¿Qué
es lo que Dios piensa sobre mí? ¿Qué imagen tiene Él de mí? ¿Cómo me mira?
El
otro día me impresionó ver cómo actores conocidos con mucha fama han vivido
hundidos en procesos de depresión. Los actores de la conocida serie Juego de
Tronos pasaron del anonimato a la fama en muy poco tiempo.
Comenta
uno de los actores: «Cuando te conviertes en el centro de una serie de
televisión, que es tan popular, es aterrador. Debería haberme sentido
agradecido por lo que me estaba sucediendo, pero me sentía muy mal y no podía
hablar con nadie. Fue entonces cuando decidí acudir a un psicólogo”.
Lo
tenían todo para ser felices, para vivir una vida plena y llena de alegría.
Pero no podían encontrar la paz en la lucha diaria por mantener su fama, su
nombre, su prestigio. Tal vez la fama les llegó demasiado pronto, antes de
estar maduros para enfrentar la vida.
Cualquier
comentario en las redes les hacían dudar de su verdad, de su valor, de su
capacidad. Podían leer sesenta comentarios positivos sobre su actuación. Y
bastaba uno sólo negativo para hundirlos. Esto que les ha pasado a ellos me
pasa a mí en menor escala. No acepto los comentarios negativos sobre mi
persona. Podrán lloverme muchos elogios. Los valoro, los guardo, me enriquecen.
Pero una sola crítica basta para hundirme. Es la conocida necesidad de
aprobación.
A
mí me gusta que me aprueben en todo lo que hago, siempre y todos. Es bonita la
aprobación. Es bueno que me guste un halago. Pero no puedo centrar mi felicidad
en la aprobación de los demás. No puedo dar más valor a la opinión de los otros
que a la mía propia. Siempre habrá alguien que no me apruebe y no esté de
acuerdo conmigo, con mi forma de actuar o critique mi forma de ser. No me puedo
deprimir por ello. No puedo pretender agradar a todos. No me puedo paralizar
por las respuestas negativas que recibo en el camino de la vida.
Las
personas más cercanas a menudo, aquellos que más me quieren, pueden desaprobar
cosas que hago. Pero no quiero paralizarme por lo que me dicen. Tengo el
derecho a ser original. No entro en conflicto.
Acepto
tanto el halago como la crítica. Sé que la autoestima se construye desde mi
niñez. Y los juicios negativos sobre mi persona se van cimentando en mi
subconsciente. Cuando vuelvo a escuchar comentarios parecidos a los que recibí
siendo pequeño vuelvo a sufrir, a sangrar por mi herida. ¡Cuánto tengo que
cuidar lo que le digo a un niño, a un hijo, a un alumno, a un hermano pequeño!
Frases como esta deberían estar prohibidas: «Tú nunca has valido para esto. Tú
no tienes ese don. No sabes hacerlo, no puedes. Nunca has podido. Siempre lo
vas a hacer mal».
Esos
comentarios los grabo en mi alma. En el fondo del corazón. No me olvido. Y
luego cuando escucho lo mismo de otros, en otro momento de mi vida, surgen las
mismas dudas. Lo leo en las redes sociales. Recibo mensajes anónimos. Y me lo
vuelvo a creer. Y el mensaje se refuerza en mi corazón: «Yo no valgo. Nunca he
valido. Nunca seré capaz. ¿Para qué sigo intentándolo? Nunca me va a resultar».
¿Cómo
puede ser que comentarios de personas que no conozco y no me conocen puedan
hacerme caer en la depresión? Es curioso el poder de las redes sociales. El
poder de la opinión de los hombres. Digo cualquier cosa y tiene efecto
inmediato. Tengo impunidad para decir lo que quiero. Es peligroso. Debería
cuidar más lo que digo y lo que escribo. Pero al mismo tiempo quisiera ser más
libre de las opiniones que el mundo vierte sobre mí. ¿Qué es lo que Dios piensa
sobre mí? ¿Qué imagen tiene Él de mí? ¿Cómo me mira? Dios ve mi belleza oculta,
me mira con misericordia, se alegra de todo lo que hago.
No
me mira como me mira el mundo. No se fija en la apariencia, ve el corazón. Pero
yo dudo. Creo que se fija sólo en mi pecado, que le decepcionan mis límites. Y
se detiene avergonzado ante mi fealdad. ¡Qué poco conozco a Dios! Creo conocer
más a los hombres y busco ser aprobado y querido por todos. No quiero que nadie
se resista a mi amor. No quiero que me juzguen, me critiquen, me condenen. Hoy
miro mi vida agradecido. Es como es y tiene tanta belleza. Me alegro de lo
bueno que hay en mí. Me impresiona todo lo que Dios puede hacer conmigo cuando
me entrego dócilmente en sus manos. Le doy gracias. María entonó en casa de
Isabel su Magníficat. Dándole gracias a Dios por todo lo que había hecho por
Ella. ¿No podría yo también escribir mi propio magníficat agradecido?
Mi
alma se alegra en el Señor porque hace maravillas con mi vida, en mi alma. Ese
espíritu agradecido ante la vida me hace inmune a las críticas y desprecios. Me
hace inmune ante las injusticias y difamaciones. Me hace inmune ante las
agresiones de los que no me quieren. Miro agradecido mi vida como es. La miro
llena de alegría. Una mirada agradecida es la que sana mi corazón enfermo y tan
necesitado de reconocimiento. Le doy gracias a Dios por todo lo que ha hecho
conmigo. No dudo de Él. Me ama con locura y hace obras grandes en mí.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia






