Homilía
del Papa Francisco
A
las 21:30 horas, en la Basílica Vaticana, el Santo Padre Francisco ha celebrado
la Santa Misa de la Noche en la Solemnidad del Nacimiento del Señor, el 24
de diciembre de 2018.
En
la Celebración Eucarística, después de la proclamación del Santo Evangelio, el
Papa ha pronunciado la homilía, que ofrecemos a continuación:
***
Homilía del Papa Francisco
José,
con María su esposa, subió «a la ciudad de David, que se llama Belén» (Lc 2, 4).
Esta noche, también nosotros subimos a Belén para descubrir el
misterio de la Navidad.
1. Belén: el nombre
significa casa del pan. En esta “casa” el Señor convoca hoy a la
humanidad. Él sabe que necesitamos alimentarnos para vivir. Pero sabe también
que los alimentos del mundo no sacian el corazón. En la Escritura, el pecado
original de la humanidad está asociado precisamente con tomar alimento: «tomó
de su fruto y comió», dice el libro del Génesis (3, 6). Tomó y comió. El hombre
se convierte en ávido y voraz. Parece que el tener, el acumular cosas es para
muchos el sentido de la vida. Una insaciable codicia atraviesa la historia
humana, hasta las paradojas de hoy, cuando unos pocos banquetean
espléndidamente y muchos no tienen pan para vivir.
Belén
es el punto de inflexión para cambiar el curso de la historia. Allí, Dios, en
la casa del pan, nace en un pesebre. Como si nos dijera: Aquí estoy
para vosotros, como vuestro alimento. No toma, sino que ofrece el alimento; no
da algo, sino que se da él mismo. En Belén descubrimos que Dios no es alguien
que toma la vida, sino aquel que da la vida. Al hombre, acostumbrado desde los
orígenes a tomar y comer, Jesús le dice: «Tomad, comed: esto es mi cuerpo» (Mt 26,
26). El cuerpecito del Niño de Belén propone un modelo de vida nuevo: no
devorar y acaparar, sino compartir y dar. Dios se hace pequeño para ser nuestro
alimento. Nutriéndonos de él, Pan de Vida, podemos renacer en el
amor y romper la espiral de la avidez y la codicia. Desde la “casa del
pan”, Jesús lleva de nuevo al hombre a casa, para que se convierta en un
familiar de su Dios y en un hermano de su prójimo. Ante el pesebre,
comprendemos que lo que alimenta la vida no son los bienes, sino el amor; no es
la voracidad, sino la caridad; no es la abundancia ostentosa, sino la sencillez
que se ha de preservar.
El
Señor sabe que necesitamos alimentarnos todos los días. Por eso se ha ofrecido
a nosotros todos los días de su vida, desde el pesebre de Belén al cenáculo de
Jerusalén. Y todavía hoy, en el altar, se hace pan partido para nosotros: llama
a nuestra puerta para entrar y cenar con nosotros (cf. Ap 3, 20). En
Navidad recibimos en la tierra a Jesús, Pan del cielo: es un alimento que no
caduca nunca, sino que nos permite saborear ya desde ahora la vida eterna.
En
Belén descubrimos que la vida de Dios corre por las venas de la humanidad. Si
la acogemos, la historia cambia a partir de cada uno de nosotros. Porque cuando
Jesús cambia el corazón, el centro de la vida ya no es mi yo hambriento y
egoísta, sino él, que nace y vive por amor. Al estar llamados esta noche a
subir a Belén, casa del pan, preguntémonos: ¿Cuál es el alimento de mi vida,
del que no puedo prescindir?, ¿es el Señor o es otro? Después, entrando en la
gruta, individuando en la tierna pobreza del Niño una nueva fragancia de vida,
la de la sencillez, preguntémonos: ¿Necesito verdaderamente tantas cosas,
tantas recetas complicadas para vivir? ¿Soy capaz de prescindir de tantos
complementos superfluos, para elegir una vida más sencilla? En Belén,
junto a Jesús, vemos gente que ha caminado, como María, José y los pastores.
Jesús es el Pan del camino. No le gustan las digestiones pesadas, largas y
sedentarias, sino que nos pide levantarnos rápidamente de la mesa para servir,
como panes partidos por los demás. Preguntémonos: En Navidad, ¿parto mi pan con
el que no lo tiene?
2.
Después de Belén casa de pan,
reflexionemos sobre Belén ciudad de David. Allí David, que era un joven
pastor, fue elegido por Dios para ser pastor y guía de su pueblo. En Navidad,
en la ciudad de David, los que acogen a Jesús son precisamente los pastores. En
aquella noche —dice el Evangelio— «se llenaron de gran temor» (Lc 2, 9),
pero el ángel les dijo: «No temáis» (v. 10). Resuena muchas veces en el
Evangelio este no temáis: parece el estribillo de Dios que busca al
hombre. Porque el hombre, desde los orígenes, también a causa del pecado, tiene
miedo de Dios: «me dio miedo […] y me escondí» (Gn 3, 10), dice Adán
después del pecado. Belén es el remedio al miedo, porque a pesar del “no” del
hombre, allí Dios dice siempre “sí”: será para siempre Dios con nosotros. Y
para que su presencia no inspire miedo, se hace un niño tierno. No temáis:
no se lo dice a los santos, sino a los pastores, gente sencilla que en aquel
tiempo no se distinguía precisamente por la finura y la devoción. El Hijo de
David nace entre pastores para decirnos que nadie estará jamás solo; tenemos un
Pastor que vence nuestros miedos y nos ama a todos, sin excepción.
Los
pastores de Belén nos dicen también cómo ir al encuentro del Señor. Ellos velan
por la noche: no duermen, sino que hacen lo que Jesús tantas veces nos
pedirá: velar (cf. Mt 25, 13; Mc 13, 35; Lc 21,
36). Permanecen vigilantes, esperan despiertos en la oscuridad, y Dios «los
envolvió de claridad» (Lc 2, 9). Esto vale también para nosotros. Nuestra
vida puede ser una espera, que también en las noches de los problemas se
confía al Señor y lo desea; entonces recibirá su luz. Pero también puede ser
una pretensión, en la que cuentan solo las propias fuerzas y los propios
medios; sin embargo, en este caso el corazón permanece cerrado a la luz de
Dios. Al Señor le gusta que lo esperen y no es posible esperarlo en el sofá,
durmiendo. De hecho, los pastores se mueven: «fueron corriendo», dice el texto
(v. 16). No se quedan quietos como quien cree que ha llegado a la meta y no
necesita nada, sino que van, dejan el rebaño sin custodia, se arriesgan por
Dios. Y después de haber visto a Jesús, aunque no eran expertos en el hablar,
salen a anunciarlo, tanto que «todos los que lo oían se admiraban de lo que les
habían dicho los pastores» (v. 18).
Esperar
despiertos, ir, arriesgar, comunicar la belleza: son gestos de amor. El
buen Pastor, que en Navidad viene para dar la vida a las ovejas, en Pascua le
preguntará a Pedro, y en él a todos nosotros, la cuestión final: «¿Me amas?» (Jn 21,15).
De la respuesta dependerá el futuro del rebaño. Esta noche estamos llamados a
responder, a decirle también nosotros: “Te amo”. La respuesta de cada uno es
esencial para todo el rebaño.
«Vayamos,
pues, a Belén» (Lc 2, 15): así lo dijeron y lo hicieron los pastores.
También nosotros, Señor, queremos ir a Belén. El camino, también hoy, es en
subida: se debe superar la cima del egoísmo, es necesario no resbalar en los
barrancos de la mundanidad y del consumismo. Quiero llegar a Belén, Señor,
porque es allí donde me esperas. Y darme cuenta de que tú, recostado en un
pesebre, eres el pan de mi vida. Necesito la fragancia tierna de tu amor
para ser, yo también, pan partido para el mundo. Tómame sobre tus hombros, buen
Pastor: si me amas, yo también podré amar y tomar de la mano a los hermanos.
Entonces será Navidad, cuando podré decirte: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes
que te amo” (cf. Jn 21, 17).
©
Librería Editorial Vaticano
Fuente:
Zenit






