantas veces.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia