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Sofía
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Santa Misa en Sofía, Bulgaria © Vatican Media |
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la tarde de ayer, 5 de mayo de 2019, el Papa Francisco ha celebrado la Santa
Misa en la plaza Knyaz Alexandar I de Sofía, Bulgaria.
Durante
la homilía sobre el Evangelio según San Juan, el Pontífice se ha referido a
tres certezas que marcan nuestra vida de discípulos: “Dios llama, Dios
sorprende, Dios ama”.
Dios llama
En
el Evangelio se narra como Pedro y los apóstoles, después de ver morir a Jesús
y del anuncio de su Resurrección, vuelven a su vida de antes. Pedro vuelve a
coger las redes “a las que había renunciado por Jesús”, dice el Papa, y los
demás le acompañan.
Según
explica en Papa, las redes de Pedro, simbolizan en nuestra vida la tentación de
la “nostalgia del pasado”, de recobrar algo que se había abandonado
anteriormente. “Frente a las experiencias de fracaso, dolor e incluso de que
las cosas no resulten como se esperaban, siempre aparece una sutil y peligrosa
tentación que invita a desanimarse y bajar los brazos”. Esto es lo que el Papa
denomina “la psicología del sepulcro que tiñe todo de resignación,
haciendo que nos apeguemos a una tristeza dulzona que, como polilla, corroe
toda esperanza”.
No
obstante, en esa situación de derrota de Pedro, Jesús vuelve a llamarlo.
Lo mismo ocurre con nosotros: “El Señor no espera situaciones ni estados de
ánimo ideales, los crea. No espera encontrarse con personas sin problemas, sin
desilusiones, pecados o limitaciones”, indicó el Papa. Y añadió que “Dios no se
cansa de llamar” y “Todas las mañanas, nos busca allí donde estamos y nos
invita ‘a alzarnos, a levantarnos de nuevo con su Palabra, a mirar hacia arriba
y a creer que estamos hechos para el Cielo, no para la tierra; para las alturas
de la vida’ (…)”.
Por
último, el Papa indicó, remitiendo a la reciente homilía de Pascua (20 de
abril), que cuando acogemos al Señor “subimos más alto, abrazamos nuestro
futuro más hermoso, no como una posibilidad sino como una realidad”.
Dios sorprende
Después,
el Papa ha definido a Dios como “el señor de las sorpresas que no sólo invita a
sorprenderse sino a realizar cosas sorprendentes”. El Señor llama y cuando ve
que los discípulos no han pescado nada, les hace una propuesta arriesgada:
hacerlo de día, algo que no se solía hacer en el lago.
Con
esta invitación, el Señor nos invita a ser audaces, “para superar la sospecha,
la desconfianza y el temor que se esconden detrás del “siempre se hizo así”. No
hay que tener miedo porque, tal y como el Santo Padre indicó el pasado domingo
de Resurrección, el Señor “en el pecado, él ve hijos que hay que elevar de
nuevo; en la muerte, hermanos para resucitar; en la desolación, corazones para
consolar. No tengas miedo, por tanto: el Señor ama tu vida, incluso cuando
tienes miedo de mirarla y vivirla”.
Dios ama
La
certeza definitiva es consecuencia de las dos anteriores: “Dios llama, Dios
sorprende porque Dios ama”, explicó el Pontífice. Jesús invitó a Pedro y nos
invita a nosotros con su pregunta “¿Me amas?”. La respuesta de Pedro, “Tú
conoces todo” (Jn 21,17), supone el reconocimiento humilde de su incapacidad y
la confianza en el amor de Dios para superarse. Ya no confía en sí mismo, sino
desde Jesús (“Tú”).
Así,
el Santo Padre nos estimula a renovar nuestra “fuerza” cada día porque Dios nos
ama: “Ser cristiano es una invitación a confiar que el amor de Dios es más
grande que toda limitación o pecado”.
En
este sentido, Francisco ha evidenciado que “Uno de los grandes dolores y
obstáculos que experimentamos hoy, no nace tanto de comprender que Dios sea
amor, sino de que hemos llegado a anunciarlo y testimoniarlo de tal manera que
para muchos este no es su nombre”.
No tengáis miedo
Finalmente,
el Papa, citando a la exhortación Gaudete et exsultate, se dirigió al
pueblo búlgaro diciendo: “No tengáis miedo de ser los santos que esta tierra
necesita, una santidad que no os quitará fuerza, vida o alegría; sino más bien
todo lo contrario, porque vosotros y los hijos de esta tierra llegaréis a ser
lo que el Padre soñó cuando os creó. Llamados, sorprendidos y enviados por
amor”.
***
Homilía completa
Queridos
hermanos y hermanas, Cristo ha resucitado. Es maravilloso el saludo con el que
los cristianos de vuestro país comparten la alegría del Resucitado durante el
tiempo pascual.
Todo
el episodio que hemos escuchado, que se narra al final de los Evangelios, nos
permite sumergirnos en esta alegría que el Señor nos envía a “contagiar”,
recordándonos tres realidades estupendas que marcan nuestra vida de discípulos:
Dios llama, Dios sorprende, Dios ama.
Dios
llama. Todo sucede en las orillas del lago de Galilea, allí donde Jesús había
llamado a Pedro. Lo había llamado a dejar su oficio de pescador para
convertirse en pescador de hombres (cf. Lc 5,4-11). Ahora, después de todo el
camino recorrido, después de la experiencia de ver morir al Maestro y a pesar
del anuncio de su resurrección, Pedro vuelve a la vida de antes: «Me voy a
pescar», dice. Los otros discípulos no se quedan atrás: «Vamos también nosotros
contigo» (Jn 21,3). Parece que dan un paso atrás; Pedro vuelve a tomar las
redes, a las que había renunciado por Jesús. El peso del sufrimiento, de la
desilusión, incluso de la traición se había convertido en una piedra difícil de
remover en el corazón de los discípulos; heridos todavía bajo el peso del dolor
y la culpa, la buena nueva de la Resurrección no había echado raíces en su
corazón. El Señor sabe lo fuerte que es para nosotros la tentación de volver a
las cosas de antes.
En
la Biblia, las redes de Pedro, como las cebollas de Egipto, son símbolo de la
tentación de la nostalgia del pasado, de querer recuperar algo que se
había querido dejar. Frente a las experiencias de fracaso, dolor e incluso de
que las cosas no resulten como se esperaban, siempre aparece una sutil y
peligrosa tentación que invita a desanimarse y bajar los brazos. Es la psicología
del sepulcro que tiñe todo de resignación, haciendo que nos apeguemos a
una tristeza dulzona que, como polilla, corroe toda esperanza. Así se gesta la
mayor amenaza que puede arraigarse en el seno de una comunidad: el gris
pragmatismo de la vida, en la que todo procede aparentemente con normalidad,
pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad (cf.
Exhort. apost. Evangelii gaudium,83).
Pero
precisamente allí, en el fracaso de Pedro, llega Jesús, comienza de nuevo, con
paciencia sale a su encuentro y le dice «Simón» (v. 15): era el nombre de la
primera llamada. El Señor no espera situaciones ni estados de ánimo ideales,
los crea. No espera encontrarse con personas sin problemas, sin desilusiones,
pecados o limitaciones. Él mismo enfrentó el pecado y la desilusión para ir al
encuentro de todo viviente e invitarlo a caminar. Hermanos, el Señor no se
cansa de llamar. Es la fuerza del Amor que ha vencido todo pronóstico y sabe
comenzar de nuevo.
En
Jesús, Dios busca dar siempre una posibilidad. Lo hace así también con
nosotros: nos llama cada día a revivir nuestra historia de amor con Él, a
volver a fundarnos en la novedad, que es Él mismo. Todas las mañanas, nos busca
allí donde estamos y nos invita «a alzarnos, a levantarnos de nuevo con su
Palabra, a mirar hacia arriba y a creer que estamos hechos para el Cielo, no
para la tierra; para las alturas de la vida, no para las bajezas de la muerte»
y nos invita a no buscar «entre los muertos al que vive» (Homilía de la Vigilia
Pascual, 20 abril 2019). Cuando lo acogemos, subimos más alto, abrazamos
nuestro futuro más hermoso, no como una posibilidad sino como una realidad.
Cuando la llamada de Jesús es la que orienta nuestra vida, el corazón se
rejuvenece.
Dios
sorprende. Es el Señor de las sorpresas que no sólo invita a sorprenderse sino
a realizar cosas sorprendentes. El Señor llama y, al encontrar a los discípulos
con sus redes vacías, les propone algo insólito: pescar de día, algo más bien
extraño en aquel lago. Les devuelve la confianza poniéndolos en movimiento y
lanzándolos nuevamente a arriesgar, a no dar nada ni, especialmente, nadie por
perdido. Es el Señor de las sorpresas que rompe los encierros paralizantes
devolviendo la audacia capaz de superar la sospecha, la desconfianza y el temor
que se esconden detrás del “siempre se hizo así”. Dios sorprende cuando llama e
invita a lanzar mar adentro en la historia no solamente las redes, sino a
nosotros mismos y a mirar la vida, a mirar a los demás e incluso a nosotros
mismos con sus mismos ojos porque «en el pecado, él ve hijos que hay que elevar
de nuevo; en la muerte, hermanos para resucitar; en la desolación, corazones
para consolar. No tengas miedo, por tanto: el Señor ama tu vida, incluso cuando
tienes miedo de mirarla y vivirla» (ibíd.).
Llegamos
así a la tercera certeza de hoy. Dios llama, Dios sorprende porque Dios
ama. Su lenguaje es el amor. Por eso pide a Pedro y nos pide a nosotros que
sintonicemos con su mismo lenguaje: «¿Me amas?». Pedro acoge la invitación y,
después de tanto tiempo pasado con Jesús, comprende que amar quiere decir dejar
de estar en el centro. Ahora ya no comienza desde sí mismo, sino desde Jesús: «Tú conoces
todo» (Jn 21,17), responde. Se reconoce frágil, comprende que no puede seguir
adelante sólo con sus fuerzas. Y se funda en el Señor, en la fuerza de su amor,
hasta el extremo. Esta es nuestra fuerza, que cada día estamos invitados a
renovar: el Señor nos ama.
Ser
cristiano es una invitación a confiar que el amor de Dios es más grande que
toda limitación o pecado. Uno de los grandes dolores y obstáculos que
experimentamos hoy, no nace tanto de comprender que Dios sea amor, sino de que
hemos llegado a anunciarlo y testimoniarlo de tal manera que para muchos este
no es su nombre. Dios es amor que ama, se entrega, llama y sorprende.
He
aquí el milagro de Dios que, si nos dejamos guiar por su amor, hace de nuestras
vidas obras de arte. Tantos testigos de la Pascua en esta tierra bendita han
realizado obras maestras. magníficas, inspirados por una fe sencilla y un gran
amor. Entregando la vida, fueron signos vivientes del Señor sabiendo superar la
apatía con valentía y ofreciendo una respuesta cristiana a las inquietudes que
se les presentaban (cf. Exhort. apost. postsin. Christus vivit, 174).
Hoy
estamos invitados a mirar y descubrir lo que el Señor hizo en el pasado para
lanzarnos con Él hacia el futuro sabiendo que, en el acierto o en el error, siempre
volverá a llamarnos para invitarnos a tirar las redes. Lo que les dije a los
jóvenes en la Exhortación que escribí recientemente, deseo decirlo también a
vosotros. Una Iglesia joven, una persona joven, no por edad sino por la fuerza
del Espíritu, nos invita a testimoniar el amor de Cristo, un amor que apremia y
que nos lleva a ser luchadores por el bien común, servidores de los pobres,
protagonistas de la revolución de la caridad y del servicio, capaces de
resistir las patologías del individualismo consumista y superficial. Enamorados
de Cristo, testigos vivos del Evangelio en cada rincón de esta ciudad (cf.
ibíd., 174-175). No tengáis miedo de ser los santos que esta tierra necesita,
una santidad que no os quitará fuerza, vida o alegría; sino más bien todo lo
contrario, porque vosotros y los hijos de esta tierra llegareis a ser lo que el
Padre soñó cuando os creó (cf. Exhort. apost. Gaudete et exsultate, 32).
Llamados, sorprendidos y enviados por amor.
Larissa
I. López
Fuente:
Zenit