Disfrutar de espacios de intimidad familiar en los que pueda ser yo mismo
vale más que la admiración y los likes
![]() |
Rawpixel.com - Shutterstock |
Hay una clara
diferencia entre ser trasparente y ser invisible. Cuando soy trasparente los
demás ven claramente quién soy yo. Perciben lo que siento. Saben cómo me
encuentro. Ser trasparente es un anhelo del corazón porque tiene que ver con mi
verdad, con mi misterio.
Leía el otro
día: “Cuando adivinaba lo que se esperaba de mí, lo daba. Estaba
aprendiendo un arte muy sutil de la oferta. Hay que dar al otro lo que él
espera, no lo que deseáis para vosotros. Lo que él espera, no lo que sois.
Porque lo que espera no es nunca lo que sois, es siempre otra cosa. Aprendí muy
pronto, pues, a dar lo que no tenía”[1].
El problema de
querer agradar y satisfacer el deseo de los demás es que dejo de ser yo mismo. Renuncio a mi verdad y a mi deseo.
Dejo incluso de
percibir los deseos más verdaderos del alma: “Un elemento
característico de nuestra época parece consistir en la dificultad para
reconocer los deseos auténticos, es decir, los deseos estables y duraderos,
capaces de proporcionar una orientación en los distintos ámbitos de la
existencia (profesión, relaciones, fe, ocio, afectos…)”[2].
Dejo de
percibir los deseos ocultos porque yo mismo vivo respondiendo a los deseos de
otros. No a los míos. Y los míos los tapo, los anulo, por miedo a
defraudar a alguien.
Lo que de
verdad quiero, lo que de verdad soy, es lo que importa. Esta imagen de trasparencia es la que me gusta. Quiero ser yo mismo sin
tapujos ni miedos. Ser trasparente ante los demás.
Pero a veces
creo que el mundo busca una trasparencia que no es la que yo deseo. En una
película decía la protagonista: “Secretos son mentiras. El conocimiento
es básico, es un derecho. El acceso a todas las experiencias humanas”. Es
la trasparencia como un derecho que el mundo tiene sobre mi vida, sobre todo lo
que hago.
Hoy parece que
lo oculto es un daño para otros. Necesito entonces mostrar al mundo todo lo que
hago, que lo vean, que lo sepan. Como una necesidad enfermiza de querer
ser trasparente.
No todo lo
oculto es mentira, no todo lo secreto tiene que desvelarse, no todo
es corrupción y pecado.
Dios ve en mi
corazón y sabe mi verdad más íntima. Eso es lo que importa. Nazaret es
la escuela de lo oculto. No hubo cámaras que grabaran su vida esos treinta años.
Todo oculto, todo guardado en el corazón de Dios.
Quiero aprender
a guardar en mi corazón las cosas importantes. No todo tengo que contarlo. No todo incumbe al mundo. No necesitan verlo todo, saberlo todo.
Ese afán por la
trasparencia puede llevarme a lo contrario, a querer dar lo que esperan y
acabar tapando mi verdad. Por miedo al rechazo, a no gustar, a no resultar
atractivo.
Muestro una
imagen perfecta, ideal, en la que todos puedan fijarse. Quiero gustar a
todos y acabo siendo falso, viviendo una mentira. En mi afán por ser
trasparente, acabo tapando.
La
transparencia choca con la invisibilidad. Soy invisible cuando no me ven, ni
aprecian. Cuando no me buscan.
Hoy parece que
es un mal ser invisible. Necesito que me vean, que me valoren, que me aprecien,
que me quieran. Y si no me ven no recibo aprecio. No me valoran en mi verdad.
No saben cómo soy porque han pasado de largo.
Aspiro a que me
vean. Y me quieran. Ser invisible me hace indigno del amor. Por eso vuelco mi
vida sin pudor. Para no pasar desapercibido. Para que muchos puedan
fijarse en mí y mostrarme su amor.
Lo oculto y lo
trasparente. Lo invisible y lo visible. ¿Dónde me encuentro yo en medio de este
mundo que me mira desde todas partes?
Quiero crecer
en libertad interior. Para darme según lo que yo soy. Sin miedo a exponer mis verdades. Viviendo feliz en lo oculto de mi
intimidad familiar. Sin tener que desvelar todos mis secretos, todo lo que
hago. Sin temer ser invisible para algunos, para muchos.
No importa. No
valgo más por lo que los demás aprecian en mí. Tengo un valor único
para Dios. Para Él soy lo más valioso. Mi vida merece la pena. Para Él no
hay nada oculto en mi interior. Soy el que soy en mi verdad. Y esa verdad mía a
Él le gusta.
Necesito cuidar
espacios de intimidad familiar en los que pueda ser yo mismo. Sin miedo al
rechazo. Sin querer mostrar lo que a los demás les gusta de mí. Sin
esconderme con miedo a lo que puedan ver y no les guste.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia