Dentro de mí hay debilidad pero también fuerza,
¿cómo paso de una a la otra?
![]() |
| Philippe Put-CC |
Llega la Cuaresma y escucho continuamente
la palabra conversión.
Comenta el
papa Francisco: “No dejemos transcurrir en vano este tiempo
favorable. Pidamos a Dios que nos ayude a emprender un camino de verdadera
conversión. Abandonemos el egoísmo, la mirada fija en nosotros mismos, y
dirijámonos a la Pascua de Jesús”.
Y yo empiezo
a querer cambiar camino hacia la luz de la Pascua. No es tan fácil. No
entiendo cómo, pero por más que me esfuerzo, nada sucede. Sigo siendo el
mismo de antes. Débil, cobarde, egoísta.
La palabra conversión me habla de un cambio
profundo que anhela mi alma. La palabra griega metanoia hace referencia a
un cambio de visión, a un giro por el que me convierto, o me arrepiente de
algo.
Es una
transformación profunda de mi corazón y de mi mente. ¿Acaso
necesito el cambio? ¿Es necesario que me transforme de esa
manera tan radical? ¿No basta con dar unos pequeños retoques?
Comienzo la Cuaresma y siento que no quiero cambiar demasiado. No porque esté
todo en orden. Sino porque cambiar implica esfuerzo y dolor.
Un dejar de ser de una manera para ser de
otra. Un abandonar ideas y puntos de vista para renovarme por dentro. Y todo
cambio exige lucha, desgarro, llantos.
Pienso en el gusano de seda que puede
llegar a ser una mariposa. Para eso se reviste en su capullo a la espera del
cambio. Dejará de arrastrarse sobre la tierra y podrá volar.
La mariposa
me recuerda poco al gusano. Pero de ahí viene. Yo tengo
mucho de gusano. Cuando me arrastro por la tierra y me
dejo llevar por mis deseos de forma enfermiza. Cuando pierdo la alegría y mi
tristeza transforma la vida en un pantano.
Entonces soy
un gusano que dejo de soñar con las alturas y me conformo con el polvo y
no quiero arrepentirme porque estoy bien donde estoy.
Y mi fealdad
me gusta. O me he acostumbrado a ella. Se me olvida que dentro de mí hay una
mariposa escondida. Tengo que dejarla salir.
Nunca dejaré
de ser gusano. Y nunca dejaré de ser mariposa. En mí se confunden la fuerza y la
debilidad. La experiencia de la conversión es lo que
me permite pasar de un punto al otro. Asumir mi vida en su
pobreza y ascender con ella a los cielos. Y dejar que se transforme mi vida en
una vida mejor, más plena, más honda.
Claro que quiero convertirme, aunque me
cueste. Aunque sufra por dentro. No quiero cambiar sólo la piel. No pretendo
sólo ser un poco mejor. Quiero cambiar, convertirme. Necesito una segunda
conversión en la que Dios me haga una nueva persona. Necesito
a Dios para poder cambiar.
El otro día
leía: “Un
conocimiento profundo de su dolor le permite convertir su debilidad en fuerza y
ofrecer su propia experiencia como fuente de curación para los que, a menudo,
están perdidos en la oscuridad de su propio sufrimiento incomprendido”[1].
El que ha recorrido ese camino de
conversión puede ser para otros un sanador herido. Esa imagen me gusta. No deja de estar
herido. No deja de sanar.
Sana a otros precisamente desde la
fragilidad, desde su
humanidad, desde su experiencia de hombre necesitado de un amor que lo salve.
No quiero
poner mi mirada en el esfuerzo de mi voluntad por hacer las cosas bien. Ya he
fallado y volveré a hacerlo. Sé que mi misión en esta vida consiste en amar y
ser amado. O ser amado para poder amar. Y aprender a amar con toda el alma, con
todo el cuerpo.
Decía el
padre José Kentenich: “La gran cuestión que interesa a todo
verdadero educador es cómo convertir el saber en amor“[2].
Puedo tener
muy clara la teoría. Pero ha de hacerse vida. Puedo saber muchas cosas. Tener
claros muchos conocimientos. Pero si no tengo amor, de nada me sirve.
La conversión tiene que tocarme el corazón.
Tiene que llegar al subconsciente de
mi alma. Tiene que penetrar todas las fibras de mi ser.
Me siento
enfermo y débil. Limitado en mis capacidades. Pobre en mis frutos. Me frustro
tan fácilmente y me lleno de amargura.
Crece en mí
el rencor contra los que no piensan como yo y son distintos. Me altero cuando
me cambian los planes. Me vuelvo egoísta con mis deseos protegiendo la
realización lo que sueño. Mi inmadurez afectiva me convierte en mendigo de amor.
Quiero convertirme y nacer de nuevo. Se lo
pido a Dios.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia






