Cansado
y con dudas, todos mis miedos se encerraban en mis manos rotas, pero en mi
impotencia me abrí a ese Dios que conduce mi vida...
![]() |
Pexels |
El otro día recorrí un camino por montañas
inmensas. Buscaba caminos, sendas ocultas. Luchaba por descifrar entre piedras
y barro el lugar donde poner mi siguiente paso. Quería llegar a la meta.
Así es
siempre. Miro a lo lejos. Busco la meta, mi destino final. Quería estar ya allí
y sufría la incertidumbre de no encontrar el camino.
¿Tendría que
regresar por donde había venido? ¿No habría valido de nada tanto esfuerzo? En
un lugar detuve mis pasos sin aliento.
No había
salida posible. Sólo arbustos tupidos. Barro profundo. Lluvia. Imposible. Me
llené de dudas.
Y quedó la
pregunta detenida en el aire. ¿Habré tomado el camino correcto, la
decisión adecuada, el sendero aconsejado? ¿Tendré que regresar
al camino seguro? Dudas que ensombrecían mi ánimo. Intentando echar por tierra,
en lágrimas, toda mi esperanza.
Me sentía
como me siento a veces en medio de pérdidas, o de ausencias. Cuando el camino
no parece tan ancho, ni tan fácil, ni tan seguro.
Una persona contaba su experiencia ante el dolor siendo niña, o adulta, eso no
importa:
“Pero, aunque sentía ese mar de tristeza
que podía hundirme en el abismo, me reponía, algo me aferraba a la vida y a las
risas, no sé si orgullo, sentido de supervivencia, egoísmo, instinto,
equilibrio, frialdad, capacidad de lucha. Algo me hacía sobreponerme y hasta
hoy, ese motor que me engancha a la vida, a la realidad inmediata, sigue tirando”.
Sacaba fuerzas de lo imposible. Así lo hice yo. Retornando unos pasos,
unas caídas más por el camino ya hollado, ya sufrido. Para buscar otra senda, o
mejor, la senda adecuada, la correcta.
¿Hay un camino correcto y otros totalmente
equivocados? No
lo sé. No me importa.
En medio de
esa encrucijada sin caminos me sentía cansado. Quería dejarlo todo.
Volver a algún lugar lejano. Descansar un rato sobre alguna piedra.
Quería que
alguien desde el cielo me rescatase de esa montaña y me elevase por encima de
mis dudas, de mis miedos.
No sé cómo en
la vida real, en un día sencillo, se pueden proyectar sueños de siempre,
debilidades conocidas.
En ese momento
de temor se hizo patente mi fragilidad, mi incapacidad para tomar
decisiones correctas, mi impotencia para elevarme por encima de mis
miedos cuando estoy cansado.
Se hizo
evidente que soy un discapacitado. Un hombre pobre en medio de una vida difícil
y frágil. Como tantas otras vidas.
Entonces fui
capaz de percibir que todos mis miedos se encerraban en mis manos
rotas. En mi impotencia me abrí a ese Dios que conduce mi vida.
¿No me iba a
rescatar ahora de esa montaña? ¿No confiaba? Saqué fuerzas de dentro del alma.
Siempre me quedan. Y las puse todas ante el Dios de mis caminos. Él sabría por
dónde debería ir.
El alma
estaba turbada. Me sentía incapaz de saltar por encima de tantos obstáculos y
montañas. ¿Aparecería de golpe ante mí un camino claro? Decía el padre José
Kentenich:
“Cuando la vivencia de pequeñez a los ojos
de uno mismo y a los ojos de los demás no desemboca en la vivencia de ser
grande ante Dios, acaba, tarde o temprano, en complejo de inferioridad.
El primer grado de la pequeñez o humildad consiste en aprender a abrazar las
propias debilidades de buena gana y con alegría, a fin de alcanzar una unión
más profunda con Dios”[1].
Me sentí tan
pequeño en esa montaña… Abrumado por mil posibles senderos que no se me
desvelaban. Quería llegar a la meta y era incapaz de recorrer el camino soñado.
En mi impotencia percibí una luz dentro de
mí que no era mía. Venía
desde lo más hondo. Desde lo más alto. Era una confianza en alguien que guiaba mis
pasos.
¿Por qué tantos miedos? No podrían nunca paralizarme. Me lo
propuse siendo niño. Nunca mis miedos me impedirían cruzar mares, saltar desde
alturas, atravesar desiertos, encontrar senderos en medio de bosques inmensos.
No, el miedo
sólo tenía sobre mí el poder que yo quisiera darle. Lo decidí de nuevo en medio
del barro, la lluvia, la ausencia de senderos y las dudas. Mis miedos no me
vencerían.
Encontraría
el camino. O Dios lo haría mostrándome rutas escondidas. Caminos imposibles. Y
poco a poco vería, como así fue.
Y entonces se
hizo posible lo imposible. En mi desvalimiento Dios se mostró misericordioso.
María se mostró como mi Reina. Ella sí tiene poder sobre mi vida.
Yo tengo miedo y dudas. Pero Ella lo puede
todo. No deja
que mis miedos paralicen mis sueños, bloqueen mis deseos de llegar a la meta.
Seguí
buscando, seguí subiendo. Más caídas, más barro, más lluvia, más frío, más
dudas. Y seguí caminando. Su mano sostenía mis pasos. Parecía misterioso.
No perdí la
alegría. La conservé grabada muy dentro del alma. Y afloraba en sonrisas,
nerviosas o calmadas.
En mis pasos
hechos de barro se dibujaba una esperanza que antes parecía ausente. Así suele
ser en mi vida. En mis montañas. En las aguas y el barro pegado a mis pasos por
la vida. En mi desvalimiento miro al cielo. Y confío de nuevo. Con una
sonrisa. Nada temo.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia