"Cuando
me dan una orden con la que yo no estoy de acuerdo, no la cumplo como un
esclavo..."
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A veces creo que la ley me la invento yo.
Yo decido lo que está bien y lo que está mal. La norma que cumplo y la que me
salto. Yo marco los límites, los traspaso y los respeto.
Yo busco
obviar la ley cuando no me gusta. Y la respeto cuando la estoy cumpliendo.
Condeno a los que la transgreden, hasta que yo mismo lo hago. Entonces me
vuelvo repentinamente misericordioso, es curioso.
Pero si yo
cumplo y me cuesta hacerlo, me erijo en guardián de la ortodoxia. Culpo a los
culpables. Condeno a los caídos. Y me siento mejor que muchos. Y
si un día caigo yo, mi moral se hace flexible.
¡Qué frágil
es el corazón humano! Digo que está bien la norma cuando me es
fácil respetarla. Y si me resulta imposible, la tacho de inhumana. O
digo que no es el deseo de Dios.
Uso con
facilidad el nombre de Dios en vano. Digo lo que Dios quiere sin yo saberlo.
Digo cuáles son sus deseos verdaderos siendo yo un ignorante en la materia.
Me falta altura para ser humilde. Para ser niño. Para ser dócil.
Aceptar la norma y cumplirla, aunque me cueste. Es difícil.
Escribía el
padre José Kentenich citando a “Santo Tomás:
– Los dones del Espíritu Santo provienen del cielo, perfeccionan al hombre para
que obedezca con mayor rapidez al Espíritu Santo. Son capacidades
sobrenaturales especiales que nos hacen dóciles, a fin de que llevemos a cabo
aquellas obras eminentes que conocemos con el nombre de ´bienaventuranzas”.
Necesito que
venga sobre mí el Espíritu Santo para ser hijo, para ser dócil, para ser
obediente. Y para llevar a cabo esas bienaventuranzas que Jesús me pide. Hacer
el bien y evitar el mal. Ser pacífico y bondadoso. Ser humilde y sabio.
Necesito una fuerza de lo alto porque yo
sólo caigo en la soberbia y en el individualismo. La obediencia es una gracia que Dios
me da.
Me gustan las
palabras del Padre Kentenich: “Mi ideal de
obediencia es este: cuando me dan una orden con la que yo no estoy de acuerdo,
no la cumplo como un esclavo que no piensa, sino que lo hago manifestando al
Superior mi desacuerdo y haciéndole
ver que actúo sólo porque él me lo manda, sin hacer mía la orden”.
Disponibilidad para hacer lo mandado. Y
franqueza para expresar mi opinión al hacerlo. Una obediencia familiar. Como la que vivió Jesús en Nazaret.
Una
obediencia en familia en la que el hijo obedece en una sana familiaridad. No la
obediencia del temor, sino la del amor.
Don Bosco
decía en su testamento espiritual: “Si
quieres ser obedecido, debes lograr ser amado. Si
quieres ser amado, debes amar. Vuestros educandos no sólo
han de ser amados por vosotros. Sino que deben llegar a darse
cuenta de ello. ¿Cómo ocurre esto? Deberéis preguntárselo
a vuestro corazón, él lo sabe”.
José y María
obedecen. Y luego aman. O quizás primero aman con profundidad a Dios y por eso
pueden obedecer. Y amando a Jesús logran que se despierte en él la obediencia: “El niño crecía y se fortalecía, llenándose de
sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él”.
¡Qué difícil
cuando no me obedecen! ¿Cómo se puede amar al hijo que no me
obedece ni respeta? Me hace falta un amor más grande que
el que tengo. Mi hijo tiene que ser amado por mí. Y tiene
que saber que lo amo.
La obediencia
va unida al amor. Si no amo a Dios. ¿Cómo voy a respetar sus leyes, sus deseos,
sus peticiones?
Mi corazón
obedece al que ama, lo que ama. Sigue la línea marcada por el amor que brota en
el corazón. Quiero aprender a amar de tal manera que la
obediencia me sea fácil. Quiero aprender a amar a otros de
tal forma que me obedezcan por amor, no por temor. Estoy tan lejos…
La escuela
donde aprender a educar es compleja. No es todo tan sencillo como pintan los
libros. Dicen que el papel lo aguanta todo. Pero que luego la vida es más
difícil.
Hablar de
pedagogía siempre es bonito, enamora y fascina. Pero luego aplicarla en un
colegio es un desafío muy difícil.
Porque la
vida no es una suma. Es mucho más difícil. Requiere que integre toda mi vida,
toda mi alma. Requiere que me dé por entero. Sin guardarme nada.
Así desarrollará mi hijo el instinto de la obediencia. Se hará
dócil.
Porque el
orgullo es el que me impide tantas veces obedecer y aceptar la norma impuesta.
Mi orgullo independiente. Mi deseo de hacer mi santa voluntad. De imponer mis
criterios y mis maneras.
Quiero
hacerlo todo como yo quiero. Y el decir de mis mayores no me importa. No lo
quiero. Entonces surge del alma una rebeldía inconsistente.
Como si
reclamara en mi corazón un orgullo herido que quiere ser amado. Respetado. Y
tomado en cuenta. Quiero más humildad para ser obediente. Sólo si soy hijo
obedezco. Sólo si soy niño me abro al
querer de mi padre. Me vuelvo dócil.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia