‘Santificado sea tu nombre’
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| Papa Francisco © Vatican Media |
La audiencia general ha tenido lugar a las
9:20 horas en la Plaza de San Pedro donde el Santo Padre Francisco ha
encontrado grupos de peregrinos y fieles de Italia y de todo el mundo y,
retomando el ciclo de catequesis sobre el Padre nuestro, se ha centrado en la
frase “Santificado sea tu nombre” (Pasaje
bíblico: Ezequiel 36, 22-23)
Tras resumir
su discurso en diversas lenguas, el Santo Padre ha saludado en particular a los
grupos de fieles presentes procedentes de todo el mundo.
La audiencia
general ha terminado con el canto del Pater
Noster y la bendición apostólica.
***
Catequesis del Santo Padre
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Parece que el
invierno se esté yendo y por eso hemos vuelto a la Plaza. ¡Bienvenidos a la
Plaza!
En nuestro
itinerario de redescubrimiento de la oración del “Padre Nuestro”, hoy
profundizaremos la primera de sus siete peticiones, es decir, “santificado sea
tu nombre”.
Las
invocaciones del “Padre Nuestro” son siete, fácilmente divisibles en dos
subgrupos. Las tres primeras tienen el “Tú” de Dios Padre en el centro; las
otras cuatro tienen en el centro el “nosotros” y nuestras necesidades humanas.
En la primera parte, Jesús nos hace entrar en sus deseos, todos dirigidos al
Padre: “Santificado sea tu nombre,
venga tu reino, hágase tu voluntad”; en la segunda es Él quien
entra en nosotros y se hace intérprete de nuestras necesidades:
el pan de cada día, el perdón de los pecados, la ayuda en la tentación y la
liberación del mal.
Aquí está la
matriz de toda oración cristiana, -diría de toda oración humana- que está
siempre hecha, por un lado, de la contemplación de Dios, de su misterio, de su
belleza y bondad, y, por el otro, de sincera y valiente petición de lo que necesitamos para
vivir, y vivir bien. Así, en su simplicidad y en su esencialidad, el “Padre
Nuestro” educa a quienes le ruegan a no multiplicar palabras vanas, porque,
como dice el mismo Jesús, “vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de
pedírselo” (Mt, 6, 8).
Cuando
hablamos con Dios, no lo hacemos para revelarle lo que tenemos en nuestros
corazones: ¡Él lo sabe mucho mejor! Si Dios es un misterio para nosotros,
nosotros, en cambio, no somos un enigma para sus ojos (cf. Sal 139: 1-4). Dios
es como esas madres a las que les basta una mirada para entenderlo todo de
sus hijos: si están contentos o están tristes, si son sinceros u ocultan algo …
El primer
paso en la oración cristiana es, por lo tanto, la entrega de nosotros mismos a
Dios, a su providencia. Es como decir: “Señor, tú lo sabes todo, ni siquiera
hace falta que te cuente mi dolor, solo te pido que te quedes aquí a mi
lado: eres Tú mi esperanza”. Es interesante notar que Jesús, en el Sermón de la
Montaña, inmediatamente después de transmitir el texto del “Padre Nuestro”, nos
exhorta a no preocuparnos y no afanarnos por las cosas. Parece una
contradicción: primero nos enseña a pedir el pan de cada día y luego nos dice:
«No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo,
con qué os vestiréis” (Mt 6,31). Pero la contradicción es solo aparente: las
peticiones de los cristianos expresan confianza en el Padre. Y es precisamente
esta confianza la que nos hace pedir lo que necesitamos sin afán ni agitación.
Por eso
rezamos diciendo: “¡Santificado sea tu
nombre!”. En esta petición – la primera, ¡Santificado
sea tu nombre! – se siente toda la admiración de Jesús por la belleza y la
grandeza del Padre, y el deseo de que todos lo reconozcan y lo amen por lo que
realmente es. Y al mismo tiempo, está la súplica de que su nombre sea
santificado en nosotros, en nuestra familia, en nuestra comunidad, en el mundo
entero. Es Dios quien nos santifica, quien nos transforma con su amor, pero al
mismo tiempo también somos nosotros quienes, a través de nuestro testimonio,
manifestamos la santidad de Dios en el mundo, haciendo presente su nombre. Dios
es santo, pero si nosotros, si nuestra vida no es santa, hay una gran
incoherencia. La santidad de Dios debe reflejarse en nuestras acciones, en
nuestra vida. “Yo soy cristiano, Dios es santo, pero yo hago tantas cosas
malas”; no, esto no vale. Esto también hace daño, esto escandaliza y no ayuda.
La santidad
de Dios es una fuerza en expansión, y nosotros le suplicamos para que
rompa rápidamente las barreras de nuestro mundo. Cuando Jesús comienza a
predicar, el primero en pagar las consecuencias es precisamente el mal que
aflige al mundo. Los espíritus malignos imprecan: “¿Qué tenemos nosotros
contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres tú: ¡el
Santo de Dios!” (Mc 1, 24). Nunca se había visto una santidad semejante: no
preocupada por ella misma, sino volcada hacia el exterior. Una santidad – la de
Jesús- que se expande en círculos concéntricos, como cuando arrojamos una
piedra a un estanque. El mal tiene los días contados, el mal no es eterno, el
mal ya no puede hacernos daño: ha llegado el hombre fuerte que toma posesión de
su casa (cf. Mc 3, 23-27). Y este hombre fuerte es Jesús, que nos da a nosotros
también la fuerza para tomar posesión de nuestra casa interior.
La oración
ahuyenta todo miedo. El Padre nos ama, el Hijo levanta sus brazos al lado de
los nuestros, el Espíritu obra en secreto por la redención del mundo. ¿Y
nosotros? Nosotros no vacilamos en la incertidumbre, sino que tenemos una certeza:
Dios me ama; Jesús ha dado la vida por mí. El Espíritu está dentro de mí. Y
esta es la gran cosa cierta. ¿Y el mal? Tiene miedo. Y esto es hermoso.
© Librería Editorial Vaticano
Fuente:
Zenit






