No
sabemos nada, pero lo que parece una desgracia puede ser una oportunidad y
esconder un misterio...
Es verdad que la vida es uno de los mejores
lugares para aprender y que las experiencias no las podemos crear, hay que
experimentarlas, sentirlas, vivirlas. Pero en un mundo donde está sobrevalorada
la experiencia, creo que es hora de ponerla en su lugar.
Toda persona, además
de acumular experiencias, debe aprender a reflexionar su
vida, a escuchar su corazón, sus sentimientos, y al mismo tiempo a descubrir su
relatividad.
La vida es mucho más. La experiencia no es
la fuente única ni la más profunda del conocimiento. Es imprescindible descubrir la
importancia de la sabiduría.
Vivimos en un
mundo donde hay pocos sabios, por eso se hace necesario recuperar la imagen del
anciano que vivió, lloró, gozó pero aprendió, supo leer la vida, lo esencial y
lo entregó a las nuevas generaciones.
Y sí, la
experiencia da sabiduría pero no es su única fuente. Suele suceder que la
experiencia nos aleja de la verdad, que vivimos tan sumergidos en nuestras propias
experiencias que creemos que todas las cosas funcionan de esa forma.
Para darle crédito a nuestra experiencia es necesario incluir en nuestra vida lo
sobrenatural, el misterio y la fugacidad de las cosas.
Una de las
cosas más incómodas que hay es cada día de la vida sentir y decir: me
falta algo. Uno puede haber experimentado muchas cosas, vivido
algo pleno y, sin embargo decir: “pero no es todo”, pues, paradójicamente, lo más
pleno es lo que pone más de manifiesto que todavía eso no es.
Por eso, a
veces, un buen encuentro con alguien, un buen momento, termina provocando casi
el efecto contrario: por un lado parecía que me iba a brindar todo, sin embargo,
me dejó con la misma sensación: nada me puede llenar.
Nos
estrellamos con la inconsistencia de las cosas y
esta engendra la decepción del corazón.
Es necesario caer en la cuenta de que la experiencia es solo un conocimiento
que no abarca toda la realidad, pues la realidad es trascendente.
“Este corazón
insatisfecho es el precio de nuestra dignidad. Esto hay que grabárselo muy
fuerte. El precio de nuestra vocación a la plenitud es siempre estar
con hambre de alcanzarla.
Si tuviéramos
hambre de hormiga, a lo mejor no tendríamos insatisfacción, pero tendríamos
destino de hormiga.
Lo incómodo
de estar aguardando lo pleno es que, hasta que lo tengamos, nos está lastimando
esas zonas de vacío. Y la insatisfacción, lejos de ser enemiga, es
una amiga que nos acompaña cada día de la vida para
recordarnos que ni las cosas ni las personas son Dios, sino
que Dios nos aguarda en plenitud al fin del camino” (P.
Manuel Pascual).
En esta vida,
y más en una vida de fe, la experiencia contradice a la doctrina. Muchas veces
tenemos la experiencia de estar sufriendo y a la vez de querer hacer lo que
Dios nos pide.
No es tan
fácil tener siempre la experiencia de que Dios es bueno cuando se está
sufriendo. Las dos cosas son verdad. El dolor es real y Dios también lo es. Acá
es cuando hay que ver más allá y a la experiencia agregarle
el misterio.
El misterio
es lo que está entre estas dos verdades, existe el mal y Dios es bueno. No es
válida una doctrina que anula la experiencia, como tampoco es válido
absolutizar una experiencia humana y convertirla en medida de todo lo real y
posible.
En la Biblia
podemos entenderlo desde la experiencia de Job:
“Job
respondió a Yahveh: Sé que eres todopoderoso: ningún proyecto te es
irrealizable. Era yo el que empañaba el Consejo con razones sin sentido. Sí, he
hablado de grandezas que no entiendo, de maravillas que me superan y que ignoro.
(Escucha, deja que yo hable: voy a interrogarte y tú me instruirás.) Yo te
conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos. Por eso me retracto y
me arrepiento en el polvo y la ceniza” (Job 42,1-6).
Dios no le responde explicándole su
experiencia, por qué sufre sino mostrándole lo que Él es: Dios. “Te conocía solo de oídas”, como si
dijera: Yo conocía la palabra Dios pero no había tenido una experiencia
de Dios. No me había dado cuenta de que eres el Señor del
universo. Entonces, ¿quién soy yo para exigir que vengas a mi cabecita a
explicarme todo?
¿No seré yo
el que tengo que salir de mis razonamientos y comprender que es comprensible
que yo no pueda comprenderte?
No sabemos nada. Lo que parece una
desgracia puede ser una gracia y esconder un misterio de amor.
Job conocía
la realidad pero desconocía a Dios y, como decíamos antes, no es
posible entender lo que se ve sino desde lo que no se ve.
Dios es más
que una experiencia, su realidad es eterna y el hombre no siempre puede
adentrarse en ella. No entiendo nada pero sí entiendo que todo
lo que acontece está en manos de Dios; entonces entiendo todo.
Pues en este
mundo todo, incluso a Dios, lo tendremos que aceptar en encuentros parciales.
Por eso en ese encuentro hay que “adquirir” una cierta capacidad de
insatisfacción, es decir: aprender a convivir con ella en paz, sin
hundirse y sin tratar de hacerla desaparecer.
Incluso las
experiencias buenas, incomparables, épicas, son efímeras, y sí, van
construyendo nuestro presente y hay que aprovecharlas con agradecimiento, pero
– al igual que todo en esta vida- son símbolos de una realidad más grande:
“Nos puede
llevar muchos años comprender con el corazón, no con la cabeza, que este
hermoso mundo en el que vivimos y esta vida que tenemos no son los definitivos. Lleva
muchos años hasta que un día uno dice: es verdad, esta vida pasa, yo paso.
Lleva toda la vida darnos cuenta de que el gran regalo está por venir, más, que ya
nos fue dado.
(…) Para
tener una sabiduría adulta no hay que prescindir de ninguno de los aspectos de
la realidad. Ser capaces de aguantar esa tensión aguardando las respuestas de
Dios. La sabiduría adulta consiste, sobre todo, en librar al hombre de toda
ilusión para permitirle conducirse como hombre y no como un niño. Los niños
tienen ilusiones, los hombres tienen esperanza” (P. Manuel Pascual).
Luisa Restrepo
Fuente: Aleteia