La esperanza no se frustra tan fácilmente porque no
se deja hundir al no cumplirse las expectativas
![]() |
Shutterstock |
Tiene este tiempo de Adviento algo de
espera o tal vez mucho. Como si en medio de las dificultades del camino, en
medio de las dudas, en medio de las pérdidas, brillara una luz como una
estrella y me regalara algo de esperanza.
El
Adviento es para esperar. Pero ¿y si ya no espero nada?
Me recuerda a veces esa
tentación que tengo de decirle al que está triste, no estés triste. Al que
llora, no llores. Al que se desanima, no te agobies. Es como pedir lo imposible
en el momento más inoportuno.
No puedo pedir lo que no me
pueden dar justo entonces. Y yo lo pido.
Alégrate, le digo, al que no
puede levantar la cabeza de su angustia y de su pena. Confía al que desconfía
porque lo ha perdido todo. Levántate al que ha caído y no es capaz de seguir
luchando.
¿No
será mejor quedarme un tiempo sentado junto al caído sin hablar? ¿O llorar un
rato junto al que llora velando su duelo? ¿O sufrir en silencio con el que ha
perdido toda esperanza abrazándole callado? “Un sufrimiento compartido deja de ser
paralizante, es todo lo contrario”[1].
Me parece más humano, no sé si
más sensato, actuar de ese modo. Me parece más de Jesús. Él mismo no quería
solucionar de golpe todos los problemas.
Además, era imposible. Había
renunciado a su poder. Se hizo como yo. Limitado y pobre. Temporal y caduco.
Y así me recuerda que ni Él
mismo fue capaz de saciar toda la sed del mundo. Ni pudo curar
todas las enfermedades que tocó con sus manos. No pudo o renunció a ello en
medio de su pobreza.
Y hoy parece que Jesús viene a
mi vida para levantar mi mirada y hacerme creer en lo imposible. Aunque yo dude
tantas veces de mis fuerzas y no encuentre sentido a todo lo que hago.
Se hacen vivas entonces las
palabras del Papa Francisco: “Aquí también existe un gran desafío para
la Iglesia. La necesidad de dar una palabra de
esperanza y de sentido.
Es necesario partir de la convicción de que el hombre viene de Dios y que, por
lo tanto, una reflexión capaz de proponer las grandes cuestiones sobre el
significado de ser hombres puede encontrar un terreno fértil en las
expectativas más profundas de la humanidad”.
El hombre tiene expectativas. Hay
una diferencia entre tener esperanza y tener expectativas.
Normalmente la esperanza está en
relación con esos cambios que anhelo que sucedan en mi alma. Espero mejorar
como persona. Espero sanarme. Espero alcanzar mis sueños. Espero realizar mis
deseos. Espero realizarme.
Esas esperanzas humanas
descansan en una esperanza más grande que ha sembrado Dios en mi alma.
Espero amar siempre. Espero ser amado siempre. Espero ser eterno y
vivir para siempre.
Sólo Dios puede colmar esa
esperanza más profunda de mi alma. Sólo Él me puede dar un amor eterno y puede
hacer que mi vida sea eterna. Sólo Él puede calmar la sed que tengo
dentro.
Las
expectativas son más concretas. Quieren ser satisfechas de forma más inmediata. Corro el riesgo de amar con la
expectativa de que el otro cambie. Puede satisfacer mi expectativa si de verdad
cambia. Pero también puede defraudarme.
El
amor que vive de expectativas acaba defraudándose siempre. Porque la realidad
no se corresponde con lo que yo espero. Amar de forma madura supone amar desde la gratuidad, no
desde la expectativa.
Leía el otro día: “La
persona no se ve engañada por las expectativas que alimenta con respecto a los
demás, y ello permite acoger a la persona también su huidizo e imprevisible
misterio y encontrarse con ella en la gratuidad”[2].
Un amor lleno de esperanza en el
que no haya expectativas poco realistas. Es el peligro de las expectativas, pueden
ser poco realistas. Espero que me amen como yo amo. Que me
lo demuestren de la misma manera.
La
esperanza me llena de luz. No me produce ansiedad mientras aguardo su
realización.
Justamente la esperanza como virtud ensancha mi corazón y amplía los horizontes
de mi mirada.
Las
expectativas, por su parte, son más reducidas, me estrechan, me vuelven
exigente. No me
ensanchan el alma. Más bien pueden hacerme mezquino y demandante de cariño.
Quiero que se cumplan todas las
expectativas concretas que tengo. Pocas veces los demás se adaptan a mis
expectativas. Algo les falta. En algo me fallan.
Pero
la esperanza como virtud me hace creer en el bien oculto de las personas detrás
del mal que hacen. En
la bondad detrás de sus gestos de furia. En la belleza en medio de la fealdad
de sus obras.
La
esperanza no se frustra tan fácilmente porque no se deja hundir al no cumplirse
las expectativas que
esperaba se realizaran en un corto plazo.
Por eso me gusta el Adviento.
Porque me hace dejar de lado mis expectativas a veces
inmaduras y enfermizas. Y me hace cambiarlas por una
esperanza que me habla de imposibles.
El
problema de la expectativa es que depende del comportamiento de los demás que
no controlo.
Hay
personas que viven esperando el fallo del otro en el amor. No cumple la expectativa que tienen.
Un alma con más esperanzas y
menos expectativas es un alma sana que no vive centrada en su egoísmo y en la
satisfacción de sus deseos.
Es un alma que madura a fuego
lento. Que no tiene prisa en que se cumplan las promesas. Que sabe que la
vida crece despacio. Y la vida verdadera es para siempre, es
eterna.
¿Qué abunda más en mi alma?
Quiero enumerar mis esperanzas. Las que me alegran el alma. Las que tiñen de
luz mi melancolía.
Y quiero también hacer mi lista
de expectativas. ¿No es verdad que me crean ansiedad y reducen mi mirada? Me
vuelven mezquino y crítico con la realidad que me toca vivir.
Hoy le pido a Jesús que me
vuelva paciente. Es tan difícil acoger la esperanza cuando
sólo deseo que todo lo que quiero suceda inmediatamente.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia