Cuando no sorprende el Adviento, ni la Navidad, ni
la vida que nace sin que nadie se alegre... ¿qué hacer?
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No sé si la vida, o yo mismo en mi dejadez,
o las circunstancias diversas, han hecho que disminuya mi capacidad para el asombro.
Ya no me asombro con facilidad
de lo que sucede cerca de mí. Doy por evidentes cosas que antes me sorprendían.
Quizás he perdido la ingenuidad
de los niños, su inocencia más pura. Vivo como si me hubiera relajado.
Tal vez es que he puesto el
listón de mis anhelos demasiado bajo y me conformo con cualquier cosa. Lo
acepto todo, lo tolero todo. En mi vida, en la vida de los
demás.
Sé que perder el asombro, la
capacidad de la sorpresa, me debilita. Llego incluso
a no alterarme cuando caigo, cuando fallo, cuando peco, cuando abandono.
Considero hasta normal el pecado que me hace daño.
Puede
ser la experiencia continua de mi pequeñez la que me ha hecho más realista. He visto cómo yo mismo tropiezo y no
estoy a la altura. Sabiendo que son muchos los que caen y tropiezan junto a mí. Me
acostumbro a la mediocridad.
Recuerdo las palabras del padre
José Kentenich: “¡Cuántas limitaciones tiene la Familia! ¿Cómo es mi
insignificancia y pequeñez? ¿Mi punto débil? Lo que precisamos son almas
heroicas, de amor ardiente, que si quieren se pierden en Dios, en una profunda
contemplación. Eso sólo lo puede aquel que recorre el
camino de la pequeñez. Sólo entonces Dios atrae las almas hacia arriba. Hay tiempos en la vida en el que el
más efectivo alimento del amor es la pequeñez y la miseria”[1].
Sus palabras me animan. Veo mi
insignificancia, mi punto débil, y sigo soñando. Me asombra no
llegar más lejos. Pero no me conformo.
Me doy cuenta de algo cierto. Si
tuviera siempre presente mi debilidad, creo que aumentaría en mí la necesidad
de contar más con Dios.
Quiero mirar mi miseria y
entregársela a Dios con humildad. Sólo en Él mi vida descansa. Me asombra no
ser capaz de llegar más alto. Es lo que me libera.
No me acostumbro al mal que hay
en mí. No quiero relajarme y conformarme. Simplemente tomo mi vida en mis manos y la
entrego. Acepto mi miseria, la miseria que veo y no me asombra
ser débil.
Conozco muy bien el corazón humano.
Aumenta mi amor a Dios al verme desvalido y sin fuerzas. Como ese niño que
necesita a su padre para seguir luchando.
¿Cómo se llega a las cumbres
cuando todo parece tan oscuro? Si no me sube Dios a lo más alto, yo solo
no puedo.
Pienso en este tiempo de Adviento
como una oportunidad para crecer, para cambiar de vida, para
transformarme por dentro.
Es el Adviento un
tiempo de asombro. La desproporción entre mi pequeñez y el amor
inmenso de Dios me sobrecoge.
Dios
ha elegido el camino más incomprensible. En lugar de hacerme a mí poderoso, que
es lo que de verdad deseo, se ha hecho Él impotente.
En lugar de quitarme a mí mi
pecado y liberarme de todas mis esclavitudes, se ha hecho Él mismo pecado,
cargando con mis culpas.
En lugar de hacerme a mí
omnisciente, se ha vuelto Él ignorante y necesitado. En lugar de alejar de mí
toda cruz, para poder vivir con paz y alegría en el alma, se ha subido Él al
madero de la cruz.
¡Qué
absurdo me parece a veces el amor! Por amor hace Dios algo innecesario en su apariencia.
¿Cómo me va a salvar un Dios que se hace niño? ¿Cómo va a destruir el mal en su
impotencia?
¿Cómo va a convertir el corazón
del hombre si no puede llegar a todos con su amor, porque no tiene tiempo? La
impotencia de las horas lo limitan.
La pobreza de la carne me
desconcierta. Tal vez por la vida que llevo, en la que todo sucede tan rápido,
y no hay tiempo que perder.
He perdido la capacidad del
asombro aun cuando adoro y contemplo a un niño indefenso en un pesebre sucio y
pobre.
¿No me asombra ese Dios vestido
de carne tan humana? Creo que ya no me sorprende el Adviento, ni
la Navidad, ni la vida que nace sin que nadie se alegre.
La Biblia recoge una oración: “Señor,
enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas, haz que camine con lealtad;
enséñame porque Tú eres mi Dios y Salvador”.
Quiero aprender a mirar con los
ojos de ese niño tan inofensivo. Ese niño tan frágil e indefenso que puede
morir antes de llegar a ser hombre.
¿Cómo
se puede proteger a Dios que se hace carne débil? José y María lo acogen en sus
brazos. Se sienten miserables, pequeños y limitados.
¿Cómo van a evitar ellos la
muerte temprana de Dios? El hombre no tolera tanto amor derramado en
la sangre. El corazón mezquino se rebela ante ese amor inmenso.
Quiero entender los caminos de
Dios que son inescrutables. Y quiero asombrarme de la vida preciosa que
se me regala. Un Dios que se hace niño. Un pesebre tan
humilde como el madero de la cruz. Un Dios impotente que no puede cambiar a
todos, sanar a todos, amar a todos.
Puede
que al alejarme de Dios haya perdido el asombro. Cuando me acerco todo cambia.
“Cuanto
más avanza el hombre hacia el misterio de Dios, más se queda sin palabras. El
hombre se envuelve en una fuerza de amor y enmudece de estupor y de asombro”[2].
Quiero avanzar y adentrarme en
el corazón de Dios. Allí me quedo sin palabras. Tanto amor por mí. No me merezco el amor
que recibo. Estupor. Sorpresa.
Asombro de niño inocente. Así
comienzo el Adviento. Dispuesto a reconocer su amor en mi camino. Con
ojos grandes. Llenos de asombro.
[1] J. Kentenich, Homilía
de Navidad para las Hermanas de María,Schoenstatt, 25 de diciembre
de 1940.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia