Nunca, a lo largo de los
siglos, ha habido ninguna otra institución natural tan atacada como la familia
No voy a trasladar aquí el contenido de este documento de la Iglesia porque ese no es el propósito de este artículo, pero su estudio sí que provocó en mí algunas reflexiones que quiero compartir en voz alta.
La
primera está en señalar la enorme preocupación de la Iglesia por la familia.
Nunca, a lo largo de los siglos, ha habido ninguna otra institución natural tan
atacada como lo está siendo ahora la familia, ninguna tan zarandeada y tan
herida.
Creo que se puede decir, sin miedo a exagerar, que actualmente no tenemos otro problema de mayor hondura. Y no será que andamos escasos de problemas serios: los derivados de la política y de la economía, las dificultades sociales de todo tipo (el suicidio demográfico, la juventud y su futuro, la inseguridad, la soledad, el paro laboral…). Muchos y muy graves, pero ninguno tan preocupante en estos momentos como el cúmulo de dificultades con las que se encuentra la vida familiar.
Estamos ante un problema con varias caras, que nos afecta a todos en diversa medida, un problema que a muchos les está suponiendo sufrimientos muy dolorosos, de los cuales una parte se exterioriza abiertamente mientras que otra buena parte queda ahogada en el más callado de los silencios.
Creo que se puede decir, sin miedo a exagerar, que actualmente no tenemos otro problema de mayor hondura. Y no será que andamos escasos de problemas serios: los derivados de la política y de la economía, las dificultades sociales de todo tipo (el suicidio demográfico, la juventud y su futuro, la inseguridad, la soledad, el paro laboral…). Muchos y muy graves, pero ninguno tan preocupante en estos momentos como el cúmulo de dificultades con las que se encuentra la vida familiar.
Estamos ante un problema con varias caras, que nos afecta a todos en diversa medida, un problema que a muchos les está suponiendo sufrimientos muy dolorosos, de los cuales una parte se exterioriza abiertamente mientras que otra buena parte queda ahogada en el más callado de los silencios.
Pienso
ahora especialmente en los muchachos jóvenes, chicos y chicas, llamados al
matrimonio y a la fundación de familias nuevas. ¡Qué complicado lo tienen, qué
difícil! Tanto que muchos optan por no casarse porque no se ven a sí mismos
como artífices de sus propias familias. Y no porque la convivencia no les
resulte deseosa, que es tan apetecible como siempre, pero establecerla a través
del matrimonio, no. Y menos aún si hay que pensar en fundar una familia. ¿Este
modo de proceder es egoísmo?, ¿este rechazo al compromiso es culpable? Si lo
fuera, ¿los culpables son ellos? Solo Dios sabe.
A
mí lo que sí me produce es una pena grande porque veo que no sueñan con ser
esposos y esposas, padres y madres. Me da pena por ellos porque los sueños son
un trampolín imprescindible para llevar la vida adelante con ánimo, y me da
pena por la asfixia social que supone la falta de familias nuevas. Me da pena
porque escaseando los niños y los jóvenes, escasea mucha vida. Algo falla
cuando resulta más atrayente un currículo cargado de títulos que un hogar
cargado de hijos. Algo muy serio debe estar fallando cuando hemos subordinado
el proyecto de familia al proyecto de trabajo, en lugar de hacerlo al revés.
Mucho estamos fallando cuando hemos asumido como normal la falta de fecundidad, poniendo el tope al número de hijos en dos, en uno o en ninguno. Algo falla cuando a los jóvenes, a sus padres y a sus maestros les parecen más importantes los proyectos de los hombres que los proyectos de Dios, sin caer en la cuenta, unos y otros, de que cada familia es un proyecto de Dios para sus miembros.
Mucho estamos fallando cuando hemos asumido como normal la falta de fecundidad, poniendo el tope al número de hijos en dos, en uno o en ninguno. Algo falla cuando a los jóvenes, a sus padres y a sus maestros les parecen más importantes los proyectos de los hombres que los proyectos de Dios, sin caer en la cuenta, unos y otros, de que cada familia es un proyecto de Dios para sus miembros.
Si
del celo que ponemos en su formación académica y profesional, pusiéramos una
décima parte en su formación como futuros padres y madres, a algunos nos
parecería un éxito. Al decir esto no estoy arremetiendo contra la formación,
entre otros motivos porque he dedicado la totalidad de mi vida laboral a formar
académicamente a centenares de muchachos, haciendo cuanto he podido para
ayudarles a que llegaran tan alto como les fuera posible.
Pero los hechos son tozudos, y es claro que en nuestra sociedad actual necesitamos muchos más esposos y esposas que técnicos y graduados, de la misma manera que nos hacen más falta niños que mascotas. Con un añadido, y es que los graduados, una vez graduados ya no se desgradúan. Nadie en sus cabales rompe un título universitario y tira los trozos a la papelera, aunque el título no lo pueda ejercer, mientras que son muchos los que hacen trizas su matrimonio. Redondeando las estadísticas de los últimos años, en España el número de divorcios por año dobla el de matrimonios contraídos.
Pero los hechos son tozudos, y es claro que en nuestra sociedad actual necesitamos muchos más esposos y esposas que técnicos y graduados, de la misma manera que nos hacen más falta niños que mascotas. Con un añadido, y es que los graduados, una vez graduados ya no se desgradúan. Nadie en sus cabales rompe un título universitario y tira los trozos a la papelera, aunque el título no lo pueda ejercer, mientras que son muchos los que hacen trizas su matrimonio. Redondeando las estadísticas de los últimos años, en España el número de divorcios por año dobla el de matrimonios contraídos.
Nadie
dilata voluntariamente durante años y años la consecución de un título o de
unas oposiciones y en cambio nuestros jóvenes, en general no se casan; bien
porque rehúsan el matrimonio, bien porque los que se casan, cuando lo hacen, ya
no son jóvenes. ¿Son culpables de todo esto? Pienso que algo de culpa sí les
tocará, pero yo me resisto a cargar sobre ellos la responsabilidad de que no
sueñen o que tengan sueños de bajos vuelos porque la responsabilidad de los
sueños no recae por entero en quien tiene que soñar. Los grandes responsables
de los sueños de los niños y de los jóvenes somos los adultos. Padres,
sacerdotes, maestros, catequistas, y en general formadores de opinión, somos a
quienes nos corresponde animar, promover, alentar, ilusionar, abrir caminos.
Y
esto no lo estamos haciendo, al menos no lo estamos haciendo en la medida que
socialmente necesitamos. No me refiero a la sociedad en general, porque la
sociedad en general no es conductora sino conducida. No lo están haciendo los
gobernantes, a los cuales les corresponde una carga mayor de culpa, porque han
recibido el encargo de trabajar por el bien común y el bien común pasa,
necesariamente, por la promoción y el bienestar de la familia.
Pero aún es más grave y mucho más doloroso que no lo estemos haciendo muchos cristianos, los que sí creemos en la familia y decimos defenderla. No la estamos defendiendo ni promocionando porque en buena parte hemos asumido los mismos planteamientos de quienes con sus ideas o su conducta están contribuyendo a su deterioro. Fuera de una minoría ejemplar y coherente, la gran mayoría de los bautizados, con culpa o sin culpa (eso Dios lo sabe) participamos de un estilo de vida y unas costumbres que son abiertamente contrarias a la doctrina de la Iglesia sobre la familia. He aquí algunos ejemplos:
Pero aún es más grave y mucho más doloroso que no lo estemos haciendo muchos cristianos, los que sí creemos en la familia y decimos defenderla. No la estamos defendiendo ni promocionando porque en buena parte hemos asumido los mismos planteamientos de quienes con sus ideas o su conducta están contribuyendo a su deterioro. Fuera de una minoría ejemplar y coherente, la gran mayoría de los bautizados, con culpa o sin culpa (eso Dios lo sabe) participamos de un estilo de vida y unas costumbres que son abiertamente contrarias a la doctrina de la Iglesia sobre la familia. He aquí algunos ejemplos:
–
Aceptación de la convivencia entre personas del mismo sexo igualándolo con el
matrimonio.
–
No es difícil comprobar que la mayor parte de las parejas de novios que piden
el matrimonio católico llevan años de cohabitación prematrimonial.
–
La media en el número de hijos de los matrimonios cristianos no difiere
sustancialmente de la media en otras formas de convivencia entre hombre y
mujer.
–
No hay grandes diferencias en los datos sobre rupturas de matrimonios
contraídos por la Iglesia y el resto.
–
Rechazo de la maternidad y de la ancianidad. Tanto el cuidado de los hijos como
el de los ancianos se imponen sobre todo como cargas difíciles de asumir y de
las que hay que desprenderse cuanto antes.
Estos
males son solo una muestra de un repertorio mucho más extenso con los que las
familias se enfrentan, pero yo no quiero dedicarles una sola línea más. Lo que
corresponde ahora es ver qué podemos hacer nosotros, los hombres y mujeres de a
pie, los que no tenemos grandes responsabilidades en este campo.
Pienso
en tres cosas:
1)
Lo primero y más importante es rezar.
Rezar mucho no tanto por la familia en general -que también- cuanto por las
familias concretas que conocemos, por los matrimonios en riesgo de ruptura y
por los hogares en dificultades.
2)
En segundo lugar, viene bien llamar a
las cosas por su nombre. Una separación o un divorcio no son opciones de
vida sino fracasos. En muchos casos no serán fracasos culpables, pero son
fracasos. Al decir esto no se me olvidan las víctimas de estos fracasos y su
sufrimiento, víctimas inocentes, especialmente los hijos, pero también la
persona que se ha visto burlada y engañada por quien le había prometido
compañía, amor y fidelidad.
Precisamente el hecho de
que haya víctimas que sufren es lo que demuestra que el divorcio o la ruptura
no son opciones a las que aspirar sino desgarros dolorosos.
Llamar a las cosas por su
nombre exige no frivolizar con algo tan serio como el matrimonio. Y es que
desde hace ya décadas hemos frivolizado mucho con el divorcio, y lo seguimos
haciendo. En muchos casos parece como si el hecho de divorciarse no fuera sino
un signo de puesta al día, de estar a la última. Estoy convencido de que si por
causas que ahora no se me alcanzan, de repente se pusiera de moda el matrimonio
indisoluble y fiel, el número de divorcios descendería de forma significativa
sin más motivo que estar en la corriente dominante.
3)
En tercer lugar debemos actuar. Me
refiero a los matrimonios que nos mantenemos unidos pese a los baches que
podamos coger y las dificultades que haya que superar. Quienes no podemos
influir directamente en las leyes ni disponemos de medios para generar
corrientes de opinión puede parecer que no podemos hacer nada. Pero eso no es
cierto. Tenemos una gran responsabilidad, especialmente los matrimonios
cristianos, en mostrar la belleza del matrimonio y de la familia. No se trata
de llevar adelante tareas especiales ni grandes trabajos, sino en no apagar la
luz que nos ha sido dada. Luego, si hay matrimonios concretos a los que se
piden otras responsabilidades, que respondan, pero en principio, todo
matrimonio normal está llamado a ser luz para los que les rodean. A mí me
parece que esto suele pasar desapercibido y por eso creo que viene bien
recordarlo. Me vienen a la memoria unos versos de Antonio Machado:
El ojo que tú ves no es
ojo porque tú lo veas,
es ojo porque te ve.
Para hablar con rigor,
habría que hacer alguna objeción importante a los versos de nuestro poeta, pero
para el propósito que aquí se sigue, podemos parafrasearle y decir que la luz
que un buen matrimonio desprende no es luz porque lo vean quienes la irradian,
sino porque lo ven los demás. Ojalá haya muchos y ojalá sepamos ayudar a verlo,
sobre todo a los jóvenes.
Por:
Estanislao Martín Rincón
Fuente:
Catholic.net