Soy responsable de todos y al mismo tiempo no me siento
culpable ni me amargo cuando las cosas no salen bien
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No me resulta tan sencillo cambiar la
realidad que veo, cuando no me gusta. Me ofusco, pierdo la paz.
Lo veo todo
tan sencillo. Cómo deberían ser las cosas. Cómo deberían actuar los demás. Lo más
difícil es lograr que cambie el corazón. Primero el propio, luego el de los
demás.
Es cierto que
me esfuerzo, lo intento y lucho. No veo frutos aparentes. Me enfado. Una
persona me decía con dolor: “Hago todo lo que está en mi mano, y
resulta que las cosas no salen como espero. ¿Qué pasa? ¿Lo hago mal? Quiero que
se haga mi voluntad, quiero que las cosas se arreglen y cuando las cosas no
resultan como yo pensaba, ¿me enfado? ¿Me vengo abajo? No tiene sentido”.
Enfadarse no
tiene sentido, es cierto. El enfado me amarga, me
duele, me hiere muy dentro. El enfado me hace mirar mal a los demás. Juzgar y
condenar.
Acepto de partida que no lograré cambiar el
corazón de los hombres. Aunque me empeñe. Pongo todo mi esfuerzo, y no resulta.
¡Cuántas veces veo que desperdician mis consejos y no me hacen caso! No
importa. Sólo me pidieron un consejo. No era una orden.
Me piden mi
opinión y yo opino. Pero no por opinar cambia la realidad. Lo
dramático es que pierdo la alegría cuando las cosas no resultan como esperaba,
como yo quería.
¿Cómo es eso
posible? ¿Mi felicidad depende de que las cosas sucedan de acuerdo con
mi deseo? Vana es mi felicidad entonces. Nunca seré feliz.
Viviré
amargado culpando al mundo de mis infortunios. La culpa es del otro, del que lo
ha hecho mal. Mía no, yo he actuado bien. Yo estoy bien. Los otros están mal.
Quizás
debería empezar por ahí para ser honesto. ¿Qué responsabilidad tengo? No
me lavo las manos.
Yo puedo
hacer algo para cambiar el mundo. Pero no siempre será suficiente. Estaré
contento con mi esfuerzo. Sin esperar un resultado que me llene de alegría. Eso
ya no es cosa mía.
Mi sola voluntad no lo cambia todo. No me enfado cuando no me hacen caso.
Digo lo que pienso. Quiero cambiar el mundo. Aunque muera en el intento y no lo
cambie. Lucharé. Daré la vida por ello.
Pero sabiendo
que el mundo que intento cambiar es el mío, mi entorno, las personas que me
rodean. Los que me aman. Aquellos a los que amo. Los que he cuidado. Los que me
han cuidado.
Soy responsable de todos. Y al mismo tiempo
no me siento culpable ni me amargo cuando las cosas no salen bien. Lucho por dar mi aporte. Desde lo que yo
soy. Soy único.
Decía el
padre José Kentenich: “No decirse lisa y llanamente: – Esta
debilidad es parte de mi personalidad. Estamos muy fuertemente influidos por
nuestro entorno. Esa influencia entraña el peligro de que nuestra conciencia ya
no reaccione, precisamente porque tomaremos la opinión pública como voz de la
conciencia. Vivir ajustándose a la opinión pública nos
hará superficiales, nos inducirá a hacer exactamente lo que los demás hacen,
nos debilitará la conciencia personal en cuanto fuerza motriz para la autoformación
y, sin que nos demos cuenta, acabaremos siendo personas masificadas”[1].
No quiero ser
una persona masificada que acaba haciendo lo que todos hacen. Y pensando como
todos.
A veces me
doy por vencido y no hago ya nada. Pienso que no me hacen caso. No siguen mis
propuestas. No se adhieren a mis puntos de vista. No son como yo quiero que
sean.
Me callo y,
de esta forma, dejo de ser yo mismo para los demás. Pienso que no aporto nada.
Creo que puede molestar mi originalidad.
Pienso que
querrán que me adapte y renuncie a mi aporte. Pretenderán que sea uno más
confundido en la masa. No hago caso. Sigo adelante sin mirar lo que los demás
piensan, esperan y desean.
No actuaré
como todos actúan. Seguiré mi corazón. Tendré en cuenta mis principios. Buscaré
el querer de Dios en mi alma sin esperar que los demás aplaudan todas
mis decisiones.
No espero que
todos aplaudan los pasos que doy confirmando así mis deseos. No tienen que
consentir con todo lo que decido.
Es mi camino,
lo sigo y me dejo llevar por la mano de Dios. Y confío en los que Dios ha puesto junto a
mí para hacerme ver su voluntad.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia