Segunda meditación de
Cuaresma
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| Segunda Predicación De Cuaresma De P. Cantalamessa, 22 De Marzo De 2019 © Vatican Media |
“La
disipación es el nombre de la enfermedad mortal que nos amenaza a todos”,
advirtió el predicador de la Casa Pontificia, p. Raniero Cantalamessa, en su
segunda meditación de Cuaresma, el 22 de marzo de 2019. Por el contrario, enfatizó
las virtudes de la “interioridad”, que “conduce a una vida auténtica”.
Todos
los viernes por la mañana durante la temporada de Cuaresma, el capuchino
realiza una meditación sobre el tema “Entra en ti”. Desde la capilla
Redemptoris Mater del Vaticano, en presencia del Papa Francisco, invitó a las
personas a reflexionar sobre “el lugar donde cada uno de nosotros entra en
contacto con el Dios vivo”: “En un sentido universal y sacramental, este” lugar
“, Es la Iglesia, pero en un sentido personal y existencial, es nuestro
corazón.”
P. Cantalamessa
invitó a redescubrir la interioridad, “un valor en crisis” hoy en un mundo
liderado por “la ola de externalidad”. Se trata de encontrar “la” célula
interior “que cada uno lleva consigo y en la que siempre es posible retirarse
en el pensamiento, renovar un contacto vivo con la Verdad que vive en
nosotros”.
AK
«¡Entra en ti mismo!»
Segunda predicación,
Cuaresma 2019
San
Agustín lanzó un llamamiento que a distancia de tantos siglos
conserva intacta su actualidad: «In te ipsum redi. In interiore
homine habitat veritas»: «Entra en ti mismo. En el hombre interior habita
la verdad»[1] .
En un discurso al pueblo, con insistencia aún mayor, exhorta:
«¡Entrad de nuevo en
vuestro corazón! ¿Dónde queréis ir lejos de vosotros? Yendo lejos os perderéis.
¿Por qué os encamináis por carreteras desiertas? Entrad de nuevo desde vuestro
vagabundeo que os ha sacado del camino; volved al Señor. Él está listo. Primero
entra en tu corazón, tú que te has hecho extraño a ti mismo, a fuerza de
vagabundear fuera: no te conoces a ti mismo, y ¡busca a aquel que te ha creado!
Vuelve, vuelve al corazón, sepárate del cuerpo… Entra de nuevo en el corazón:
examina allí lo que quizá percibiste de Dios, porque allí se encuentra la
imagen de Dios; en la interioridad del hombre habita Cristo, en tu interioridad
eres renovado según la imagen de Dios»[2].
Continuando
el comentario iniciado en Adviento sobre el versículo del Salmo «Mi
alma tiene sed del Dios vivo», reflexionemos sobre el «lugar» en que cada
uno de nosotros entra en contacto con el Dios vivo. En sentido
universal y sacramental este «lugar» es la Iglesia,
pero en sentido personal y existencial es nuestro corazón, lo que la
Escritura llama «el hombre interior», «el hombre escondido en el corazón»[3].
A esta elección nos impulsa también el tiempo litúrgico en que nos encontramos.
Jesús en estos cuarenta días está en el desierto, y es allí donde lo
debemos alcanzar. No todos pueden ir a un desierto exterior; pero
todos podemos refugiarnos en el desierto interior que es
nuestro corazón. «En la interioridad del hombre habita Cristo», nos
ha dicho Agustín.
Si queremos una imagen
plástica, o un símbolo que nos ayude a aplicar esta conversión hacia el
interior, nos la ofrece el Evangelio con el episodio de Zaqueo.
Zaqueo es el hombre que
quiere conocer a Jesús y, para hacerlo, sale de casa, va entre la multitud,
sube a un árbol… Lo busca fuera. Pero hete aquí que Jesús al pasar lo ve y le
dice: «Zaqueo, baja enseguida porque hoy tengo que quedarme a tu casa» (Lc
19,5). Jesús lleva a Zaqueo a su casa y allí, en secreto, sin testigos, ocurre
el milagro: conoce verdaderamente quién es Jesús y encuentra la salvación.
Nos parecemos a menudo a
Zaqueo. Buscamos a Jesús y lo buscamos fuera, por las calles, entre la
multitud. Y es el mismo Jesús quien nos invita a entrar en nuestra casa en
nuestro propio corazón, donde él desea encontrarse con nosotros.
Interioridad, un valor en
crisis
La interioridad es un
valor en crisis. La «vida interior» que en un tiempo era casi sinónimo de vida
espiritual, ahora, en cambio, tiende a ser mirada con sospecha. Hay
diccionarios de espiritualidad que omiten totalmente las voces «interioridad» y
«recogimiento» y otros que las llevan, pero no sin expresar algunas reservas.
Por ejemplo, se destaca que, después de todo, no hay ningún término bíblico que
corresponda exactamente a estas palabras; que podría haber habido, en este
punto, un influjo determinante de la filosofía platónica; que podría favorecer
el subjetivismo y así sucesivamente.
Un síntoma revelador de
este descenso del gusto y estima de la interioridad es la suerte que ha tocado
a la Imitación de Cristo que es una especie de manual de introducción
a la vida interior. De libro más amado entre los cristianos, después de la
Biblia, ha pasado, en pocas décadas, a ser un libro olvidado.
Algunas causas de esta
crisis son antiguas e inherentes a nuestra propia naturaleza. Nuestra
«composición», es decir, el estar constituidos de carne y espíritu, hace que
seamos como un plano inclinado; inclinado, sin embargo, hacia lo exterior, lo
visible y lo múltiple. Como el universo, tras la explosión inicial (el famoso
Big Bang), también nosotros estamos en fase de expansión y de alejamiento del
centro. «No se sacia el ojo de mirar, ni el oído se sacia nunca de oír», dice
la Escritura (Qo 1,8). Estamos perennemente en «salida», a través de esas cinco
puertas o ventanas que son nuestros sentidos.
Otras causas son, en
cambio, más específicas y actuales. Una es la emergencia de lo «social» que es
ciertamente un valor positivo de nuestros tiempos, pero que, si no se reequilibra,
puede acentuar la proyección hacia lo exterior y la despersonalización del
hombre. En la cultura secularizada y laica de nuestros tiempos el papel que
desempeñaba la interioridad cristiana fue asumido por la psicología y el
psicoanálisis, las cuales se detienen, sin embargo, en el inconsciente del
hombre y en su subjetividad, prescindiendo por su íntimo vínculo con Dios.
En el campo eclesial, la
afirmación, con el Concilio, de la idea de una «Iglesia para el mundo» ha hecho
que al ideal antiguo de la fuga del mundo, se haya sustituido a veces
el ideal de la fuga hacia el mundo. El abandono de la interioridad y
la proyección hacia lo externo es un aspecto —y entre los más peligrosos— del
fenómeno del secularismo.
Hubo incluso un intento de
justificar teológicamente esta nueva orientación que ha tomado el nombre de
teología de la muerte de Dios, o de la ciudad secular. Dios —se dice— nos ha
dado él mismo el ejemplo. Al encarnarse, él se ha vaciado, ha salido de sí
mismo, de la interioridad trinitaria, se ha «mundanizado», es decir, dispersado
en lo profano. Se ha convertido en un Dios «fuera de sí».
La interioridad en la Biblia
Como siempre, a la crisis
de un valor tradicional, se debe responder en el cristianismo haciendo una
recapitulación, es decir, retomando las cosas en su principio para llevarlas a
un nuevo cumplimiento. En otras palabras, se trata de partir de nuevo desde la
palabra de Dios y, a su luz, encontrar, en la misma Tradición, el elemento
vital y perenne, liberándolo de los elementos caducos de los que se ha
revestido a lo largo de los siglos. Es lo que el concilio Vaticano II siguió
como método en todos sus trabajos. Igual que en la naturaleza, en primavera, se
poda el árbol de las ramas de la temporada anterior para hacer posible que el
tronco florezca de nuevo, así hay que hacer también en la vida de la Iglesia.
Ya los profetas de Israel
lucharon para trasladar el interés del pueblo desde las prácticas exteriores de
culto y del ritualismo, a la interioridad de la relación con Dios. «Este pueblo
—leemos en Isaías— se acerca a mí solo con palabras y me honra con los labios,
mientras que su corazón está lejos de mí y el culto que me rinde es un
aprendizaje de costumbres humanas» (Is 29,13). El motivo es que «el hombre mira
las apariencias, pero Dios escudriña el corazón» (1 Sam 16,7). «Rasgaos el
corazón, no las vestiduras, —se lee en otro profeta» (Jl 2,13).
Es el tipo de reforma
religiosa que Jesús retomó y llevó a cabo. Uno que analice la actuación de
Jesús y sus palabras, fuera de preocupaciones dogmáticas, desde un punto de
vista de la historia de las religiones, nota sobre todo una cosa: que él quiso
renovar la religiosidad judía, terminada a menudo en lo seco del ritualismo y
del legalismo, poniendo en el centro de ella una relación con Dios íntima y
vivida. Él no se cansa de apelar a ese ámbito «secreto», el «corazón», donde se
opera el verdadero contacto con Dios y con su voluntad viva y del que depende
el valor de toda acción (cf. Mt 15,10ss). El llamamiento a la interioridad
encuentra su motivación bíblica más profunda y objetiva en la doctrina de la
inhabitación de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, en el alma del
bautizado[1].
Con el paso del tiempo, en
la visión bíblica de la interioridad cristiana algo se había ofuscado,
contribuyendo a la crisis de la que he hablado anteriormente. En ciertas
corrientes espirituales, como en algunos de los místicos renanos, se
había ofuscado el carácter objetivo de esta interioridad. Insisten en volver al
«fondo del alma» mediante lo que ellos llaman «introversión». Pero no siempre
resulta claro si este «fondo del alma» pertenece a la realidad de
Dios o a la del yo, o, peor aún, si es ambas cosas juntas, fusionadas de
manera panteísta.
En los últimos siglos el
aspecto del método había acabado por prevalecer sobre el contenido de
la interioridad cristiana, reduciéndola a veces a una especie de técnica de
concentración y de meditación, más que en el encuentro con Cristo vivo en el
corazón, aunque no han faltado en ninguna época espléndidas realizaciones de la
interioridad cristiana. Santa Isabel de la Trinidad está en la línea de la más
pura interioridad objetiva, cuando escribe: «Yo he encontrado el paraíso en la
tierra, porque el paraíso es Dios y Dios está en mi corazón».
Regreso a la interioridad
Pero volvamos al presente.
¿Por qué es urgente volver a hablar de interioridad y redescubrir el gusto
sobre ella? Vivimos en una civilización toda proyectada hacia lo
exterior. Ocurre en el ámbito espiritual lo que se observa en el ámbito
físico. El hombre envía sus sondas hasta la periferia del sistema
solar, fotografía lo que hay en planetas lejanos; ignora, en cambio, lo
que se agita a pocos miles de metros bajo la corteza terrestre y no
consigue, por eso, prever terremotos y erupciones
volcánicas. También nosotros sabemos, ahora en tiempo real, lo que sucede
en el otro extremo del mundo, pero ignoramos lo que se agita en el fondo de nuestro
corazón. Vivimos como en una centrifugadora en acción a toda velocidad.
Evadirse, es decir, salir
fuera, es una especie de palabra de orden. Incluso hay una literatura de
evasión, espectáculos de evasión. La evasión está, por así decirlo,
institucionalizada. El silencio da miedo. No se logra vivir, trabajar, estudiar
sin alguna voz o música alrededor. Hay una especie de horror vacui, de
miedo del vacío, que impulsa a aturdirse.
Tuve ocasión de entrar una
vez en una discoteca, invitado a hablar a los jóvenes allí reunidos. Me bastó
para hacerme una idea de lo que reina allí: la orgía del barullo, el ruido
ensordecedor como droga. Se han hecho investigaciones entre los jóvenes a la
salida de la discoteca y a la pregunta: «¿Por qué os reunís en este lugar?»;
algunos han respondido: «¡Para no pensar!». Pero es fácil imaginar a
qué manipulaciones se exponen los jóvenes que han renunciado ya a pensar.
«Imponedles un trabajo
pesado y que lo cumplan y no hagan caso de palabras engañosas» [de Moisés], fue
la orden del faraón de Egipto a sus ministros para con los Israelitas (cf. Éx
5,9). La orden tácita, pero no menos perentoria, de los faraones modernos es:
«¡Imponed el ruido sobre estos jóvenes, que se aturdan con él, de modo que no
piensen, no hagan elecciones libres, sino que sigan la moda que nos conviene,
compren lo que decimos nosotros, piensen como nosotros queremos!» Para un
sector muy influyente de nuestra sociedad, el del espectáculo y la publicidad,
los individuos cuentan solo en cuanto que son «espectadores», números que hacen
subir las «audiencias» de los programas.
Hay que oponerse con un
rotundo «¡no!» a este vaciamiento. Los jóvenes son también los más generosos y
dispuestos a rebelarse contra las esclavitudes y, de hecho, hay multitud de
jóvenes que reaccionan a este asalto y, en lugar de huir, buscan lugares y
tiempos de silencio y contemplación para reencontrarse de vez en cuando consigo
mismos y, en sí mismos, con Dios. Son muchos, aunque nadie habla de ello.
Algunos han fundado casas de oración y adoración eucarística perpetua y a
través de la Red dan la posibilidad a muchos para que se unan a ellos.
La interioridad es la vía
para una vida auténtica. Se habla mucho hoy de autenticidad y se hace de ello
el criterio de éxito o fracaso de la vida. El filósofo quizá más conocido
del siglo pasado, Martin Heidegger, puso este concepto en el centro de su
sistema. Para el cristiano la autenticidad verdadera no se alcanza
más que viviendo «coram Deo», en la presencia de Dios.
«Un vaquero —escribe
Kierkegaard— el cual, si esto fuera posible, es un yo delante de sus vacas, es
un yo muy inferior; un soberano que fuese un yo frente a sus esclavos, lo
mismo. En el fondo ninguno de los dos es un yo, en ambos casos falta la medida…
Pero, ¡qué acento infinito adquiere el yo cuando adquiere conciencia de existir
ante Dios,
convirtiéndose en un yo
humano cuya medida es Dios! […] Se habla muchos de vidas desperdiciadas.
Pero desperdiciada es sólo la vida de aquel hombre que nunca se dio cuenta,
porque no tuvo nunca, en el sentido más profundo, la impresión de que existe un
Dios y que él, precisamente él, su yo, está ante este Dios»[1].
El Evangelio nos narra la
historia de uno de estos «vaqueros». Había huido de la casa paterna y había
gastado sus bienes y su juventud, viviendo disolutamente. Pero un día «entró en
sí mismo». Pasó revista a su vida, preparó las palabras que tenía que decir y se
puso en camino hacia la casa paterna (cf. Lc 15,17). Su conversión se realizó
en este momento, antes de moverse, mientras estaba solo en medio de una piara
de puercos. Se realizó en el momento en que «entró dentro de sí». A
continuación no hizo más que ejecutar lo que había deliberado. La conversión
externa fue precedida por la interior y recibió de esta su valor. ¡Cuánta
fecundidad en aquel «entrar en sí mismo!».
No son solo los jóvenes
los que son arrollados por la oleada de exterioridad. También lo son las
personas más comprometidas y activas en la Iglesia. ¡También los religiosos!
Disipación es el nombre de la enfermedad mortal que nos acecha a todos. Se
termina por ser como un vestido del revés, con el alma expuesta a los cuatro
vientos. En un discurso dirigido a los superiores de una orden religiosa
contemplativa, san Pablo VI dijo:
«Hoy estamos en un mundo
que parece enfrascado en una fiebre que se infiltra incluso en el santuario y
la soledad. Ruido y estruendo han invadido casi todo. Las personas no logran ya
recogerse. Víctimas de mil distracciones, disipan habitualmente sus energías
detrás de las diversas formas de la cultura moderna. Periódicos, revistas,
libros invaden la intimidad de nuestras casas y de nuestros corazones. Es más
difícil que antes encontrar la oportunidad para ese recogimiento en el cual el
alma logra estar plenamente ocupada en Dios».
Santa Teresa de Jesús
escribió una obra titulada El castillo interior que es ciertamente
uno de los frutos más maduros de la doctrina cristiana de la interioridad. Pero
existe, por desgracia, también un «castillo exterior» y hoy constatamos que es
posible estar encerrados también en este castillo. Encerrados fuera de casa,
incapaces de entrar de nuevo en ella. ¡Presos de la exterioridad! San Agustín
describe así su vida antes de la conversión:
«Tú estabas dentro de mí y
yo estaba fuera y te buscaba aquí abajo, lanzándome deforme, sobre estas formas
de belleza que son tus criaturas. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba
contigo. Me retenían lejos de ti esas criaturas que no existirían tampoco si no
fuera por ti que las haces existir»[1].
¡Cuántos de nosotros deberían
repetir esta amarga confesión: «Tú estabas dentro de mí, pero yo estaba
fuera!» Hay algunos que sueñan con la soledad, pero la sueñan solamente. La
aman, siempre que se mantenga en el sueño y no se traduzca nunca en la
realidad. En realidad, rehúyen de ella, tienen miedo de ella. La desaparición
del silencio es un síntoma grave. Han sido eliminados casi en todas partes esos
carteles típicos que en cada pasillo de las casas religiosas reclamaban en
latín: Silentium! Yo creo que en muchos ambientes religiosos se
impone una elección: ¡O silencio o muerte! O se reencuentra un clima y tiempos
de silencio y de interioridad o es el vaciamiento espiritual
progresivo y total. Jesús define el infierno como «las tinieblas exteriores» (cf.
Mt 8,12) y esta designación es altamente significativa.
No hay que dejarse engañar
por la objeción habitual: pero a Dios se le encuentra fuera, en los hermanos,
en los pobres, en la lucha por la justicia; se le encuentra en la Eucaristía,
en la Palabra de Dios… Todo cierto. Pero, ¿dónde «encuentras» realmente al
hermano y al pobre, si no en tu corazón? Si los encuentras sólo fuera, no es un
yo, una persona a la que encuentras, sino una cosa; te chocas más que
encontrarlo. ¿Dónde encuentras al Jesús de la Eucaristía si no en la fe, es
decir, dentro de ti? Un verdadero encuentro entre personas no puede tener lugar
más que entre dos conciencias, dos libertades, es decir, entre dos
interioridades.
Es erróneo, por lo demás,
pensar que la insistencia en la interioridad pueda perjudicar al compromiso
activo por el reino y la justicia; pensar, en otras palabras, que afirmar la
primacía de la intención pueda perjudicar a la acción. La interioridad no se
opone a la acción, sino a un cierto modo de realizar la acción. Lejos de
disminuir la importancia del actuar para Dios, la interioridad la
fundamenta y la preserva.
El eremita y su eremitorio
Si queremos imitar lo
que Dios ha hecho al encarnarse, imitémosle verdaderamente hasta
el fondo. Es cierto que él se vació, salió de sí mismo, de la interioridad
trinitaria, para venir al mundo. Sin embargo, sabemos cómo ha sucedido
esto: «Lo que era permaneció, lo que no era lo asumió», dice un antiguo
aforismo a propósito de la Encarnación. Sin abandonar el seno del Padre, el
Verbo vino en medio de nosotros. También nosotros vamos hacia el mundo, pero
sin salir nunca del todo de nosotros mismos. «El hombre interior —dice la Imitación
de Cristo— se recoge espontáneamente porque no se dispersa nunca del todo
en las cosas exteriores. A él no le perjudica la actividad exterior y las
ocupaciones a su tiempo necesarias, pero sabe adaptarse a las circunstancias»[1].
Pero
tratemos de ver también cómo hacerlo, concretamente, para recuperar y conservar
la costumbre de la interioridad. Moisés era un hombre muy activo. Pero se lee
que se hizo construir una tienda portátil y en cada etapa del éxodo fijaba la
tienda fuera del campamento y regularmente entraba en ella para consultar al
Señor. Allí, el Señor hablaba con Moisés «cara a cara, como habla un hombre con
otro» (Éx 33,11).
Esto
no siempre se puede hacer. No siempre se puede uno retirar a una capilla o a un
lugar solitario para recuperar el contacto con Dios. San Francisco de Asís
sugiere otra astucia más al alcance de la mano. Al enviar a sus frailes por las
calles del mundo, decía: Nosotros tenemos siempre un eremitorio con nosotros
dondequiera que vayamos y cada vez que lo queramos podemos, como eremitas,
entrar en esta ermita. «Hermano cuerpo es la ermita y el alma el eremita que
habita dentro de él para orar a Dios y meditar»[2]. Es la misma
recomendación que santa Catalina de Siena expresaba con la imagen de la «celda
interior», que cada uno lleva consigo y a la que siempre es posible retirarse
con el pensamiento, para reanudar un contacto vivo con la Verdad que habita en
nosotros. Es a esta celda interior, no delimitada por paredes, dice S.
Ambrosio, que Jesús nos invita diciendo: «Tú, cuando vayas a orar, entra
en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí,
en lo secreto». (Mt 6,6) [3]
Hemos
escuchado al inicio el apremiante llamamiento de san Agustín a reentrar en el
corazón; terminamos escuchando otro llamamiento igualmente apremiante en
la misma dirección, lo que san Anselmo de Aosta dirige al lector al comienzo de
su Proslogion:
¡Venga,
pues, desgracia humana, huye un momento de tus ocupaciones, apártate por un
instante de tus tumultuosos pensamientos! Deshazte de las preocupaciones que te
agobian y pospón tus laboriosos quehaceres. Entrégate un poco a Dios y descansa
un instante en Él. ¡«Entra en el aposento» de tu espíritu, ahuyenta todo
excepto a Dios y lo que te ayude a hallarle y, «una vez cerrada la puerta»,
búscale! ¡Ahora di «corazón mío», di todo entero ahora a Dios: «Busco tu rostro,
Señor; tu rostro es lo que busco»! (Sal 27,8).
Con
estos deseos y propósitos iniciamos nuestra jornada de trabajo
al servicio de la Iglesia.
[4] Cf. Jn
14,17.23; Rom 5,5; Gál 4,6.
[5] S. Kierkagaard, La
malattia mortale, II, en Opere [Ed. C. Fabro] (Florencia 1972)
662-663 [trad. esp. Enfermedad mortal (Alba Libros, Madrid 2005)].
[6] S. Agustín, Confesiones, X,
27.
[7] Imitación
de Cristo, II, 1.
[8] Leyenda Perugina, 80:
Fuentes Franciscanas, n. 1636.
[9] S. Ambrosio, De Cain et Abel, I, 9, 38 (CSEL 32,1,
p. 372).
©
Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco
Fuente:
Zenit






