Los hombres pueden ser muy grandes, pero Dios sólo los puede utilizarlos
para sus fines, sus obras, cuando se vuelven pequeños
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Tengo clara la
importancia de amar mi pequeñez. Es mi camino de santidad. Pero me encuentro muy lejos.
Comenta el P.
Kentenich: «No podemos tomarnos suficientemente en serio. No podemos
sentirnos suficientemente importantes. Pero ¿por qué razón? De nuevo lo mismo:
mis límites, mi nada, mi miseria son la fuerza impulsora que me empuja y me
introduce en las manos y en el corazón del Dios Eterno».
Hablo mucho de
mi pobreza, de mi pequeñez. Repito con frecuencia que Dios está en mi pequeñez,
que habita en mi pobreza.
Pero luego me
cuesta tanto pensar en pasar desapercibido. Me cuesta ser invisible en
esta vida en la que lo que cuenta es lo que hago, lo que produzco, lo que
traigo como mérito, lo que se ve.
Es verdad que
se me llena la boca al hablar de la pequeñez. Como si de repente esa palabra
tuviera que ver con mi alma. La escucho y algo se enciende en mi interior. Un
eco profundo. Tiene que ver conmigo, lo sé.
Pero después,
cuando intento hacerla realidad en mi vida cotidiana, resulta que es todo mucho
más complicado. Muy difícil. Me cuesta no estar en el centro con lo que me
gusta que se mencione mi nombre. No ser yo la referencia cuando me gusta que se
hable de mí.
Vivo pensando
en mí, en lo que yo pienso, en lo que yo he hecho, en lo que estoy viviendo.
Soy el centro del universo. Mis sentimientos, mis miedos, mis alegrías.
Vivo pensando
en lo que puedo conseguir a base de conquistas y luchas. Vivo enfermizamente
obsesionado con tener éxito y dejar huella en este mundo caduco. Vana ilusión
la que me persigue.
Me siento
impulsado por mi propio afán de protagonismo. Deseo halagos que no siempre
recibo. Busco destacar y ser importante. Que hablen de mí. Me da miedo ser así.
¿Dónde queda mi búsqueda de la pequeñez?
Me resisto a
aceptar mis errores. No soy capaz de pedir perdón. No reconozco en público mis
debilidades. ¿Cómo va a estar entonces Dios en mi pequeñez si no dejo que se
vea? Me duelen las humillaciones y las críticas. Las evito. Y cuando suceden,
las escondo.
Paso de largo
por ellas sin aprender. Porque las humillaciones son siempre una escuela para
aprender a ser más humilde. Si las dejo pasar, pierdo una oportunidad de oro.
Tiendo a pensar
que yo nunca me confundo. Que son los demás los que yerran. Me creo que yo
estoy bien y el mundo muy enfermo. Parece que yo tengo las respuestas. Y los
demás sólo preguntas. Vivo tratando de arreglarles la vida a los demás, sin
detenerme a pensar en la mía.
Pienso en mi
pequeñez. Yo también me confundo. Abuso de mi poder. Me aprovecho de mis
privilegios. Busco los mejores lugares. Espero los aplausos por todo lo que
hago. Deseo que me reconozcan y valoren. Pretendo que me promocionen y elogien.
Me falta tanta humildad. Quiero aprender a ser prescindible.
Decía el P.
Kentenich: «Los hombres pueden ser muy grandes, pero Dios sólo los
puede utilizarlos para sus fines, sus obras, cuando se vuelven pequeños».
Quiero aceptar
que soy pequeño y débil. Pequeño en mi pecado de soberbia y orgullo. Pequeño en
mis pretensiones de ser imprescindible. Soy débil y necesitado. Sin mi sí Dios
no puede hacer nada.
Leía el otro
día: «Hacer día a día lo que se nos pide con sencillez, dulzura, paz y
humildad y confianza apoyándonos en Dios y no en nosotros mismos. Aceptando
nuestras debilidades y limitaciones humildemente con paz sin desanimarnos. No
contar con nada más que el buen Dios».
Dios está en mi
pequeñez. Habita en mi carne enferma. Se hace fuerte en mi debilidad. Sólo
puede hacer cosas grandes conmigo cuando yo menguo. Cuando me hago más pequeño
y reconozco mi fragilidad. Sólo puede actuar cuando le dejo entrar abriendo la
puerta de los fracasos.
Acepto que no
lo hago todo bien. Toco la pobreza de mi vida esclava y enferma. No me siento
más que nadie. No utilizo a nadie para mis fines. No me doy esperando recibir
algo a cambio. No exijo un trato especial de nadie.
Esa actitud
humilde es la que me pide Dios. Que me haga pequeño. Que reconozca mi
fragilidad. Que toque mis heridas conmovido. Y me mire siempre con
misericordia.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia