La
Virgen María es Madre, es educadora, es reina cuando le entrego mi impotencia
Me gusta iniciar el camino de la Cuaresma de la mano de María. No sufrió Ella sólo cuarenta días. Fueron muchos más.
El dolor más
hondo de María. El abrazo de Jesús muerto en su regazo. El fracaso humano de su
hijo, el hijo de Dios. Albergando la esperanza de la vida eterna en su seno.
Soñando con el imposible de volver a verlo en la tierra. Sin miedo cuando todo
parecía desmoronarse.
¡Cuánto dolor
en el pecho de María! ¡Cuánta soledad y cuánta angustia! Y el
miedo tan humano, tan verdadero. ¿Cómo no temer cuando
todo se ha perdido?
Ella
conservaba la fe y la esperanza. No dudaba de su Hijo al que amaba tan
íntimamente. Pero los hechos hacían pensar otra cosa.
María vivió
su via
crucis, su Calvario. El dolor desgarrado de una Madre. El silencio
sobrecogedor entre lágrimas. María estaba firme al pie de la cruz. Guardaba
silencio ante tanta violencia. Sin gestos. Sin palabras.
“La madre de Dios ama a un Dios que no hace ruido y que consume la violencia
humana en el fuego de su amor misericordioso”[1].
Yo también
quiero amar a ese Dios del silencio. Me gusta su calma. Su misericordia
infinita.
María vive como vive el Dios al que ama,
como el Hijo al que adora. Abraza también en silencio. No hay gritos en sus labios. Ni gestos de furia
impotente.
No hay deseo
de venganza. Ni rencor. Sólo perdón y misericordia. Es el mismo
Dios al que ama. Como yo que amo a ese mismo Dios.
Pero me
siento pequeño al comenzar mi camino hacia el Calvario. A menudo siento rabia y
deseos de venganza. No soporto las injusticias, ni los gritos, ni la maldad.
Hoy me
detengo a mirar a María. Leía el otro día: “A tu lado María me gusta ser pequeña.
Acercarnos a Ella y aprender a amar nuestra pequeñez. La ternura de María y su
sonrisa nos animan”[2].
María es Madre, es educadora, es reina
cuando le entrego mi impotencia.
Me enseña a amar como Ella ama. Me enseña su ternura, su delicadeza, su
respeto.
Me enseña a
guardar silencios y a acoger callando. Me enseña a admirar amando y a amar
sirviendo. Quiero mirarla a Ella al comenzar estos cuarenta
días.
Ella se hace
firme al pie de mi cruz sujetando en sus manos el cáliz con la
sangre de su Hijo. Nada se puede perder. Ella permanece firme
sin temer la muerte.
María ama
como Madre. Ama con un corazón grande, con ternura, con una sonrisa. Me
sostiene a mí para que aprenda a sostener mis pasos.
Me vuelvo
niño pequeño en su regazo consciente de mis límites: “Cuando en lugar de hablar de ’ser niño’ hablamos
de ’ser pequeños’, la mirada psicológica vuelve al primer plano. Con ’pequeñez
de niño’ nos referimos a la encantadora humildad del niño”[3].
Me veo
pequeño a su lado. Me veo necesitado.
Menesteroso. Me gusta mirar a María al comenzar la Cuaresma para sentir su
fuerza. Doy los primeros pasos de su mano de Madre.
Me gusta
mirar a María como la mira el padre José Kentenich: “Si hemos puesto nuestra vida a entera
disposición de María, ella, de modo similar, también se da totalmente a nosotros:
su brazo poderoso, el brazo de su omnipotencia suplicante, el Niño en sus
brazos, la lengua de fuego sobre su cabeza, en su oído el ‘Ave’, en sus
labios el Magníficat y la espada de siete filos en el corazón”[4].
María lleva
en sus manos a Jesús. Lleva el Espíritu Santo en forma de lengua de fuego. El Fiat en
su corazón. La gratitud del magníficat en su alma. El dolor de la cruz en su
corazón herido.
Miro a María
para que me enseñe a dar la vida como Ella. Y me enseñe a agradecer, a ser
generoso. Soy instrumento dócil en sus manos.
Me dejo
llevar por Ella para cambiar el mundo: “María actuará, pero no sin nosotros.
Queremos colaborar. Precisamente esa idea de la colaboración dio pie al Capital
de Gracias. Nada
sin nosotros. No sólo debemos nutrirnos del Capital de Gracias, sino
multiplicarlo”[5].
Vengo al
santuario a entregarle a María mi vida. Es mi ofrenda. Nada sin mí, sin mi sí,
sin mi entrega, sin mi vida puesta a su servicio.
Necesito
decirle que sí con mi Fiat. Y agradecerle su abrazo constante con mi
magníficat. María me salva en medio de las dudas y los miedos. Me
salva, me utiliza porque soy su instrumento.
Sin su poder
no puedo hacer nada. Su brazo fuerte. Su misericordia infinita. En su silencio
me sumerjo para guardar silencio. Pero no me desentiendo de la vida. Puedo dar
más, ser más generoso.
Cargando con
mi cruz me convierto en instrumento de paz, de sanación para los que cargan a
mi lado.
Miro su
confianza ciega en Jesús. La miro a Ella porque deseo tener una mirada pura, un
alma inmaculada, un amor profundo y cálido. Es lo que quiero. En sus manos
puedo.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia






