La
perspectiva de la resurrección le da más valor a mi dolor presente
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| Daniel Reche |
Quiero abandonar esa tristeza que a veces
tengo cuando pierdo, fracaso, o dejo de tener lo que más amo. Porque así es el
amor. Amo y sufro.
Se rompe mi
corazón al amar, como el de Jesús en la cruz. Como el de María, la hermana de
Marta, en Betania al amar a Jesús vertiendo en sus pies perfume de nardo.
El amor que
no se entrega, huele mal. El amor que se da sufriendo, cambia el olor, la
atmósfera que lo rodea.
El amor de Jesús derramado en su sangre en
la cruz cambia todo lo que toca. Quiero aprender a amar así.
Quiero tocar
un amor que tiene vocación de eternidad. Por eso no me detengo en el dolor.
Miro al cielo.
Veo a Pedro llorando en su debilidad. A María, mi Madre, sujetando a su hijo
muerto. Miro al cielo. Duele tanto la pérdida, el final, la derrota. El orgullo
cuando caigo por culpa de mi debilidad…
Me amargo por
no haber sido más fuerte, más puro, más fiel. Mi orgullo herido cuando no sé
amar como me aman.
Me quedo mirando los bienes que brotan de
la tierra. Los bienes
caducos que me ofrecen. Quiero retenerlos. El amor con olor a perfume. Todo
temporal.
Mi anhelo es
eterno. Yo me aferro al camino trazado. Al sueño que parece casi hacerse
realidad.
Una cruz bloquea el camino. Quiero
retener lo que ahora poseo. La muerte siempre irrumpe. Es
la única certeza que tengo en mi vida.
Medito en la
fugacidad de mis días, de mi amor. ¡Cuánto pesa el paso de los años! Me deja
gastado. Pero pasa fugazmente y no puedo retener mi presente ni
tan siquiera una hora.
Beso la cruz
bendita que se abre al cielo. El cuerpo muerto de Jesús que huele a nardos. Su
llaga abierta llena de amor.
Por la hendidura de su costado vislumbro el
cielo. Siento en
mi alma su último suspiro. Sus palabras que caen cadenciosas en mi corazón
herido.
La muerte es lo que más temo. La vida lo
que más deseo. La vida temporal que poseo. Una vida eterna que sueño.
¿Cómo puedo
comprender una eternidad cuando vivo recogiendo minutos en mi reloj de cuerda?
Hago planes. Doy gracias por el pasado. Tomo decisiones en presente.
¿Cómo se conjuga la vida eterna? ¿Un
presente continuo en el que nada pasa y nada muere? ¿Cómo se puede amar para siempre?
Una vida eterna engrandece mi presente. Estoy sembrando para el cielo. Estoy
cosechando para el día en el que todo será pleno. El papa Benedicto XVI decía:
“Sin la perspectiva de una vida eterna, el
progreso humano en este
mundo se queda sin aliento. La humanidad pierde la valentía de estar
disponible para los bienes más altos, para las iniciativas grandes y
desinteresadas que la caridad universal exige”[1].
El cielo me
ensancha el alma. La perspectiva de la resurrección le da más
valor a mi renuncia de hoy, a mi dolor presente. Desde la
cruz mi mirada llega más lejos.
Sueño con lo eterno y así lo cotidiano es
trascendente. Se alegra mi corazón. Sueño con la vida eterna que aún no poseo.
Pero ya la
previvo postrado ante una cruz desnuda. Me anticipo al mañana dando la vida
hoy. Amando hoy.
Cuento con
mis torpezas. Deseo que el hoy sea eterno. Para eso
construyo con calma. Y en profundidad.
Me importa lo
que amo. Es para siempre. El corazón que amo es mi lugar sagrado en
el que toco a Dios.
Tiene valor
todo lo que hago, todo mi amor derramado. No es monótona la vida eterna. ¿Cómo
puedo cultivar un amor sin sombras y para siempre? ¿Y una vida plena sin
debilidad ni fracaso?
Aquí en la tierra siembro para el cielo.
Derramo mi amor que huele a nardos. Me enamora esa plenitud que aquí presiento
como deseo. Y no quiero dejar de vivir la vida para siempre.
No tiene fin
mi amor humano al pensar en el cielo. Y la renuncia que hoy hago tiene un
significado hondo, un eco eterno.
El cielo se
cubre de estrellas para mostrarme la alegría de Dios al mirar mi vida como es,
como sueño.
Y
yo sonrío. Y Dios sonríe. Y me dice que estoy hecho para el cielo. Y que no
tengo que apegarme a sufrimientos estériles que no merecen la pena.
La vida es algo grande. La eternidad me
amplía el horizonte. El
cielo se hace profundo ante mis ojos. No quiero dejar de soñar con el cielo que
aún no poseo.
Beso la cruz
que me duele. Y la muerte que hiere mi alma. Acepto la realidad que ahora es
áspera. Y deseo esos bienes del cielo que serán para siempre.
Jesús abre
una puerta antes cerrada. Su costado abierto. Hace posible lo imposible al
cruzar el umbral de la muerte. Se precipita en unos días sin término que acaban
con los tiempos que aquí poseo.
La eternidad
llena mi alma de anhelos. La sed de infinito que Dios me ha dado. Sueño con ese
Jesús resucitado que me llama por mi nombre. Me reconoce y yo a Él. Porque ha
vencido. Ha triunfado en mis fracasos. Ha dado vida a mis muertes.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia






